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jueves, 30 de abril de 2009

Los peligros del Sol


Cualquiera que haya finalizado la educación básica sabe que el Sol es una estrella, uno de los primeros conocimientos que el niño obtiene sobre la naturaleza, sobre todo porque nuestro Sol no se parece mucho a las otras estrellas, al menos a simple vista. Esto es así debido a su proximidad a la Tierra: está mucho más cerca que los otros astros, lo que la hace parecer como un globo brillante de gas –cosa que es- en vez de una diminuta lucecita parpadeante en la negrura de la noche. Y cuando decimos cerca, hablamos en términos cósmicos: 150 millones de kilómetros.

El Sol es también enorme. Si se tratara de una esfera hueca, cabrían en su interior más de un millón de Tierras. Y si nos propusiéramos –y fuera posible- viajar en coche hasta el Sol, tardaríamos unos 176 años a una velocidad de 100 km/h. Todo un viajecito. Por suerte para la vida en la Tierra, es el Sol el que viene hacia nosotros, cubriendo la distancia que nos separa en unos ocho minutos. Su luz, su calor y su energía son esenciales para nuestra existencia y la de nuestros primos los animales y las plantas. Sin el Sol, la Tierra no sería sino una esfera oscura y muerta vagando por el espacio.

El Sol ha estado compartiendo su luz y energía con la Tierra durante los últimos 4.500 millones de años, aunque los seres humanos sólo la hemos disfrutado durante una fracción muy pequeña de todo ese tiempo. Y aunque obtenemos de él la vida, nuestra estrella también puede ser peligrosa. Después de todo, el centro del Sol arde a una temperatura de 5.5 millones de grados y eso es un montón de calor. Mirar directamente al sol, incluso aunque sea sólo por unos pocos minutos, puede causar ceguera permanente. Y no sólo eso. El sol puede matar.

Una de las maneras en que el sol puede matarnos es mediante un golpe de calor. Cuando la temperatura corporal varía ligeramente de los límites considerados normales, nuestros mecanismos de calentamiento o enfriamiento restauran con rapidez la temperatura apropiada. La piel consigue esta regulación principalmente por el control de la cantidad de calor perdido. Al hacerlo así, funciona coordinadamente con regiones especializadas del hipotálamo, que contienen células sensibles al calor y al frío que responden a los cambios de temperatura, aumentando el número de impulsos nerviosos que transmiten. Al recibir esas órdenes, la piel se apresura a realizar los ajustes apropiados.

Estos ajustes pasan, en el caso del calor, por la estimulación de la pérdida calorifica: los vasos sanguíneos de la piel se dilatan para permitir que llegue más sangre a la superficie, disipando más calor corporal. El sistema exocrino reacciona al estímulo del hipotálamo y humedece la piel. El sudor, compuesto casi por completo de agua, fluye a través de los millones de poros que hay en la piel, formando gotas visibles que pronto se convierten en regueros.


Normalmente, el sistema de refrigeración funciona bien incluso cuando hace mucho calor. Pero si la intensa sudoración se prolonga por mucho tiempo, puede resultar nociva. Cuando el sudor no se evapora a la misma velocidad que se forma –por ejemplo, en ambientes muy húmedos-, pierde su efecto refrescante; además, sustrae sales de la provisión que necesita el organismo. Podemos perder de 11 a 15 litros de líquido al día en forma de sudor, pero esto produce mucha sed. Si bebemos agua en grandes cantidades para compensar, diluimos aún más las soluciones salinas que forman el medio interno de nuestro cuerpo.

Cuando el organismo no es capaz de compensar las circunstancias ambientales, empieza a sobrecalentarse. Comienzan entonces los calambres, el golpe de calor y la insolación. El tratamiento es siempre el mismo: enfriarse. La sombra, el aire acondicionado y mucha agua pueden detener el proceso de sobrecalentamiento en la fase de calambres y golpe de calor. Los síntomas son: enrojecimiento y sequedad de la piel, pulso rápido y fuerte, dolor de cabeza, mareo, hiperventilación, desorientación, náuseas, alucinaciones y pérdida de conocimiento.

Si el cuerpo no se enfría, se puede morir de una insolación. En muchas ocasiones lo que sigue es el shock y el ulterior daño a órganos vitales. Incluso aunque no se llegue al estado de shock, los órganos pueden inflamarse (especialmente el cerebro) dando lugar a lesiones y la muerte. Los grupos de riesgo en el caso de los golpes de calor son los niños pequeños y los ancianos, cuyos sistemas de control térmico interno no funcionan tan ajustadamente como los de un adulto.

Y la otra forma preferida por el Sol para acabar con nosotros es el cáncer. Entre las muchas radiaciones emitidas por el astro se cuentan los rayos ultravioleta, que tienen una longitud de onda menor que la luz visible y por eso el ojo no los percibe. Los rayos ultravioleta nos ayudan, por ejemplo, a formar vitamina D. Pero si se absorben en exceso, hacen que la piel envejezca prematuramente, causando quemaduras e incluso aumentando el riesgo de un cáncer de piel.



Aunque se considera que la piel morena es algo deseable estéticamente, en realidad es un síntoma de la muerte de la piel a causa de los rayos ultravioletas. De hecho, la mayor parte de los cambios que experimenta nuestra piel se deben a la exposición a esa radiación, incluyendo las pecas, lunares y arrugas. Nuestra piel contiene una proteína llamada elastina, responsable de mantener el órgano flexible y firme al mismo tiempo. Con el paso de los años y la exposición a rayos ultravioleta, éstos terminan por dañar a estas proteínas, lo que puede desembocar en lesiones precancerosas o tumorales.

Como todos los cánceres, el de piel es el resultado de un crecimiento anormal de las células, en este caso las células de la piel. Es el más extendido de todos los cánceres (por nuestra costumbre de tomar el sol en exceso) y existen tres tipos diferentes: El basilioma o carcinoma de células basales, el carcinoma epirdemoide y el melanoma.

Las dos primeras modalidades son las más comunes y las menos serias, comprendiendo el 95% de todos los casos. Por el contrario, el melanoma es muy grave, siendo responsable del 75% de las muertes por cáncer de piel. Según los médicos, la exposición a los rayos ultravioleta es la primera causa de desarrollo del cáncer. Las buenas noticias es que eso lo hace fácilmente evitable (¡ojo! los rayos ultravioletas de las camas bronceadoras son igualmente nocivos).

Conviene no tomar el sol de las 10 a las 15 horas o, si no se puede evitar, tomar precauciones adicionales, como una protección solar de, como mínimo, factor 15. En el caso de los niños, el cuidado ha de ser mayor puesto que es en la infancia cuando recibimos el 80% de todo el sol que tomaremos a lo largo de nuestra vida

Por último, destaco una extraña afección genética que puede matarte muy fácilmente. Se llama xerodermia pigmentosa (XP) y sólo afecta a una persona de cada millón. El enfermo padece una hipersensibilidad a la luz solar hasta el punto de no poder salir al exterior durante las horas de luz. Es una afección cruel que normalmente afecta sólo a los niños por la sencilla y triste razón de que éstos acaban muriendo cuando llegan a edad adulta, habitualmente por un cáncer de piel. Se trata de un desorden genético de nacimiento y afortunadamente es muy raro porque el niño ha de heredar el gen culpable de ambos progenitores.

El agente asesino en este caso son, otra vez, los rayos ultravioletas, pero éstos no han de provenir necesariamente de la luz del sol. Cualquier exposición indirecta a los rayos solares o incluso a la luz ultravioleta de un fluorescente, puede producir graves daños. Si sufres de XP, tus probabilidades de sufrir cáncer de piel son 1.000 veces superiores a las de una persona sin la enfermedad. No queda más remedio que tomar precauciones extremas de por vida. Las ventanas de las casas han de estar tintadas con un filtro especial y los días han de transcurrir en el interior de casas y edificios. En su mayor parte, estas personas cambian sus hábitos y “viven” de noche. No existe cura y los síntomas que causa una mínima exposición al sol son la aparición de manchas y ampollas.

Existe una esperanza para todos esos niños que nunca pueden jugar al aire libre y disfrutar de la luz del sol. La NASA ha desarrollado una especie de traje similar a los de los astronautas, que cuentan con una barrera muy efectiva contra los rayos UV. El traje es muy caro (2.000 dólares) pero bloquea el 99.9% de la radiación y ha permitido a algunos niños jugar en el exterior por primera vez en sus vidas.
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domingo, 26 de abril de 2009

La comida kosher

En los hogares judíos ortodoxos o más tradicionales se respeta una rigurosa separación entre la leche y los productos cárnicos, distinción que se hace extensiva a todos los utensilios de cocina (ollas, sartenes, vajilla y cubertería) que se utilizan para cada uno de ellos. Incluso se almacenan en frigoríficos distintos y se lavan en lavavajillas diferentes. Dado que durante el festival de la Pascua muchos de esos utensilios no pueden ser reutilizados sino que han de ser reemplazados, equipar una cocina judía puede llegar a ser muy caro.

Toda la comida que se sirva en un hogar religioso debe ajustarse a las reglas para ella dispuesta o kashrut. Estas normas se han ido complicando con el transcurso de los años y son más respetadas en unos hogares que en otros. De manera general, estas reglas pueden dividirse en dos grupos: aquellas que fijan qué especies animales pueden o no comerse, y aquellas que tienen que ver con la forma de sacrificio, preparación, cocina y manera de servir.

La lista de animales permitidos y prohibidos está sacada de la Torah (Levítico 11 y Deuteronomio 14:3-21). Existen tres clases de animales permitidos: cuadrúpedos, aves y pescado. Los cuadrúpedos del Kosher han de cumplir dos requisitos: deben tener pezuñas hendidas y ser rumiantes. El único animal que tiene pezuña hendida y no es rumiante es el cerdo, por lo que es visto como el animal “no kosher” por excelencia. Bovinos, ovinos, caprinos y carne de caza son animales comestibles. Los caballos, que no tienen pezuña hendida, así como animales con patas como conejo y la liebre, también están excluidos. En cuanto a las aves, más que proporcionar un criterio general, la Torah detalla las que están prohibidas: las que matan a otros animales –incluidos peces- o comen carroña. Esto significa que todas las demás están permitidas, pero como todavía existen algunas dudas acerca de la identidad de ciertas aves de la lista, los judíos escrupulosos sólo comen aves domésticas como pollos, patos, gansos, pavo y pichones. El pescado ha de tener espinas y escamas, una regla curiosa puesto que no parece haber ningún pez que tenga escamas pero no espinas. Esta norma no causa problemas aun cuando algunos rabinos se empeñan en discutir sobre algunos peces en particular, como el esturión, el pez espada o el rodaballo. Todos los demás animales están prohibidos, excepto una especie concreta de langosta –el insecto, no el marisco-, que sí está permitida.

Merece la pena hacer aquí un pequeño desvío para analizar el origen de la porcofobia que sienten los judíos observantes. La mitad del enigma es bien conocida para judíos, musulmanes y cristianos. El dios de los antiguos hebreos hizo todo lo posible (una vez en el Libro del Génesis y otra en el Levítico) para denunciar al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina a quien lo prueba o toca. Unos 1.500 años más tarde, Alá dijo a su profeta Mahoma que el estatuto del cerdo tenía que ser el mismo para los seguidores del Islam. El cerdo sigue siendo una aberración para millones de judíos y cientos de millones de musulmanes, pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteínas y grasas de alta calidad de una manera más eficiente que otros animales.



¿Por qué dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de condenar una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la mayor parte de la humanidad? Los estudiosos que admiten la condena bíblica y coránica de los cerdos han ofrecido diversas explicaciones. Antes del Renacimiento, la más popular consistía en que el cerdo era literalmente un animal sucio, más sucio que otros, puesto que se revuelca en su propia orina y come excrementos. Pero relacionar la suciedad física con la abominación religiosa lleva a incoherencias. También las vacas que permanecen en un recinto cerrado chapotean en su propia orina y heces. Y las vacas hambrientas comerán con placer excrementos humanos. Los perros y los pollos hacen lo mismo sin preocupar a nadie por ello; los antiguos deben haber sabido que los cerdos criados en pocilgas limpias se convierten en remilgados animales domésticos. Finalmente, si invocamos pautas puramente estéticas de “limpieza”, debemos tener presente la formidable incoherencia que supone la clasificación bíblica de langostas y saltamontes como animales “puros”. El argumento de que los insectos son estéticamente más saludables que los cerdos no hará progresar la causa de los fieles.

Los rabinos judíos reconocieron estas incoherencias ya a finales de la Edad Media. Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino en El Cairo durante el siglo XIII, nos ha proporcionado la primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne de cerdo. Maimónides decía que Dios había querido prohibir la carne de cerdo como medida de salud pública. La carne de cerdo, escribió el rabino, “tenía un efecto malo y perjudicial para el cuerpo”. Maimónides no especificó cuáles eran las razones médicas en que se basaba esta opinión, pero era el médico del sultán y su juicio era muy respetado.

A mediados del siglo XIX, el descubrimiento de que la triquinosis era provocada por comer carne de cerdo poco cocida se interpretó como una verificación rigurosa de la sabiduría de Maimónides. Judíos de mentalidad reformista se alegraron ante el sustrato racional de los códigos bíblicos y renunciaron inmediatamene al tabú sobre la carne de cerdo. La carne de cerdo, cocida adecuadamente, no constituye una amenaza a la salud pública y, por consiguiente, su consumo no puede ofender a Dios. Esto indujo a los rabinos de convicción más fundamentalista a emprender un ataque contra toda la tradición naturalista. Si Yahvé simplemente hubiera deseado proteger la salud de su pueblo, le habría ordenado comer sólo carne de cerdo bien cocida en vez de prohibir totalmente la carne de cerdo. Evidentemente, se aducía, Yahvé pensaba en otra cosa, en algo más importante que el simple bienestar físico.

Además de esta incongruencia teológica, la explicación de Maimónides adolece de contradicciones médicas y epidemiológicas. El cerdo es un vector de enfermedades humanas, pero también lo son otros animales domésticos que musulmanes y judíos consumen sin restricción alguna. Por ejemplo, la carne de vaca poco cocida es fuente de parásitos, en especial tenias, que pueden crecer hasta una longitud de varios metros dentro de los intestinos del hombre, producen una anemia grave y reducen la resistencia a otras enfermedades infecciosas. El ganado vacuno, las cabras y las ovejas transmiten también la brucelosis, una infección bacteriana corriente en los paises subdesarrollados a la que acompañan fiebre, escalofríos, sudores, debilidad, dolores y achaques. La modalidad más peligrosa es la Brucellosis melitensis, que transmiten las cabras y las ovejas. Sus síntomas son letargo, fatiga, nerviosismo y depresión mental, a menudo interpretados erróneamente como psiconeurosis. Finalmente está el ántrax, una enfermedad que transmite el ganado vacuno, ovejas, cabras, caballos y mulas, pero no los cerdos. A diferencia de la triquinosis, que rara vez tiene consecuencias funestas y que ni siquiera produce síntomas en la mayor parte de los individuos afectados, el ántrax experimenta a menudo un desarrollo rápido que empieza con furúnculos en el cuerpo y produce la muerte por envenenamiento de la sangre. Las grandes epidemias de ántrax que asolaron antiguamente Europa y Asia sólo pudieron ser controladas tras el descubrimento de la vacuna contra esta enfermedad realizado por Louis Pasteur en 1881.

El hecho de que Yahvé dejara de prohibir el contacto con los transmisores domesticados del ántrax perjudica especialmente la explicación de Maimónides, puesto que ya se conocía en los tiempos bíblicos la relación entre esta enfermedad en los animales y el hombre. Como describe el Libro del Éxodo, una de las plagas enviadas contra los egipcios relaciona claramente la sintomatología del ántrax en los animales con una enfermedad humana:

“… y prodújose una erupción que originaba pústulas en personas y animales. Los adivinos no pudieron mantenerse frente a Moisés a causa de las úlceras, pues el tumor atacó a los adivinos como a todos los egipcios”.

Al tener que afrontar estas contradicciones, la mayor parte de los teólogos judíos y musulmanes han abandonado la búsqueda de una base naturalista del aborrecimiento del cerdo. Recientemente ha ganado fuerza una posición claramente mística que sostiene que la gracia alcanzada al acatar los tabúes dietéticos depende de no saber exactamente lo que Yahvé tenía en mente y de no intentar descubrirlo.

La antropología moderna ha entrado en un callejón sin salida similar. Por ejemplo, pese a todos sus fallos, Moisés Maimónides estuvo más cercano a una explicación que sir James Frazer, autor famoso de “The Golden Bough”. Frazer declaró que los cerdos, al igual que “todos los animales llamados impuros, fueron sagrados en su origen; la razón para no comerlos consistía en que muchos eran originariamente divinos”. Esto no nos sirve de nada, puesto que también se adoró en la antigüedad en el Oriente Medio a ovejas, cabras y vacas, y, sin embargo, todos los grupos étnicos y religiosos de esta región se deleitan mucho con su carne. En concreto, la vaca, cuyo becerro de oro fue adorado en las faldas del Monte Sinaí constituiría según la lógica de Frazer un animal más impuro para los hebreos que el cerdo.

Otros estudiosos han sugerido que los cerdos, junto con el resto de los animales sujetos a tabúes en la Biblia y en el Corán, fueron en la antigüedad los símbolos totémicos de diferentes clanes tribales. Esto pudo haber acaecido perfectamente en algún momento remoto de la historia, pero si admitimos esta posibilidad, debemos admitir también que animales “puros” tales como el ganado vacuno, ovejas y cabras podrían haber servido como tótems. En contra de gran parte de lo que se ha escrito sobre el tema del totemismo, los tótems no son habitualmente animales estimados como alimento. Los tótems más populares entre los clanes primitivos de Australia y África son aves relativamente inútiles, como los cuervos y los tejedores, o insectos como jejenes, hormigas y mosquitos, o incluso objetos inanimados como nubes y cantos rodados. Además, aun cuando el tótem sea un animal estimado, no hay ninguna regla invariable que exija a los humanos abstenerse de comerlo. Con tantas opciones disponibles, decir que el cerdo era un tótem no explica nada. También podríamos declarar que “el cerdo fue convertido en tabú porque fue convertido en tabú”.

Es preferible el enfoque de Maimónides. Al menos el rabino intentó comprender el tabú, situándolo en un contexto natural de salud y enfermedad en el que intervenían fuerzas mundanas y definidas. La única dificultad consistía en que su concepción de las circunstancias pertinentes para el aborrecimiento del cerdo estaba constreñida por un interés restringido en la patología corporal, característico de un médico.

La solución del enigma del cerdo nos obliga a adoptar una definición mucho más amplia de la salud pública que comprenda los procesos esenciales mediante los cuales animales, plantas y gentes logran coexistir en comunidades naturales y culturales viables. Posiblemente la Biblia y el Corán condenaron al cerdo porque la cría de cerdos constituía una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales de Oriente Medio.

Para empezar, debemos tener en cuenta el hecho de que los hebreos protohistóricos –los hijos de Abraham, a finales del segundo milenio a.C.- estaban adaptados culturalmente a la vida en regiones áridas, accidentadas y poco pobladas que se extienden entre los valles fluviales de Mesopotamia y Egipto. Los hebreos eran pastores nómadas, que vivían casi exclusivamente de rebaños de ovejas, cabras y ganado vacuno, hasta su conquista del valle el Jordán en Palestina, a principios del siglo XIII a.C. Como todos los pueblos pastores, mantenían estrechas relaciones con los agricultores sedentarios que ocupaban los oasis y las orillas de los grandes ríos. De vez en cuando, estas relaciones maduraban transformándose en un estilo de vida más sedentario, orientado hacia la agricultura. Esto es lo que parece haber ocurrido entre los descendientes de Abraham en Mesopotamia, los seguidores de José en Egipto y los seguidores de Isaac en en Néguev occidental. Pero incluso durante la época dorada de la vida urbana y aldeana bajo los reyes David y Salomón, el pastoreo de ovejas, cabras y ganado vacuno continuó siendo una activodad económica muy importante.

Dentro de la pauta global de este complejo mixto de agricultura y pastoreo, la prohibición divina de la carne de cerdo constituyó una estrategia ecológica acertada. Los israelíes nómadas no podían criar cerdos en sus hábitats áridos, mientras que los cerdos constituían más una amenaza que una ventaja para las poblaciones agrícolas aldeanas y semi sedentarias.

La razón básica de esto estriba en que las zonas mundiales de nomadismo pastoral corresponden a llanuras y colinas deforestadas, que son demasiado áridas para permitir una agricultura dependiente de las lluvias y que no son fáciles de regar. Los animales domésticos mejor adaptados a estas zonas son los rumiantes: ganado vacuno, ovejas y cabras. Los rumiantes tienen bolsas antes del estómago que les permiten digerir hierbas, hojas y otros alimentos compuestos principalmente de celulosa con más eficiencia que otros mamíferos.



Sin embargo, el cerdo es ante todo una criatura de los bosques y de las riberas umbrosas de los ríos. Aunque es omnívoro, se nutre perfectamente de alimentos pobres en celulosa, como nueces, frutas, tubérculos y sobre todo granos, lo que le convierte en un competidor directo del hombre. No puede subsistir sólo a base de hierba, y en ningún lugar del mundo los pastores totalmente nómadas crían cerdos en cantidades importantes. Además, el cerdo tiene el inconveniente de no ser una fuente práctica de leche y es muy difícil conducirle a largas distancias.

Sobre todo, el cerdo está mal adaptado desde el punto de vista termodinámico al clima caluroso y seco del Néguev, el valle del Jordán y las otras tierras de la Biblia y el Corán. En contraste con el ganado vacuno, las cabras y las ovejas, el cerdo tiene un sistema ineficaz para regular su temperatura corporal. Pese a la expresión “sudar como un cerdo”, se ha demostrado que los cerdos no sudan. El ser humano, que es el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo evaporando 1.000 gramos de líquido por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar es 30 gramos por metro cuadrado. Incluso las ovejas evaporan a través de su piel el doble del líquido corporal que un cerdo. Asimismo las ovejas disponen de una lana blanca y tupida que refleja los rayos solares y proporciona aislamiento cuando la temperatura del aire sobrepasa la del cuerpo. Los cerdos perecerían si tuvieran que exponerse a la luz directa y las temperaturas del valle del Jordán.


El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta de pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en lodo limpio y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces si no dispone de otro medio. Por debajo de determinada temperatura, los cerdos que permanecen en pocilgas depositan sus excrementos lejos de sus zonas de dormir y comer, mientras que por encima de la misma, comienzan a excretar indiscriminadamente en toda la pocilga. Cuanto más elevada es la temperatura, más “sucio” se vuelve el cerdo. Así, hay cierta verdad en la teoría que sostiene que la impureza religiosa del cerdo se funda en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es sucio por naturaleza en todas partes; más bien, el hábitat caluroso y árido del Oriente Próximo obliga al cerdo a depender al máximo del efecto refrescante de sus propios excrementos.

Las ovejas y cabras fueron los primeros animales en ser domesticados en Oriente Próximo, posiblemente hacia el año 9.000 a.C. Los cerdos fueron domesticados en la misma región unos dos mil años más tarde. Los cómputos de huesos realizados por los arqueólogos en los primeros enclaves prehistóricos de aldeas que practicaban la agricultura muestran que el cerdo domesticado era casi siempre una parte relativamente insignificante de la fauna de la aldea, constituyendo sólo cerca del 5% de los restos de animales comestibles. Esto es lo que podíamos esperar de una criatura que necesitaba sombra y lodo, no producía leche y comía el mismo alimento que el hombre.


En condiciones preindustriales, todo animal que se cría principalmente por su carne es un artículo de lujo. Esta generalización vale también para los pastores preindustriales, que rara vez explotan sus rebaños para obtener principalmente carne. Las antiguas comunidades del Oriente Próximo, que combinaban la agricultura con el pastoreo, apreciaban a los animales domésticos principalmente como fuente de leche, queso, pieles, boñiga, fibras y tracción para arar. Las cabras, ovejas y ganado vacuno proporcionaban grandes cantidades de estos productos más un suplemento ocasional de carne magra. Por lo tanto, desde el principio, la carne de cerdo ha debido constituir un artículo de lujo estimado por sus cualidades de suculencia, ternura y grasa.

Entre los años 7.000 y 2.000, la carne de cerdo se convirtió aún más en un artículo de lujo. Durante este período, la población humana de Oriente Próximo se multiplicó por sesenta. Al crecimiento de la población acompañó una extensa deforestación, como consecuencia, sobre todo, del daño permanente causado por los grandes rebaños de ovejas y cabras. La sombra y el agua, las condiciones naturales adecuadas para la cría de cerdos, escasearon cada vez más; la carne de cerdo se convirtió todavía más en un lujo ecológico y económico.

Y, cuanto mayor es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina. Generalmente se acepta esta relación como adecuada para explicar por qué los dioses siempre están tan interesados en combatir tentaciones sexuales tales como el incesto y el adulterio. Aquí se aplica simplemente a un artículo alimenticio tentador. El Oriente Próximo es un lugar inadecuado para criar cerdos, pero su carne constituye un placer suculento. La gente siempre encuentra difícil resistir por sí sola a estas tentaciones. Por eso se oyó decir a Yahvé que tanto comer el cerdo como tocarlo era fuente de impurezas. Se oyó repetir a Alá el mismo mensaje y por la misma razón: tratar de criar cerdos en cantidades importantes era una mala idea, un error, una mala adaptación ecológica. Una producción a escala pequeña sólo aumentaría la tentación. Por consiguiente, era mejor prohibir totalmente el consumo de carne de cerdo, y centrarse en la cría de cabras, ovejas y ganado vacuno. Los cerdos eran sabrosos, pero era demasiado costoso alimentarlos y refrigerarlos.


Todavía existen muchos interrogantes, en especial, por qué cada una de las otras criaturas prohibidas por la Biblia –buitres, halcones, serpientes, caracoles, mariscos, peces sin escamas, etc- fueron objeto del mismo tabú divino. Y por qué los judíos y musulmanes que ya no viven en Oriente Próximo continúan observando, aunque con grados diferentes de exactitud y celo, las antiguas leyes dietéticas. En general, parece que la mayor parte de las aves y animales prohibidos encajan perfectamente en dos posibles categorías. Algunos, como las águilas, culebras, los buitres y los halcones, ni siquiera son fuentes potencialmente significativas de alimento. Otros, como el marisco, no son evidentemente accesibles a poblaciones que combinan el pastoreo con la agricultura. Ninguna de estas categorías de criaturas tabúes plantea la cuestión que aquí se ha tratado de responder: a saber, cómo explicar un tabú aparentemente extraño e inútil. Evidentemente, no es nada irracional que la gente no gaste su tiempo cazando buitres para comer, o que no ande 100 km por el desierto en busca de un plato de almejas.

Ahora es el momento adecuado para rechazar la afirmación que sostiene que todas las prácticas alimenticias sancionadas por la religión tienen explicaciones ecológicas. Es cierto que los tabúes cumplen también funciones sociales, como ayudar a la gente a considerarse una comunidad distintiva. La actual observancia de reglas dietéticas entre los musulmanes y judíos que viven fuera de sus tierras de origen del Oriente Próximo cumple perfectamente esta función. La cuestión que plantea esta práctica es si disminuye de algún modo significativo el bienestar práctico y mundano de judíos y musulmanes al privarles de factores nutritivos para los que no se dispone fácilmente de sustitutos. A mi entender, la respuesta es casi con seguridad negativa.

Los animales que no son kosher se denominan terefah o tref. Incluso una cantidad minúscula de terefah puede contaminar un guiso, por lo que los judíos escrupulosos prestan una gran atención a los ingredientes con los que preparan las comidas, como las galletas que llevan grasa animal. Si una sarten o una olla en la que se ha cocinado comida no kosher se usa luego para preparar comida kosher, ésta queda entonces convertida en terefah, si bien la limpieza con agua caliente “descontamina” los utensilios de cocina (a excepción de la porcelana).

Los animales que han sido matados por otros animales o que han muerto por causas naturales están específicamente prohibidos (Deuteronomio 14:21) como lo está el consumo de sangre de cualquier animal (Levítimo 7:26-27; 17:10-14). Esto significa que sólo pueden ser comidos aquellos animales permitidos y las aves que hayan sido convenientemente sacrificadas. El carnicero o shohet debe ser una persona de integridad moral y su cuchillo debe estar extremadamente afilado y libre incluso de la melladura más ligera para evitar que el animal sufra dolor. La garganta de éste se corta con un movimiento único y es inmediatamente desangrado. Un animal que tenga ciertos defectos o enfermedades, aun cuando haya sido convenientemente sacrificado, es considerado como terefah por lo que el carnicero examinará los órganos, especialmente los pulmones, con mucha atención y, si fuera necesario, consultará a un rabino. No todas las partes de los animales que hayan pasado todas estas pruebas son comestibles. En particular, el nervio ciático no se come (Génesis 32:32) y puesto que extraerlo es una tarea difícil, la carne de los cuartos traseros no se come en muchos lugares, como Gran Bretaña. Antes de que la carne se coma, la sangre restante se seca salando la pieza (asándolo sobre una llama es una alternativa aceptable en el caso del hígado). El pescado no necesita ser muerto de una manera especial o salado porque su sangre no está considerada dentro de la prohibición.

Existe otro conjunto de reglas basadas en la extraña prohibición de comer “un niño hervido en la leche de su madre” que se repite tres veces en la Torah (Éxodo 23:19; 34:26; Deuteronomio 14:21). Los rabinos entendieron que eso significaba que ningún tipo de carne debía ser cocida en leche. Como precaución extra, prohibieron comer carne y productos lácteos en la misma comida incluso aun cuando no fueran cocinados juntos. Esta regla ha sido extendida de tal manera que se tiene que esperar cierto periodo de tiempo después de comer carne y antes de tomar productos lácteos. Algunos judíos cumplidores aguardan incluso seis horas y tienen en sus cocinas ollas, vajillas y cubertería diferenciadas para la carne y los lácteos.

Como hemos visto, muchas de estas prohibiciones tienen que ver con la carne, pero incluso los judíos vegetarianos tienen que andarse con ojo porque existen reglas también aplicables a ellos: no se deben comer huevos con una mancha de sangre o queso hecho a partir de cuajada o gelatinas.
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Nautilus: el primer buque nuclear


El submarino Nautilus, de la Marina estadounidense, cuya quilla se puso el 14 de junio de 1952 en una ceremonia presidida por Harry S.Truman, se botó el 21 de enero de 1954 con una madrina de excepción: la señora Eisenhower, esposa del entonces primer mandatario norteamericano. El Nautilus, que se entregó a la Marina el 30 de septiembre de 1954, había sido construido por la división naval de la General Dynamics Electric, en Groton, Connecticut. El nombre Nautilus, que anteriormente ya habían ostentado otras unidades de la flota americana, procedía del submarino, también de concepción revolucionaria, del capitán Nemo, protagonista de la novela de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino. El autor utilizó a su vez el nombre que el inventor estadounidense Robert Fulton dio en 1801 a un sumergible que construyó con el apoyo del gobierno francés.

El Nautilus no fue sólo el primer submarino, sino también el primer buque, con propulsión nuclear. Hasta entonces, los submarinos habían tenido una capacidad operativa y una seguridad limitadas: de hecho, estaban forzados a salir periódicamente a la superficie o, por lo menos, a navegar a una profundidad que les permitiera usar el snorkel (toma de aire para la combustión), a fin de poner en marcha los motores diésel que cargaban las baterías eléctricas necesarias para navegar en inmersión. Obviamente, cuando los submarinos navegaban en superficie, o a muy poca profundidad, estaban expuestos a ser descubiertos por el enemigo. Por consiguiente, la energía nuclear pareció la solución ideal al problema, puesto que el proceso de fisión permite generar calor suficiente para accionar las turbinas de vapor del submarino, y proporcionar así la fuerza de impulsión, sin consumir oxígeno. Un submarino de propulsión nuclear puede permanecer sumergido largos períodos, todo el tiempo que resista la tripulación.

Además de permitir al submarino permanecer sumergido durante largos períodos, la propulsión nuclear hacía que el Nautilus fuese capaz de cubrir distancias, entre sus aprovisionamientos, mucho más largas que las de cualquier otro submarino de impulsión tradicional. En efecto, el buque fue reabastecido en Groton en febrero de 1957, unos nueve meses después de su entrega a la Marina, el 11 de mayo de 1956, transcurridos más de dos años de su primera salida al mar. El submarino había navegado 100.681 km con un solo abastecimiento para el núcleo del reactor.

En su primera salida de prueba, en mayo de 1955, desde New London, Connecticut, a San Juan de Puerto Rico, navegó en inmersión una distancia de 2.222 km –récord de distancia para navegación sumergida- sacando una media de 16 nudos (30 km/h), velocidad que un submarino jamás había podido mantener por un tiempo superior a una hora. En mayo de 1957, navegando desde Groton al Pacífico, el Nautilus recorrió los 4.905 km entre el canal de Panamá y San Diego en California, sin salir a la superficie. Pero su hazaña más espectacular tuvo lugar el verano de 1958, cuando emprendió un viaje de exploración del Ártico partiendo de Pearl Harbor. El Nautilus consiguió pasar del Pacífico al Atlántico navegando por debajo del casquete de hielos del Polo Norte, emergiendo a la superficie después de 1.830 millas e incurriendo en un error en su derrota inferior a las 10 millas.

La actividad del Nautilus en la Marina de los Estados Unidos concluyó el 3 de mayo de 1980, cuando se le descargó de combustible atómico y quedó fuera de servicio. Fue convertido en museo en 1985.
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viernes, 24 de abril de 2009

El palito de los relojes de sol


El palito o gnomon es la parte del reloj de sol que proyecta la sombra. Es una palabra griega que significa "indicador", "el que discierne", o "el que revela". El extremo que proyecta la sombra apunta al norte y es paralelo al eje de rotación de la tierra, esto es, se inclina sobre la horizontal en un ángulo que iguala la latitud del punto en el que se localiza el reloj de sol. En algunos relojes de sol el gnomon es vertical, aunque esto corresponde a la antiguedad, donde lo que se hacía era observar la altitud del sol a lo largo del día.

Nuestros antepasados ignoraban nuestras 24 horas iguales –sin las que casi somos incapaces de decir algo de los días (o de pensar en ellos)- tanto, al menos, como ignoraban cualquier otro de nuestros descubrimientos astronómicos. Al contrario que éstos, nuestras horas son divisiones imaginarias del tiempo que sólo son reales en nuestras cabezas. Salvo los astrónomos, a nadie se le ocurrió dividir el día en 24 partes iguales hasta pasados casi tres milenios de que se construyese el primer y burdo instrumento que troceaba el día.


Intentemos por un momento borrar de nuestra mente esas horas iguales y preguntarnos qué tendríamos si no existiesen los relojes. Tendríamos, sencillamente, dos grandes reinos de luz y oscuridad alternándose. Para la humanidad primitiva la noche y el día eran fenómenos fundamentalmente diferentes, que no se fundían en una sola unidad. Aún hoy, muy pocos lenguajes tienen una palabra específica para esta unidad temporal, la más importante de todas; en castellano hacemos referencia con la palabra día tanto al período día/noche íntegro como a la parte iluminada por el Sol. Hace falta una cierta abstracción para ver la noche y el día como una sola unidad en vez de cómo dos reinos opuestos. Los primeros intentos de medir el tiempo no tomaban la unidad día-noche entera, sino que solían llevar la cuenta de las repeticiones de algún suceso que fuera fácilmente reconocible dentro de la unidad, el amanecer, por ejemplo, o la puesta de sol. Encontramos esta forma de contar en las obras de Homero: “Es la duodécima aurora desde que llegué a Ilión”. Tanto la Ilíada como la Odisea nos dan una idea de cómo se medía el tiempo en un mundo sin relojes.

El Sol era un reloj, el único que necesitaban los guerreros de Homero o los campesinos y primeros habitantes urbanos de su mundo. Existe una razón por la que el calendario, con su año, mes y semana, se desarrollase mucho antes que el reloj, con sus unidades de tiempo mucho menores. En concreto, una vez los hombres dejaron sólo de cazar y recoger y empezaron a cultivar y criar, tuvieron la necesidad de que hubiera una forma de seguir las estaciones y de saber cuándo había que plantar las cosechas y trasladar los rebaños, pero no la de contar las horas del día.

No obstante, el Sol siempre estuvo ahí, siempre proyectando sombras, y es seguro que se le usó durante milenios como indicador informal del momento del día antes de que se inventase un artilugio que diese la hora. Al menos en los climas soleados, esta mina de oro para la medición del tiempo estaba por todas partes –a los pies de todo lo que se levantara, persona, planta, animal o edificio-, un regalo de la geometría de nuestro sistema solar que por entonces no era todavía de utilidad para el hombre.

Durante siglos sólo se midieron las horas de sol; las de la noche eran inútiles para toda actividad y no había, pues, razón alguna para intentar contarlas. Con nuestro mundo nocturno iluminado eléctricamente, nos es casi imposible recordar qué oscurísima es la noche cuando no hay alumbrado. Nada más que con la luna llena y los fuegos, luego las velas, para poner una mínima claridad en las tinieblas, la noche no era sólo un tiempo de reposo, era temible y no servía más que para dormir.





Empecemos, pues, con la parte del día a la que llega la luz del Sol, y fijémonos en los primeros intentos de dividir, dentro de esa parte, el tiempo. En lo que tenga que ver con el Sol todos los indicios apuntan siempre a los egipcios, los primeros siempre, según parece, en tomar conciencia de las cosas. No sólo nos dieron el año solar, sino que en Egipto se han encontrado los primeros aparatos conocidos para medir la sombra del sol. El primer reloj de sol no era más que una estaca vertical clavada en el suelo (el gnomon), gracias a la cual se observaba en el suelo la sombra que iba creando el Sol. Con una estaca así se ve que la sombra cambia tanto en dirección como en longitud a lo largo del día. Todos nos hemos dado cuenta de que las sombras se alargan al caer la tarde y por la mañana temprano ocurre el mismo fenómeno. Y las sombras, claro está, caen hacia el oeste por la mañana, cuando el Sol está en el este, y giran hacia el este a lo largo de la tarde, cuando el Sol ha cruzado a la parte occidental del cielo.

No sabemos hasta qué punto se necesitaba una mayor precisión al contar el tiempo en el segundo milenio a.C., pero sí que las ciudades y el comercio estaban ya bien establecidos por entonces. Un conocimiento más sólido de la hora debió de facilitar, sin duda, las formas de vida más complejas que aquéllas y éste trajeron consigo. Fuese un invento espontáneo o una respuesta buscada con empeño a una necesidad práctica, lo cierto es que alguien encontró la manera de mejorar el primitivo gnomon, calibrando los cambios de las sombras que proyectaba. En Egipto se encontró un reloj de sol así, datado en el 1.500 a.C. aproximadamente, del reinado de Tutmosis III. Por la mañana se ponía la T erguida mirando al este, y de esa forma la sombra caía sobre la barra horizontal. A mediodía se giraba el instrumento para que la T mirase al oeste y siguiese arrojando sombra sobre la barra calibrada hasta que el Sol se pusiera. Espaciando más las rayas calibradas cuanto más lejos estuviese la hora del mediodía, este primer “reloj” solventaba el problema de que las sombras correspondientes vayan siendo más largas y podía dividir el día en doce partes aproximadamente iguales.

Esa es la diferencia más importante entre el antiguo reloj solar y la forma que tenemos ahora de medir el tiempo. Doce partes iguales del día es algo completamente diferente a doce de nuestras horas iguales de sesenta minutos cada una. Nuestras horas son iguales a lo largo de todo el año, mientras que en el viejo reloj de sol lo único que “igual” significaba era que, dentro de un día, sus horas solares eran iguales, pero, claro está, las de un día del verano eran mucho más largas que las de uno del invierno. Excepto en el ecuador, no hay dos días en el año que tengan el mismo tiempo de luz solar; por eso a las horas de los relojes de sol se las llama temporales. Piense en las cinco de la tarde, un día laboral: viviendo en la latitud de Madrid, en invierno será ya de noche; en verano, en cambio, hará un sol espléndido, pero en un caso y en el otro serán las 5:00 p.m. Si hubiéramos vivido donde fuera, cuando fuese, pero antes de hace unos setecientos años, no hubiese sido así. Si las horas de sol se dividiesen en doce partes iguales, las cinco de la tarde caerían en invierno ya en el reino de la noche, y antes de que se inventaran los aparatos que miden el tiempo sin tener que echar mano del Sol no se habrían contado en absoluto. La duodécima hora de luz solar acabaría alrededor de las 4:30 p.m. En el verano, las cinco de la tarde correspondían sólo, más o menos, a la novena de las doce largas horas de sol. Nos cuesta imaginar esto y, sin embargo, desde que empezó a haber relojes de algún tipo, puede que ya en el segundo milenio a.C., somos nosotros la excepción, no la regla.

Se han encontrado en Egipto los primeros restos de relojes de sol semejantes a los que nos resultan más familiares; son de alrededor del 1.300 a.C. Como los nuestros, éstos medían el tiempo sólo por la dirección de la sombra del Sol, no por su longitud. Se inventaron muchas variantes, sobre todo en los cinco siglos que precedieron a la era cristiana; no sólo los egipcios, sino los griegos y los caldeos hicieron muchas innovaciones. Para afrontar que las horas diurnas y el camino del Sol por el cielo (y por lo tanto la sombra que crea) varían a lo largo del año, se diseñaron los relojes de forma que pudiesen dar la hora correcta (es decir, la correcta doceava parte de la parte del día alumbrada por el Sol) en la estación que fuera, o incluso en un mes determinado. Además de con el cuadrante plano que nos es tan conocido, se construyeron relojes de sol con forma de hemisferio cóncavo, de cono, cubo, columna, anillo y tableta abierta, por citar sólo unos cuantos. Los mesopotámicos desarrollaron una variante en la que la sombra se proyectaba en el interior de una semiesfera hueca. Este invento, llamado por lo común polo, gozó de mucho auge en Grecia, donde llegó en el siglo VI a. de C

Ya en el mundo romano del primer siglo a.C. Vitrubio da cuenta de la existencia de trece tipos distintos, y la variedad era tanto de tamaños como de estilos. César Augusto levantó en el 10 a.C. un gigantesco reloj de sol en el Campo de Marte: un enorme obelisco hacía de gnomon, y de cuadrante el pavimento a su alrededor, en el que se habían instalado unas líneas de bronce que marcaban las horas. Por entonces también, los romanos acomodados llevaban consigo relojes personales, de sol, muy pequeños, de poco más de un par de centímetros de diámetro.

No obstante, los romanos habían tardado en ver que era necesario descomponer el tiempo en horas. Los griegos tenían ya relojes de sol al menos un par de siglos antes de que llegasen al mundo romano. En realidad, fueron un elemento más de la vida en Atenas y en otras ciudades griegas desde el siglo V a.C. en adelante, y los astrónomos griegos, como los romanos, comprendieron que había que hacer los relojes de sol a la medida de la latitud de la ciudad donde se usasen. El erudito romano Plinio el Viejo nos cuenta que no hubo en Roma un reloj de sol hasta el 264 a.C. Era un bello ejemplar procedente de la siciliana Catania, traído como botín de la primera guerra púnica. Este reloj de sol dio a los romanos la hora, incorrectamente, durante un siglo, hasta que en el 164 a.C. el censor Marcio Filipo ofreció a Roma el primer reloj de sol adaptado a su latitud. Al contrario que la norma universal del tiempo a la que estamos acostumbrados, los antiguos relojes de sol daban una hora exclusivamente local.
Es evidente que pese al estudio científico que hicieron los inventores de los diversos tipos de relojes de sol, y pese a que los hubiera públicos en Roma, el mundo cotidiano de los romanos, en lo que se refería al tiempo, no podía ser más diferente del nuestro. Si un día en nuestro mundo controlado por la ubicua y abrumadora precisión de los relojes de pulsera de cada uno, inflexiblemente ligados a unos horarios públicos, habría creído que había ido a parar a Marte. Pese al tamaño y complejidad de la ciudad, la vida en Roma seguía siendo rural, por el estilo y por el ritmo. No hay indicios de que la posesión de relojes de sol llegase más allá de los ricos, o de que la atención que les prestase el resto de la población consistiera en algo más que un vistazo cuando diese la casualidad de que estuviesen cerca de uno público (y eso si el día era soleado). Los relojes de sol no eran los relojes del mundo antiguo.

El día romano empezaba exactamente como en el campo: al amanecer. Así pues, era el Sol mismo el que despertaba a los romanos, como a los guerreros de Homero casi mil años antes. Antes de que el reloj de sol aportase a Roma por fin el concepto de las horas, en el siglo III a.C., el Sol bastaba y sobraba para marcar el único hito del día romano: el momento en que cruzaba el meridiano, el mediodía. Un pregonero anunciaba en el Foro cuándo el Sol alcanzaba su punto más alto en el cielo; esta señal que marcaba un cambio en el día era importante en especial para los abogados, que tenían que presentarse ante el tribunal antes de mediodía para validar sus alegatos. La llegada del reloj de sol no hizo, ciertamente, que la gente pasase de golpe de esta percepción tan informal del tiempo a una que se pareciera más a la nuestra.

No obstante, los relojes de sol no dejaron de contar sus horas temporales durante los mil quinientos años siguientes. La forma en que expresaban el paso del tiempo prevaleció a lo largo del periodo romano tardío, del principio de la era cristiana y hasta del siglo XIV. Durante esos largos siglos casi todas las mejoras importantes del reloj de sol se debieron a los árabes, que habían conocido los relojes de sol gracias a la escuela alejandrina griega del siglo II d.C. y cuyas innovaciones pasarían a la cultura europea de la Edad Media. Sólo en el Renacimiento –y para satisfacer las necesidades de una máquina en la que el mundo antiguo no había ni soñado- resurgiría por última vez el reloj de sol.
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¿Cómo se generan los rayos?


El rayo es una poderosa descarga electrostática natural producida durante una tormenta eléctrica. La descarga eléctrica del rayo es acompañada por la emisión de luz (el relámpago), causada por el paso de corriente eléctrica que ioniza las moléculas de aire. Así, el rayo no es más que una chispa. Grande, sí; pero una chispa después de todo.

Generalmente, los rayos son producidos por un tipo de nubes de desarrollo vertical llamadas cumulonimbos. Los científicos no están todavía seguros de cómo estas células de tormenta se forman, pero algunos creen que podrían ser causadas por gotas de agua y hielo ascendentes colisionando con otras partículas más pesadas en caída, como granizo.

Las cargas positivas y negativas se atraen entre sí. Cuando partículas eléctricamente cargadas de signo opuesto se mueven unas hacia otras se produce una descarga eléctrica, una chispa, un rayo. En un cumulonimbo, las cargas positivas se forman en lo alto de la nube mientras que las negativas se forman en las partes centrales e inferiores. Cerca de la base se acumulan cargas positivas.

Esta red de cargas negativas en la parte inferior de la nube induce una ionización positiva en el suelo bajo la nube. Hasta cierto punto, el aire aislará esas cargas entre sí, pero la diferencia de potencial puede aumentar hasta tal punto que el aire ya no puede seguir separándolas. Entonces, las partículas negativas de la nube buscan el punto de menor resistencia en el suelo, lo que produce ese efecto de ramificación del rayo tan espectacular.

Cuando una de esas ramas llega cerca del suelo, las cargas negativas atraen iones positivos de objetos puntiagudos como hierbas y árboles, para formar una vía conductora entre la nube y el suelo. Efectivamente, una corriente positiva viaja desde el suelo hacia arriba para encontrarse con la negativa que ha salido de la nube. Cuando ambas se encuentran se cierra el circuito: se produce un flujo de partículas negativas desde la nube hasta el suelo y otro de partículas positivas en sentido inverso, lo que crea el brillo, el rayo propiamente dicho.

El rayo descarga unos 100 millones de voltios y la temperatura del aire a lo largo del camino de aquél asciende a 30.000 ºC. (unas cinco veces la temperatura del sol). Esto hace que el aire se expanda súbitamente, creando una onda de shock que conocemos como trueno.

Los fotógrafos de rayos tienden a sobrestimar la anchura del rayo porque la película suele tener un exceso de exposición. Los objetos dañados que han sido alcanzados por el rayo muestran diámetros de canal de entre 2 y 100 milímetros.

La descarga eléctrica puede ocurrir también entre cargas positivas y negativas dentro de la misma nube o entre nubes adyacentes. Desde el suelo, vemos esos rayos como relámpagos porque la luz se dispersa dentro de las nubes.
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jueves, 23 de abril de 2009

Los humildes orígenes de la pizza




La historia de la pizza comienza, claro está, con el pan, uno de los alimentos preparados más antiguos de la humanidad y que se remonta al Neolítico. Existen testimonios muy tempranos de añadidos al pan para hacerlo más sabroso. Los antiguos griegos, por ejemplo, tenían una base plana llamada “plakuntos” sobre la que se ponían diversas hierbas, ajo y cebolla. También los soldados del rey persa Darío el Grande (521-486 a.C.) cocinaban sobre sus escudos una lámina de pan sobre la que añadían queso fundido y dátiles. En el siglo I a.C. Virgilio hace referencia en su “Eneida” a un plato similar.

Los panes planos, como la pizza, son típicos de las cocinas mediterráneas. Perviven ejemplos tempranos como la focaccia, que se remonta a los antiguos etruscos; la coca (con sus variantes dulces y saladas) de la región de Cataluña y las Baleares; la pita (griego) o pide (turco)... En otras partes del mundo se pueden encontrar ejemplos similares: el paratha indio, el naan pakistaní, el alemán flammkuchen…

Existe una creencia errónea acerca de que la pizza fue inventada en realidad por los chinos y dada a conocer en Europa por Marco Polo. Como hemos visto, la base culinaria de la pizza existía en el Mediterráneo en épocas muy anteriores.

La innovación que conformó definitivamente lo que conocemos como “pizza “ fue añadir salsa de tomate en la parte superior de un pan plano convirtiéndose. Durante bastante tiempo después de que el tomate fuera traído a Europa desde América en el siglo XVI, existió la creencia de que ese fruto era venenoso (lo que sí es cierto en el caso de frutas de la familia de las Solanaceae). Sin embargo, a finales del siglo XVIII, en las áreas pobres los alrededores de Nápoles se añadió tomate a un pan plano elaborado con levadura y de esta forma nació la pizza. Este nuevo plato pronto ganó popularidad, convirtiéndose en una atracción gastronómica que atraía a forasteros, que se aventuraban a entrar en las zonas pobres a probar esta especialidad local.

No fue hasta el año 1830 cuando la pizza comenzó a venderse en establecimientos al aire libre, así como por vendedores callejeros. La antigua pizzería Port’Alba en Nápoles es considerada como posiblemente la primera pizzería del mundo. Empezaron a producir pizzas para los viandantes en 1738 y ampliaron a una especie de pizza-restaurante con mesas y camareros en 1830. Hoy día siguen sirviendo pizzas bajo las mismas premisas hoy en día.

Existe una descripción de la pizza en la corte de Nápoles sobre el 1830, obra del escritor francés Alexandre Dumas (padre) en su trabajo Le Corricolo. Escribe que la pizza es la única comida de la gente humilde en Nápoles durante el invierno, y que la pizza "en Nápoles se elaboraba con aceite, tocino, queso, tomate y anchoas".
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