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domingo, 18 de abril de 2010

El origen de la silueta


El apellido de Etienne de Silhouette (1709-1767) ha dado nombre a las siluetas, esas figuras contorneadas, generalmente de carácter caricaturesco. El origen de esta asociación de nombres es ciertamente curioso. Este personaje fue, durante ocho meses del año 1757, Inspector General de Francia, cargo equivalente a lo que hoy en día es un ministro de Economía y Hacienda. En ese corto período de tiempo, tuvo la dudosa doble virtud –nada rara, por cierto, entre los encargados de estos cometidos gubernamentales- de lograr enfurecer en su contra a todos los sectores sociales y de dejar prácticamente en bancarrota las finanzas nacionales francesas.

Nada más ser nombrado para este puesto por Luis XV, poco después del estallido de la Guerra de los Siete Años, se lanzó con decisión a reorganizar la agricultura nacional y el aparato burocrático del Estado y a acabar con el régimen de privilegios fiscales de la nobleza. Sus logros, si no brillantes, al menos fueron inmediatos: la agricultura entró en un caos terrible, los funcionarios se rebelaron contra su decisión de gravar sus ingresos con los mismos impuestos que al resto de los ciudadanos, y la nobleza se escandalizó al ver reducidas drásticamente sus rentas y prebendas. Sin embargo, en un primer momento, el pueblo llano le aplaudió.

Esta popularidad animó a Silhouette a poner en marcha la segunda fase de su programa de reformas: recortar los gastos suntuarios del mismo rey y especialmente las partidas destinadas a las diversiones regias. Luis XV aceptó a regañadientes, pero cuentan las crónicas que paseó su aburrimiento por palacio hasta que acudieron en su ayuda financiera algunos nobles e, incluso, se habilitaron para diversión de su majestad algunas partidas de otros ministerios. Todo fuera porque Madame Pompadour, a la sazón favorita real, no viera mermados ni un ápice sus suntuarios dispendios.

El ejemplo cundió y rápidamente los nobles y demás asalariados de la corte recuperaron sus privilegios con la connivencia de funcionarios situados en puestos clave, que se vieron favorecidos con exenciones fiscales de dudosa legalidad. Sorprendido por la ineficacia de sus medidas –pero no derrotado ni desilusionado-, Silhouette contraatacó con el tradicional último recurso de los ministros de Economía: si no se pueden bajar los gastos públicos, siempre se pueden subir y multiplicar los impuestos. Dicho y hecho, el inspector general promulgó y trató de aplicar todo un conjunto de nuevos impuestos, entre ellos uno sobre el lujo, que gravaba el disfrute de servidumbre, carruajes y, en general, de todo aquello que significara suntuosidad, y que, por cierto, penalizaba la situación de los solteros al aplicarles una tarifa triple.

No satisfecho con ello, puso en vigor también un nuevo impuesto indirecto sobre todos los artículos de consumo, que levantó las iras del pueblo llano. Las protestas arreciaron desde todos los frentes, incluido el Parlamento, y el rey tuvo que intervenir –es de suponer que sin pesar-, desautorizándolo y concediendo dispensas con verdadera fruición.

Así que, Silhouette, desesperado por la mala situación de las finanzas nacionales y sin otra arma a su alcance, tuvo que decretar la suspensión de pagos estatales, acabando de paso con toda posible fuente exterior de financiación y crédito. Cumplidos los ocho meses de su mandato, fue destituido fulminantemente. Pero su figura quedó grabada en la mente de todos los franceses y comenzaron a florecer las burlas y las chanzas de todo tipo dirigidas a su persona: se fabricaron calzones a la silhouette, esto es, sin bolsillos –el ministro, en opinión del pueblo había intentando hacerlos innecesarios- y, según una moda al uso, se hicieron tan famosas sus caricaturas en sombra que el pueblo dio en llamarlas siluetas.

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