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lunes, 31 de mayo de 2010

Cuáqueros: una secta temblorosa


Los cuáqueros son los miembros de una secta religiosa fundamentalista, derivada del puritanismo, fundada en 1647 en Inglaterra por George Fox con el nombre de Sociedad de los Amigos.

La secta pasó pronto a las colonias norteamericanas –fundamentalmente a Pensilvania y Nueva Jersey-, donde se consolidó y desde donde se expandió merced preferentemente a la labor propagandística de William Penn.

Los cuáqueros no admiten sacramentos ni prestan juramento en los tribunales de justicia, propugnan la sencillez de costumbres y afirman que reciben directamente la inspiración del Espíritu Santo, por lo que no reconocen jerarquía eclesiástica alguna. Entienden la fe como una experiencia mística personal, fundada en la iluminación interior y en la gracia. Son pacifistas y objetores de conciencia, mostrándose partidarios de la fraternidad mundial.

El origen del nombre que los identifica tiene dos versiones. Según la primera, se debe a que su fundador, George Fox, conminó en una ocasión a un juez a “que temblara (to quake) en nombre del Señor”. La segunda versión explica que la palabra proviene de que los miembros de la secta “tiemblan” al tomar la palabra en sus templos.
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domingo, 30 de mayo de 2010

Shangri-La: la morada celestial


Cuando el escritor inglés James Hilton (1900-1954) decidió situar la acción de su novela de amor y aventuras “Horizonte Perdido” en Shangri-La, conquistó una nueva palabra para el mundo. Publicada en 1933, sedujo la imaginación del público, y mucho más lo logró su posterior versión en cine. Shangri-La y su aislada comunidad ideal fueron consideradas reales.

La ciudad con la que tropezaron los dos aviadores extraviados de Hilton se hallaba en una inexplorada e inaccesible región del Tíbet. Allí, en un monasterio prendido en lo alto de una montaña, 50 lamas (monjes) se dedicaban al cultivo del conocimiento y las artes, dirigidos por el Gran Lama, vidente y descubridor del secreto de la longevidad. Una de sus profecías había sido la de que Shangri-La se vería amenazada por bárbaros del exterior.

Guiados por el principio de la moderación en todas las cosas, los lamas gobernaban a mil tibetanos, quienes vivían en paz y armonía en el fértil valle inferior, donde, en un tramo de 20 km de longitud y 8 de anchura, sembraban gran variedad de cultivos. Una rica veta de oro implicaba que cualquier cosa que no fuese producida en Shangri-La podía ser adquirida en el exterior. Sin embargo, los extranjeros nunca entraban en la ciudad; los lugareños salían del valle y se reunían con aquéllos en sitios acordados.

No es difícil hallar antecedentes de Shangri-La. Las culturas orientales tienen muchas tradiciones sobre un paraíso oculto en la Tierra. Antiguos textos budistas lo llaman Chang Shambhala, y era una fuente de antigua sabiduría. La creencia se extendió: en China se decía que en un valle de las montañas Kunlun vivían inmortales en perfecta armonía, y los hindúes buscaron al norte de los Himalaya un sitio, Kalapa, hogar de “hombres perfectos”. Según una leyenda rusa, seguir el camino de los tártaros a Mongolia llevaba a Belovodye; allí, lejos del mundo, vivían santos en la Tierra de las Aguas Blancas. También los mitos tibetanos y mongoles aludían a tal paraíso.

Si Shangri-La fuera realidad y no fantasía, estaría en el Tíbet, país que bien podría ser considerado el más remoto de la Tierra, de casi imposible acceso y hostil a los extranjeros. Desde su monasterio-ciudadela en Lhasa (ciudad prohibida para los europeos desde 1904), el Dalai Lama regía la vida espiritual y material de sus súbditos. El solo hecho de que pocos extranjeros hubiesen visto Lhasa difundió la creencia de que quienes visitaran la ciudad atestiguarían maravillas. A los monjes y místicos budistas se les atribuían, ciertamente, poderes extraordinarios. Una de sus prácticas más audaces era la del lung gon, en la que, se decía, los fieles vencían la gravedad y reducían el peso de su cuerpo para desplazarse a fantástica velocidad.

La viajera inglesa Alexandra David-Neel pasó 14 años en el Tíbet a principios del siglo XX. Contó que en una ocasión vio a un lama moverse con increíble soltura sin correr: “Parecía elevado del suelo, como si saltara. Se diría dotado de la elasticidad de una pelota”. El tibetano que la acompañaba la previno de detenerlo, pues interrumpir su meditación le causaría la muerte.

David-Neel pertenecía a la Sociedad Teosófica (secta esotérico-religiosa con raíces en el budismo, fundada en 1875), lo cual influyó seguramente en sus impresiones de la vida tibetana. Sin embargo, sus afirmaciones fueron repetidas por el viajero ruso Nicolás Roerich, quien visitó a menudo ese país y registró lo que había visto allí en “Shambhala”, publicado en 1930 (Shambhala se ha convertido en sinónimo de Shangri-La). Es indudable que James Hilton se basó en esta obra y en los diarios de David-Neel para la redacción de “Horizonte Perdido”.

También la tradición budista de un paraíso subterráneo llamado Aghartha ha sido asociada con Shambhala. En su expedición de 1924 por las montañas Altái de Mongolia, un lama informó a Roerich de que Shambhala era una gran ciudad al centro de Aghartha, desde donde gobernaba “el rey del mundo”; Agharta, dijo, se enlazaba con todas las naciones del orbe mediante túneles subterráneos.

El escritor inglés Edward Bulwer-Lytton también describió, en su novela “La raza venidera” (1871), un universo bajo la corteza terrestre habitado por una raza superior, los vril-ya. Por medio de la utilización del vril –energía psicoquinética particularmente desarrollada por el dominante sexo femenino-, los vril-ya planeaban conquistar el “mundo superior”.

La idea de una raza suprema dotada de poderes místicos llamó la atención tanto de los ocultistas como de los nazis. Adolf Hitler creía en la existencia de una raza superior que moraba bajo la tierra, e incluso mandó buscar en minas alemanas, suizas e italianas el acceso a su reino.

No deja de ser paradójico que bárbaros emparentados con los profetizados por el Gran Lama de “Horizonte Perdido” hayan buscado para sus propósitos muy particulares la utopía secreta, donde hombres rectos viven en paz y armonía. Shangri-La sigue siendo símbolo de un sitio sereno y tranquilo en donde se da satisfacción a todos los deseos humanos.
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sábado, 29 de mayo de 2010

Creso: la inconstante fortuna


Herodoto nos ha legado varios relatos a propósito de este rey de Lidia, cuyas riquezas y trágico destino dejaron huella en la imaginación de los clásicos. Algunos son falsos, otros dudosos y son incontables los apócrifos. Esto no impidió que el monarca se instalara con fuerza en la leyenda, que todavía hoy sirve de patrón en materia de multimillonarios.

Creso, último príncipe de la dinastía de los Memnades y último soberano de Lidia, reinó entre 561 y 546. Era hijo del rey Aliato y de una princesa de Caria. Sucedió a su padre tras haber sido gobernador del país durante unos 12 años.

Monarca poderoso y conquistador, sólo pensó en ampliar sus dominios y acrecentar, en consecuencia, sus riquezas, que pronto llegaron a ser proverbiales. Tras congraciarse con los espartanos, empezó a extender su imperio con un apetito voraz que despertó la admiración de sus contemporáneos. En el oeste, sometió las ciudades griegas de Jonia al pago de un tributo, y en el este, amplió las fronteras de su reino hasta más allá del río Halis.

La existencia de los tesoros que acumuló en Sardes, su capital, así como sus relaciones con el oráculo de Delfos, están atestiguadas por fuentes fidedignas. En cambio, la visita que, al parecer, le hiciera al arconte Solón no está comprobada. Sin embargo, pervive y es la que, a modo de parábola, da sentido a la existencia del rey multimillonario.

Se cuenta, en efecto, que Creso, creyendo ser el más feliz de los hombres, tuvo la nefasta idea de preguntarle a Solón, hombre de gran fama y amplia cultura, su parecer. Como filósofo que era, el sabio esbozó un gesto de duda, puso cara de circunstancias y afirmó en tono sentencioso que “nadie podía considerarse feliz antes de su muerte”. El rey no tenía un alma tan sombría como Solón. Razonó con sensatez diciéndose en su fuero interno que si no podía considerarse feliz antes de su muerte, menos posibilidades aún tendría de decirlo después, lo cual le pareció desalentador. Así que se encogió de hombros con indiferencia y siguió gozando tranquilamente de la vida.



Sin embargo, poco después, Ciro, rey de los persas, le declaró la guerra, amenazando con incorporar a su imperio todo el reino. Creso, que era un político hábil, se apresuró como de costumbre, a consultar al oráculo de Delfos, el cual respondió que “si cruzaba el Halis destruiría un gran reino”. Creso siguió al pie de la letra estos sanos consejos sibilinos, cruzó el río con su ejército y derrotó por completo a los persas; luego, tras su regreso, licenció a sus soldados pensando que se había deshecho definitivamente de su enemigo y volvió de nuevo a contar alegremente sus tesoros.

Pero no contaba con la obstinación del Gran Rey que, aprovechando el invierno, organizó una brusca ofensiva y puso sitio a las murallas de Sardes. Creso fue vencido y hecho prisionero, y Ciro, que no brillaba por su clemencia, le hizo probablemente pasar a mejor vida siguiendo la moda de entonces.

Una leyenda más risueña afirma, sin embargo, que el rey persa salvó en el último momento la cabeza de Creso de forma imprevista. Al subir a la hoguera donde iban a quemarle, se lamentó al parecer: “¡Ah, Solón, Solón, qué ciertas eran tus palabras!” A Ciro, como a todos los hombres de la Antigüedad, le gustaban las adivinanzas incomprensibles. Al oír estas misteriosas palabras, pensó que era un oráculo y preguntó qué querían decir. Conmovido hasta el llanto al oír la explicación, no sólo otorgó clemencia a su enemigo, sino también su protección. Según esta inverosímil leyenda, Creso, elevado al rango de consejero particular del Gran Rey, concluyó felizmente su vida en la corte de Ciro y Cambises.
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viernes, 28 de mayo de 2010

El origen de la palabra "anfitrión"


La palabra “anfitrión” recuerda al rey de Tebas, Anfitrión, hijo de Alceo y de Hipponoma y nieto de Perseo. Este rey tebano estaba casado con una bella mujer llamada Alcmena, de la que se enamoró Zeus. Aprovechando la ausencia del marido por asuntos de guerra, el dios tomó su apariencia y obtuvo los favores de Alcmena. Sobre esta historia escribieron sendas obras dramáticas Plauto (214 a.C.) y Molière (1668). En la versión de este último, al final de la obra, el criado de Anfitrión, llamado Sosia –con cuyo nombre, precisamente, se designa desde entonces a la persona tan parecida a otra que puede pasar por ella-, exclama: “El verdadero anfitrión es el Anfitrión en casa del cual se cena”. Esta frase de la obra de Molière se hizo muy popular y desde entonces el nombre de Anfitrión pasó a designar –primero en Francia y luego en el resto de Europa- al que abre su casa para recibir a unos invitados.
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martes, 4 de mayo de 2010

1949- Cabeza VI - Francis Bacon


El papa Inocencio X era un príncipe de la Iglesia y un amante exigente de las artes, pero se decía que tenía menos influencia en la curia vaticana que la viuda de su hermano, cuya intercesión buscaban cardenales y embajadores. Pese a todo, se pensaba que Inocencio X era un buen papa; especialmente en España. Había tomado partido por los españoles en varias disputas reales y Diego Velázquez, el pintor del rey Felipe IV, pintó su retrato en 1650. Cerca de trescientos años más tarde, ese retrato se convirtió en la obsesión de un artista muy moderno.

Francis Bacon nació en 1909, de padres ingleses que vivían en Dublín, pero su fascinación por el cuadro no empezó hasta 1949: “Creo que es uno de los mejores retratos que se han hecho nunca y estoy obsesionado con él. Compro un libro tras otro donde aparece esta ilustración del papa [Inocencio X], de Velázquez, porque me persigue y despierta en mí todo tipo de sensaciones…”

Bacon ejecutó más de veinticinco variaciones de la obra de Velázquez, entre ellas “Cabeza VI”. El cuadro muestra el busto del papa, con la bata color lila en armonía con los tonos amarillos del fondo. El gesto de la boca proyectando un sonoro grito y la cabeza mutilada son típicos de la obra del pintor, al igual que el enclaustramiento de la figura protagónica, que aquí aparece confinada en un cubo transparente. Del birrete del cuadro de Velázquez sólo queda el cordón que baja desde más arriba del cuadro hasta la pontificia nariz entre los dos ojos ausentes. Los brochazos verticales amarillos, más fuertes hacia los costados del cuadro, generan la impresión de una cortina que difumina la realidad de la imagen, adquiriendo con ello la obra un matiz aún más onírico.

Bacon dijo que había tratado de trabajar la pintura para que se pareciera a la piel de un hipopótamo, aunque en otros aspectos pintó el cuadro para que fuera “como Velázquez”. Sin embargo, Bacon no había visto nunca el retrato original, que está en la Galería Doria Pamphili, de Roma. Bacon afirmaba que durante dos o tres años estaba tan extasiado por el retrato que intentó pintar una obra igual. Pensaba que, en parte, lo que le intrigaba era el magnífico manejo del color. O quizá, el alto cargo de Inocencio X, que contemplaba el mundo desde el trono de un soberano. El Papa tenía el aspecto de un héroe trágico. Esto es lo que Bacon quería retratar, pero, a diferencia de Velázquez, desgarraba la fachada oficial para desvelar al hombre interior. El papa Inocencio X de Bacon es una persona privada, un ser solitario en un escenario frío, indiferente y encerrado y cuyos sufrimientos, consecuencia de la soledad, le son arrancados en un grito… como si su aislamiento hubiera provocado un miedo claustrofóbico.

Es posible que “Cabeza VI” nos recuerde “El extranjero”, de Albert Camus; “A puerta cerrada”, de Jean Paul Sartre; quizá incluso “El acorazado Potemkin”, de Sergei Eisenstein. La película de la revolución rusa de 1925 contiene un primer plano brutal: una mujer que grita es alcanzada en un ojo por una bala y pierde el control del cochecito que empujaba. La escena es una destilación del miedo existencial. Bacon tenía una copia de ese fotograma colgada en su estudio mientras pintaba “Cabeza VI”.
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domingo, 2 de mayo de 2010

¿Por qué se suicidan los lemmings?


En realidad, estos roedores que habitan en las tundras, taiga y praderas árticas, no se suicidan en masa como mucha gente cree.

La idea de suicidio parece que tiene su origen en el trabajo de algunos naturalistas del siglo XIX que presenciaron –aunque no comprendieron- el ciclo de explosión demográfica de cuatro años que suele tener lugar entre las poblaciones del lemming noruego. Los lemmings tienen una capacidad reproductiva fenomenal. Una hembra puede llegar a dar a luz a ochenta crías al año. Los escandinavos llegaron a creer que estos animalillos surgían espontáneamente creados por el propio clima.

Lo que realmente sucede es que inviernos suaves tienen como consecuencia superpoblación y, por lo tanto, falta de alimento. Los lemmings comienzan entonces a moverse a la búsqueda de pastos –se alimentan de hierba, raíces y frutos- hacia territorios que no conocen. Cuando surge un obstáculo natural, bien sean acantilados, ríos o la orilla del mar, los animalillos comienzan a amontonarse, incapaces de franquear la barrera pero imposibilitados para regresar porque sus congéneres siguen apelotonándose detrás. Aparece el pánico y la violencia, suceden accidentes… pero no es suicidio.

Existe otro mito relacionado con la idea del suicidio en masa: que fue inventado en 1958 para una película documental de Walt Disney, “White Wilderness”. Es cierto que el filme era un montaje: fue rodado en el estado canadiense de Alberta, que no tiene mar y los lemmings tuvieron que ser transportados desde lugares muy alejados de Manitoba. Las escenas de la “migración” se hicieron utilizando unos pocos animales moviéndose por un plato giratorio cubierto de nieve; y la conocida escena final, en la que los lemmings se tiran al mar y a la muerte, se rodó por el expeditivo método de tirarlos al río. Pero la verdad es que Disney fue sólo responsable de recrear una historia que ya circulaba desde el siglo XIX.
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