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lunes, 28 de junio de 2010

Levitación magnética


En la ciencia ficción los campos de fuerza se utilizan a menudo como plataformas para desafiar la gravedad. En la película “Regreso al futuro” (1985), Michael J.Fox monta una “tabla flotante” que se parece a un monopatín excepto en que flota sobre la calle. Tal dispositivo antigravedad es imposible según las leyes de la física tal como hoy las conocemos. Pero tablas flotantes y coches flotantes ampliados magnéticamente podrían hacerse realidad en el futuro y darnos la capacidad de hacer levitar grandes objetos a voluntad. En el futuro, si los “superconductores a temperatura ambiente” se hacen una realidad, podríamos ser capaces de hacer levitar objetos utilizando el poder de campos de fuerzas magnéticos.

Si colocamos dos imanes próximos uno a otro con sus polos norte enfrentados, los dos imanes se repelen. (Si damos la vuelta a su imán de modo que el polo norte de uno esté frente al polo norte del otro, entonces los dos imanes se atraen). Este mismo principio, que los polos norte se repelen, puede utilizarse para levantar pesos enormes del suelo. Varios países ya construyen trenes avanzados de levitación magnética (trenes maglev) que se ciernen sobre las vías utilizando imanes ordinarios. Puesto que la fricción es nula, pueden alcanzar velocidades récord, flotando sobre un cojín de aire.

En 1984 empezó a operar en el Reino Unido el primer sistema maglev comercial del mundo, que cubre el trayecto entre el aeropuerto internacional de Birmingham y la cercana estación de ferrocarril internacional. También se han construido trenes maglev en Alemania, Japón y Corea, aunque la mayoría de ellos no están diseñados para alcanzar grandes velocidades. El primer tren maglev comercial que funciona a alta velocidad es el de la línea de demostración del segmento operacional inicial (IOS) de Shanghai, que viaja a una velocidad máxima de 430 km/h. El tren maglev japonés en la prefectura de Yamanashi alcanzó una velocidad de 580 km/h, más rápido incluso que los trenes de ruedas convencionales.

Pero estos dispositivos maglev son muy caros. Una manera de aumentar su eficacia sería utilizar superconductores, que pierden toda la resistencia eléctrica cuando son enfriados hasta cerca del cero absoluto. La superconductividad fue descubierta en 1911 por Heike Kamerlingh Onnes. Cuando ciertas sustancias se enfrían por debajo de 20 º Kelvin sobre el cero absoluto (0 ºK o -273 º C), pierden toda su resistencia eléctrica. Normalmente, cuando bajamos la temperatura de un metal, su resistencia disminuye (esto se debe a que las vibraciones aleatorias de los átomos dificultan el flujo de electrones en un cable. Al reducir la temperatura se reducen estos movimientos aleatorios, y la electricidad fluye con menos resistencia). Pero para gran sorpresa de Kamerlingh Onnes, encontró que la resistencia de ciertos materiales cae abruptamente a cero a una temperatura crítica.

Los físicos reconocen inmediatamente la importancia de este resultado. Las líneas de transporte de electricidad sufren pérdidas importantes cuando transportan la electricidad a grandes distancias. Pero si pudiera eliminarse toda la resistencia, la potencia eléctrica podría transmitirse casi gratis. De hecho, si se hiciera circular la electricidad por una bobina superconductora, la electricidad circularía durante millones de años sin ninguna reducción en la energía. Además, con estas enormes corrientes eléctricas sería fácil hacer electroimanes de increíble potencia. Con ellos podrían levantarse pesos enormes con facilidad.

Pese a todos estos poderes milagrosos, hay un serio problema con la superconductividad: resulta que es muy caro mantener sumergidos grandes electroimanes en tanques de líquido superenfriado. Se requieren enormes plantas de refrigeración para mantener los líquidos a bajísimas temperaturas, lo que hace prohibitivamente caros los imanes superconductores.

Pero quizá un día, los científicos sean capaces de crear un “superconductor a temperatura ambiente”, el Santo Grial de los físicos del estado sólido. La invención de superconductores a temperatura ambiente en el laboratorio desencadenaría una segunda revolución industrial. Sería tan barato conseguir potentes campos magnéticos capaces de elevar coches y trenes que los coches flotantes se harían económicamente viables. Con superconductores a alta temperatura podrían hacerse realidad los fantásticos coches volantes que se ven en “Regreso al Futuro”, “Minority Report” o “La guerra de las galaxias”.

En teoría, se podría llevar un cinturón hecho de imanes superconductores que permitiría levitar sin esfuerzo. Con tal cinturón, uno podría volar en el aire como Superman. Los superconductores a temperatura ambiente son tan notables que aparecen en muchas novelas de ciencia ficción (tales como la serie Mundo Anillo, comenzada en 1970 por Larry Niven).

Durante décadas, los físicos han buscado superconductores a temperatura ambiente sin éxito. Ha sido un proceso tedioso de ensayo y error, probando un material tras otro. Pero en 1986 se descubrió una nueva clase de sustancias llamadas “superconductores a alta temperatura” que se hacen superconductoras a unos 90 grados sobre cero absoluto o 90 K, lo que causó sensación en el mundo de la física. Parecía que se abrían las compuertas. Mes tras mes, los físicos competían por conseguir el próximo récord mundial para un superconductor. Durante un tiempo pareció que la posibilidad de superconductores a temperatura ambiente saltaba de las páginas de las novelas de ciencia ficción a nuestras salas de estar. Pero tras algunos años de movimiento a velocidad de vértigo, la investigación en superconductores a alta temperatura comenzó a frenarse.

Actualmente, el récord mundial para un superconductor a alta temperatura lo tiene una sustancia llamada óxido de cobre y mercurio, talio, bario y calcio, que se hace superconductor a 138 K (-135ºC). Esta temperatura relativamente alta está todavía muy lejos de la temperatura ambiente. Pero este récord de 138 K sigue siendo importante. El nitrógeno se licua a 77 K, y el nitrógeno líquido cuesta casi lo mismo que la leche ordinaria. De modo que podría utilizarse nitrógeno líquido para enfriar esos superconductores a alta temperatura a un coste muy bajo. (Por supuesto, los superconductores a temperatura ambiente no necesitarían ser enfriados).

Resulta bastante embarazoso que por el momento no exista ninguna teoría que explique las propiedades de estos superconductores a alta temperatura. De hecho, un premio Nobel aguarda al físico emprendedor que pueda explicar cómo funcionan los superconductores a alta temperatura. (Están formados por átomos dispuestos en diferentes capas. Muchos físicos teorizan que esta estratificación del material cerámico hace posible que los electrones fluyan libremente dentro de cada capa, creando un superconductor. Pero sigue siendo un misterio cómo sucede con exactitud).

Debido a esa falta de conocimiento, los físicos tienen que recurrir a procedimientos de ensayo y error para buscar nuevos superconductores a alta temperatura. Esto significa que los míticos superconductores a temperatura ambiente pueden ser descubiertos mañana, el año que viene o nunca. Nadie sabe cuándo se encontrará una sustancia semejante, si es que llega a encontrarse.

Pero si se descubren superconductores a temperatura ambiente, podría desencadenarse una marea de aplicaciones comerciales. Campos magnéticos un millón de veces más intensos que el campo magnético de la Tierra (que es de 0,5 gauss) podrían convertirse en un lugar común.

Una propiedad común de la superconductividad se denomina efecto Meissner. Si colocamos un imán sobre un superconductor, el imán levitará, como si estuviera mantenido por una fuerza invisible. (La razón del efecto Meissner es que el imán tiene el efecto de crear un imán “imagen especular” dentro del superconductor, de modo que el imán original y el imán “imagen” se repelen. Otra manera de verlo es que los campos magnéticos no pueden penetrar en un superconductor; por el contrario, los campos magnéticos son expulsados. Por ello, si se mantiene un imán sobre un superconductor, sus líneas de fuerza son expulsadas por este último, y así las líneas de fuerza empujan al imán hacia arriba, haciéndolo levitar).

Utilizando el efecto Meissner, podemos imaginar un futuro en que las carreteras estén construidas con estas cerámicas especiales. Entonces, imanes colocados en nuestros cinturones o los neumáticos de nuestros automóviles nos permitirían flotar mágicamente hasta nuestro destino, sin ninguna fricción ni pérdida de energía.

El efecto Meissner actúa solo en materiales magnéticos, tales como metales. Pero también es posible utilizar imanes superconductores para hacer levitar materiales no magnéticos, llamados paramagnéticos y diamagnéticos. Estas sustancias no tienen propiedades magnéticas por sí mismas: solo adquieren sus propiedades magnéticas en presencia de un campo magnético externo. Las sustancias paramagnéticas son atraídas por un imán externo, mientras que las diamagnéticas son repelidas por un imán externo.

El agua, por ejemplo, es diamagnética. Puesto que todos los seres vivos están hechos de agua, pueden levitar en presencia de un potente campo magnético. En un campo magnético de unos 15 teslas (30.000 veces el campo de la Tierra), los científicos han hecho levitar animales pequeños, como ranas. Pero si los superconductores a temperatura ambiente se hicieran una realidad, sería posible hacer levitar también grandes objetos no magnéticos gracias a su carácter diamagnético. Los científicos estiman que estas fantasías propias de la ciencia ficción podrían convertirse en realidad dentro de un siglo.
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sábado, 26 de junio de 2010

¿Por qué los bebés se lo llevan todo a la boca?


En los primeros seis meses de su vida, ese pequeño ser humano ve con poca nitidez y en tonos grises. Poco a poco, su cerebro consigue identificar las distancias y percibir con más nitidez los contornos, por lo que el bebé dispone de una nítida visión espacial. Para entrenar a su cerebro en la correlación entre percepción y evaluación espacial, al pequeño le ayuda mucho poder palpar los objetos e introducirlos en su boca.
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El Papa pillado in fraganti


Juan XII (937-964) fue elegido papa a la edad de 17 años. Nada más tomar posesión de su supremo cargo eclesiástico, enajenó gran parte del tesoro pontificio para atender sus deudas de juego y continuar su escandalosa vida. Durante todo su papado, dominó Roma ayudado por una pandilla de asesinos a sueldo y convirtió el palacio pontificio, en palabras de sus enemigos, “en un burdel repleto de sus muchas amantes”. Incluso se llegó a afirmar que este depravado papa violaba a las peregrinas en el propio templo de San Pedro. Cierto día, a comienzos de mayo del año 964, Juan XII fue sorprendido in fraganti por el esposo de la dama con quien yacía en el lecho. El indignado esposo, sin atender a tiaras ni purpúreas santidades, la emprendió a golpes con el pontífice propinándole tal paliza que Juan XII murió tres días después a consecuencia de los golpes. Hay otra versión, igualmente bochornosa, que afirma que murió de apoplejía en pleno acto sexual.
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jueves, 24 de junio de 2010

Marco Polo:¿aventurero o farsante? (2)


Los Polo estuvieron aproximadamente 17 años en China. Cada vez que la familia manifestaba su intención de volver a casa, Kublai encontraba una excusa para retenerlos. Finalmente, en 1292 (1290 según otras fuentes), el emperador accedió a dejarlos partir, no sin antes encomendarles una última misión: escoltar a una joven princesa china, Cocacin, hasta Persia, donde iba a contraer matrimonio con el primer mandatario del país.

La ruta terrestre estaba bloqueada debido a conflictos y guerras internas, por lo que el viaje se realizaría por mar. La flota con la que contaron constaba de 14 navíos más grandes que cualquier otro que Marco hubiese visto antes. Los barcos venecianos a los que estaban acostumbrados los Polo eran naves sólidas pero pequeñas, diseñadas para las tranquilas aguas del Mediterráneo y el mar Negro. Estos, sin embargo, eran grandes juncos preparados para surcar los océanos, cuyas bodegas tenían capacidad para almacenar no sólo provisiones para dos años, sino todo lo que los Polo habían ido acumulando durante su larga estancia en China. Y esto no era poco importante. Si hubieran viajado por tierra, habrían perdido la mayor parte de su cargamento en concepto de impuestos regionales, chantajes y sobornos. Ahora tenían un pasaje para Persia que les permitiría evitar esos gravámenes y por el que no tendrían que pagar nada.

Así, cargados con sus mercancías, la princesa Cocacin y otra princesa de reserva para el caso de la que la primera muriera, la flota zarpó hacia Persia. Como era entonces práctica universal, navegaban cerca de la costa, lo que permitió a Polo añadir toques exóticos a su diario. Describió las costas de Sri Lanka, India y Arabia y pretendió haber estado también en Zanzíbar y Madagascar que, dijo, estaba al fin del mundo. Informó también de un par de extrañas islas en el océano Índico, una de las cuales estaba habitada por hombres, la otra por mujeres; ambas poblaciones se juntaban entre marzo y mayo para procrear y después de separaban de nuevo. Los niños eran criados en la isla femenina hasta que cumplían 14 años, momento en el cual eran separados según su sexo.

Por alguna razón –piratería, enfermedad, guerras locales o naufragios- la flota perdió 540 hombres y varios navíos durante el viaje. Pero los Polo estuvieron entre los supervivientes y al final consiguieron arribar a Ormuz, donde se encontraron con el mismo nefasto lugar que a la ida, dos décadas antes. Habían esperado entregar a la princesa y volver a partir rápidamente para Venecia, pero se encontraron con otro problema. El kan había muerto durante su viaje, y su sucesor no quería princesas chinas. Les dijo a los Polo que le llevaran a Cocacin a su hijo, que entonces se encontraba en la frontera norte. Así que, otra vez por tierra, allá fueron los venecianos. Los Polo asistieron a las fiestas nupciales y luego se dirigieron hacia el mar Negro y Constantinopla. Al pasar por Trebisonda fueron asaltados y despojados de buena parte de sus pertenencias. Finalmente, en 1295, llegaron a Venecia. Habían estado 24 largos años fuera y cuando les preguntaron dónde habían estado, dijeron que en China.

El erudito Giambattista Ramusio recogió en el siglo XVI una leyenda veneciana según la cual los tres Polo habían sido dados por muertos por sus parientes debido a la larga ausencia. Cuando llamaron a la puerta de su casa vestían harapos y ropas tártaras, hablaban con acento extraño y estaban irreconocibles, pero consiguieron que les creyeran con otro gesto teatral: rasgaron el forro de sus abrigos y de ellos brotaron rubíes, brillantes y esmeraldas.

Marco había salido por la puerta de casa siendo un chico de 17 años y volvía convertido en un hombre de 41, pero sus aventuras no habían terminado. Al poco se vio afectado por el conflicto que enfrentaba a su ciudad con Génova, otro emporio comercial italiano, y fue hecho prisionero durante las hostilidades. Algunas fuentes señalan que armó una galera y fue apresado durante la batalla de Cúrcola, pero este dato no es seguro, de manera que lo más probable es que fuera capturado en un encuentro entre mercaderes armados. Sea como fuera, la cuestión es que Marco Polo fue a dar con sus huesos a una prisión genovesa, donde tuvo otro encuentro que cambiaría su vida.

Compartió celda y penalidades con un pisano de aficiones literarias. Se llamaba este hombre Rusticello y bien poco sabemos de él, pues no se tienen por ciertas ni la fecha de su nacimiento ni la de su muerte. El tal Rusticello compilo en francés una obra llamada “Meliandus y Giron le Courtois”, muy apreciada entonces entre el público y que abrió las puertas de la leyenda del rey Arturo a los lectores italianos. Se sabe de él que era notario, que estuvo en la corte de Enrique III de Inglaterra y que a consecuencia de la batalla de Maloria (1284) fue a dar con sus huesos a una cárcel genovesa, donde coincidió con el veneciano. Rusticello ha pasado a la historia por una especialidad que dentro del oficio de las letras no está demasiado bien vista: era un negro, ese que escribe por otro. Marco Polo, en las largas horas de reclusión, contó a su compañero de desdichas sus peripecias, y éste, como buen autor de “best sellers” de la época, lo convirtió en un texto épico que, a entender de no pocos eruditos, adornó a su gusto en las escenas bélicas y recreándose en episodios caballerescos, tan solicitados por los lectores de esos tiempos. Su título completo fue “El Libro de Marco Polo, ciudadano de Venecia, llamado Millón, donde se cuentan las maravillas del mundo”; pero de forma más reducida también se conoce como “El Libro de las Maravillas” o “El Millón”.

El “Libro de las Maravillas” es una obra trascendental. Describe todas las regiones que recorrió Marco Polo y aporta abundante información sobre todas las peculiaridades que le sorprenden de ellas: política, ejército, agricultura, economía, administración y hasta prácticas sexuales. Asimismo, se ocupa de todas las confesiones religiosas con las que se topa: maniqueos, budistas o nestorianos. También se refiere a todos los países vecinos de la China de Kublai, y es el primer occidental en describir Siam, Japón, Java, Cochinchina, Ceilán, India o Tíbet. Para la Europa del Medioevo, la obra de Marco Polo supuso la primera toma de contacto con la auténtica Catay.

Visto su estilo y contenido, puede decirse que El Libro de las Maravillas no es solamente un texto de viajes, sino que parece el legado de un periodista que abre sus ojos ante un mundo desconocido, es un maravilloso fresco de todas aquellas tierras y pueblos que conoce en su travesía y lo ofrece a aquellos a quien puede interesar, tal como se deduce del inicio del texto redactado por Rusticello en prisión: “Señores, emperadores y reyes, duques y marqueses, condes, caballeros y burgueses, y todos aquellos que queráis conocer las diferentes razas de hombres y la variedad de las diversas regiones del mundo, e informaros de sus usos y costumbres…”.

Aunque el relato es una de las grandes obras de la literatura, por desgracia, el manuscrito original se ha perdido. Algo sí tienen claro los críticos: es un libro que se ha ido haciendo mayor a medida que iba siendo traducido y revisado por los que abordaban su tratamiento con posterioridad al dúo compuesto por el veneciano y el pisano.

Todos los estudiosos aceptan que el núcleo de la información que facilita Marco Polo es fidedigno, aunque sea exagerado. Por ejemplo, nos acerca la leyenda de la secta de los Asesinos y de su líder, el Viejo de la Montaña, y se recrea en aquellos aspectos que pueden ser de utilidad a su oficio de mercader, como las especias exóticas, el petróleo de Armenia o las piedras preciosas, y redacta como un hombre que asiste estupefacto al descubrimiento de un mundo que hasta entonces ha permanecido oculto a los ojos de su gente.

El éxito editorial fue impresionante. Ya hemos citado a Ramusio, quien dos siglos después estudió la figura del viajero. Este erudito asegura que, a los pocos meses de la aparición del texto, toda Italia hablaba de él. En los siguientes 25 años el libro fue traducido al francés, al toscano y posiblemente al alemán. El dominico fray Pepino lo trasladó al latín, trabajo que aprovechó para arremeter contra el Islam y Mahoma siempre que pudo. En 1503 apareció la primera versión en castellano, que debemos a Rodrigo de Santaella.

Ahora bien, que le acompañara el éxito no quiere decir que la figura de Marco Polo y todas sus aventuras no hayan sido puestas en tela de juicio. Es más, no falta quien le define de forma muy poco cariñosa: como un espectacular farsante. En el siglo XVIII salió a la luz por vez primera la tesis de que ni él ni su padre ni su tío hubieran estado jamás en China: eran unos mentirosos y unos charlatanes. Otro dato se presenta como cargo contra Marco: que su libro se conociera en su tiempo como El Millón. También aquí hay dos argumentos contrapuestos. Uno, que en los últimos años de su vida, la familia compró una residencia en Venecia que había pertenecido a una saga de mercaderes llamada Villone, y que de alguna manera adoptaron este apellido del que se deriva una corrupción, “millione”. Otro, desfavorable, es que desde el primer momento se consideró que su narración era una exageración tras otra, y que se citaba mucho cifras de millones, que era algo absolutamente inusual y desorbitado en la época. Por ello, este título era una sátira del contenido.

La hipótesis del fraude persiste en nuestros días y hay un hecho sustancial que apoyaría tal acusación: la presencia de unos occidentales en los círculos de poder de Kublai Kan hubo de ser un acontecimiento notable y extraordinario en la China del siglo XIII, que tuvo que quedar registrado en alguna parte. Pues bien, en las fuentes chinas no hay ni rastro de los Polo, algo bastante inexplicable.

En el siglo XX nuevos expertos se han unido a este debate. Herber Franke ha señalado que la presencia de Marco en la corte del kan es un problema que no está resuelto. En 1999, Frances Wood, directora del departamento chino de la Biblioteca Británica publicó un libro donde recogía sus estudios en torno al viajero y en el que abiertamente cuestionaba la veracidad del relato del veneciano. No se puede negar que la disección a que ha sido sometido “El libro de las Maravillas” arroja algunas sombras. Una de ellas es la citada del vacío que hay en torno a su figura en las fuentes chinas; otra es que su texto adolece de conocimientos de las costumbres del país donde dijo residir. Pero las principales dudas se suscitan en torno a dos episodios que se relatan en el volumen y que vale la pena describir.

El primero es que Marco Polo se nos presenta como gobernador de Yangzhou durante tres años. Ésta no era una ciudad cualquiera, pues el ámbito de su dominio administrativo era muy amplio. Pues bien, los anales chinos de los mandatarios de este territorio son muy completos y en ellos no figura extranjero alguno ni ningún nombre que se pueda asimilar a Polo. Y el segundo es que se presenta como uno de los ingenieros militares importantes de la toma de Saianfú, la última urbe del Imperio Song que se rindió a Kublai y que está a orillas del río Han. Ahí, Marco, su padre y su tío supervisaron la construcción de las catapultas que colaboraron a derribar la resistencia de los ejércitos del kan. Tal aseveración presenta problemas insalvables. La principal es que la batalla tiene fecha: 1273. Es decir, dos años antes de que los Polo aparecieran en China. O sea, que mientras Kublai acababa con sus enemigos, los Polo estaban camino de su corte, no en su corte. La segunda es que fuentes persas nos han legado el nombre de los encargados de las catapultas, y eran grupos familiares que procedían de Baalbek y Damasco.

Otra duda que se presenta a los detractores de Marco es el idioma, lo que suscita una curiosa dificultad. Hay autores que afirman que Marco hablaba chino, pero la mayoría opina que no. De hecho, usa nombres persas para los datos geográficos. Él mismo presumió de manejarse en cuatro lenguas, pero nunca especificó cuáles. Biógrafos del aventurero creen que se defendía en uigur, mongol y persa, lo cual no es moco de pavo. Pero de chino, ni palabra. ¿Cómo se relacionaba entonces con Kublai, él que era un funcionario tan principal? En la vida real, cuando vas a un país que no es el tuyo y no hablas el idioma, estas perdido.

Frances Wood y otros opinan que, en realidad, Marco Polo y sus familiares no pasaron nunca del mar Negro y Constantinopla, y que lo único que hizo fue recopilar lo que le contaban mercaderes árabes y lo que consiguió averiguar de fuentes persas, en especial de los libros escritos por Rasid od Din. Persa de nacimiento, judío de origen pero convertido al Islam, Rasid fue un verdadero erudito. Escribió una colección de relatos en los que describió a todos los pueblos que tuvieron relación con la expansión mongola, incluyendo también a los francos, los cristianos de Occidente, lo que lo convierte en una fuente imprescindible para conocer cuál era la visión oriental sobre los europeos.

Pero veamos ahora la cuestión desde otra perspectiva: si Marco Polo no pisó China, ¿dónde estuvo? Tan difícil es aceptar la verdad íntegra de su peripecia como imaginarlo 24 años escondido en las tabernas de Constantinopla o en las factorías del mar Negro tomando notas de lo que le contaban. Tanto en uno como en otro lugar había otros mercaderes que hubieran denunciado el fraude. Además, hay intelectuales chinos que han aceptado que sí pasó por su país, como Li Tse-Fen o el profesor Dan Baohai, de la Universidad de Pekín. Así que, tal vez, nos deberemos quedar en una postura intermedia: Marco Polo no fue un farsante, pero sí un vanidoso, un presumido. A lo mejor sí estuvo en China, pero es posible que jamás fuera tan amigo de Kublai, ni gobernador de Yangzhou. Tse-fen apuesta porque fue un funcionario intermedio para el control del comercio de la sal, algo que conocía bien ya que era una ocupación propia de muchos empresarios venecianos.

En 1299, probablemente en el mes de junio, los genoveses liberaron a Marco Polo, que regresó a su Venecia natal, de donde ya no se movería. Disfrutó de una notable fama, pero llevó una vida monótona, lejos del exotismo que pregonaba haber conocido. La familia compró una residencia en la isla de Rialto (que se quemó en un incendio en 1596). Se acomodó a la existencia de propietario de fortuna media y tuvo problemas económicos con sus primos, a los que excluyó de su legado. Se casó con Donata Badoer y tuvo tres hijas: Cantina, Bellola y Moreta, que se contrajeron matrimonio con patricios menores. El 9 de enero de 1324 hizo testamento, en el que hacía donaciones a la Iglesia para que socorriera a los pobres y dejó sus pertenencias a sus hijas. Entre ellas había dos cosas que daban fe de su paso por la corte del kan: una joya de oro de piedras y perlas y la tabilla del mismo metal concedida por Kublai que servía de salvoconducto por las tierras del emperador..

Farsante o sincero, fabulador o notario de lo que vio, Marco Polo dejó su huella en la historia. Su libro influyó en las nociones geográficas de su tiempo, como en el Atlas Catalán, editado en 1375. Dos siglos después de su muerte, el relato de Marco Polo era aún la mejor herramienta disponible para el conocimiento de China y los países de los que habló. Un lector compulsivo de su texto fue otro viajero trascendental, Cristóbal Colón.

Hoy en día es difícil encontrar a alguien que no sepa quién es Marco Polo y es tan fuerte su magnetismo que ha eclipsado a todos aquellos que emprendieron su ruta antes que él, incluso a su padre Nicolás y su tío Mateo, a los que sólo se menciona para citar su leyenda. Y acaso ya no importe si a la postre estuvo en China o hizo todo lo que cuenta, porque el mérito no es ser el primero, sino contarlo. La historia también es propaganda.

El domingo 8 de enero de 1324, Marco Polo dejó este mundo que él había hecho más grande. Fue enterrado junto a su padre, en San Lorenzo. Tenía 69 años, y un tercio de ellos estuvo empeñado en aventuras que son, todavía hoy, la envidia de cualquier persona hambrienta de conocimiento. Cuenta la leyenda que en sus últimas horas sus amigos le instaron a retractarse de sus fábulas, para no reunirse con el Creador adornado con la mentira. Y que él respondió: “No he descrito ni la mitad de lo que vi”.
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lunes, 21 de junio de 2010

Marco Polo: ¿aventurero o farsante? (1)


¿Honrado o farsante? ¿Impostor u honesto? ¿Fabulador o sincero? Es lo mismo, porque lo importante de un viaje no es simplemente ir, sino volver y contarlo para que otros puedan aprovechar las experiencias de los pioneros. Y ésta es la trascendencia de Marco Polo: antes de él, la ruta entre Occidente y Oriente era un abismo; tras su Libro de las Maravillas, una autopista señalizada.

En los siglos XIII y XIV, Europa definía el ámbito de la cristiandad, que estaba enfrentada con Oriente Próximo y África, que equivalían al Islam. En España se desarrollaba la Reconquista, y en la otra ribera del Mediterráneo, musulmanes y católicos estaban enfrentados en las Cruzadas. Lo que ocurría más allá de Tierra Santa era campo para la fabulación y la leyenda.

En este ámbito cabe interpretar las primeras noticias que se tienen en Europa de la aparición de una nación belicosa a quien se llamó, por extensión, tártaros, aunque lo correcto es decir mongoles. Así, en 1219, Jacques de Vitry, obispo de Acre, anunciaba la existencia de unos feroces guerreros surgidos de los confines del orbe para ayudar a los soldados de Cristo contra sus rivales naturales. Claro que, cuando los mongoles se asomaron por el este europeo esta percepción cambió y se terminaron las ilusiones de que turcos y árabes fueran mareados en solitario por los nómadas de las estepas.

“El mayor placer que un hombre puede tener es la victoria: conquistar los ejércitos de su enemigo, perseguirlos, privarle de sus posesiones, reducir sus familias a lágrimas, cabalgar en sus caballos y hacer el amor con sus mujeres e hijas”. Si realmente Gengis Khan pronunció estas palabras no está claro. Pero de lo que no cabe duda es que representaban una filosofía que compartía plenamente. En 1207 lideró a sus jinetes fuera de Mongolia iniciando el más ambicioso y brutal programa de conquista que el mundo ha conocido. La velocidad del avance mongol fue asombrosa: en 1233 habían tomado Persia y se habían hecho con la península de Crimea; en 1241 ya poseían Moscú, habían derrotado a los polacos, barrido Moravia y Silesia y ocupado Hungría; en 1261, Siria ya era suya y se hallaban en las fronteras de Egipto; 19 años más tarde, retomando su flanco posterior, conquistaron China, poniendo esa nación de 90 millones de personas bajo su control. Ocuparon también el norte de la India y lo único que les impidió apoderarse de Japón fue una tormenta que destruyó su flota y que entró en la leyenda como “kamikaze” o “Viento Divino”.

El secreto del éxito mongol era su movilidad, habilidad táctica y, sobre todo, ferocidad. Allá donde iban, asesinaban sin miramientos, a cientos de miles, millones, lo que aterrorizaba a la población: 700.000 murieron en Merve, 1.600.000 en Herat, 1.747.000 en Nishapur. No se daba cuartel, no se tomaban prisioneros. En Nishapur se decapitó a los supervivientes –hombres, mujeres y niños- y se hicieron pirámides con sus cráneos; se mataba incluso a los perros y gatos. Después, se saqueaban los edificios y se destruían. La ciudad, sencillamente, dejaba de existir. Y aunque el número de muertos fuera exagerado, servía como propaganda, porque era un holocausto basado en el miedo. No había refugio posible, ni siquiera la religión: cuando cayó Bagdad, entre los dos millones de muertos consignados por un historiador del siglo XIV, estaba el califa, líder espiritual del Islam. Tal y como Gengis exclamó: “Soy el azote de Dios. Si no hubierais cometido graves pecados, Dios no os habría enviado un castigo como yo”.

Hacia 1260, los mongoles habían levantado el mayor imperio terrestre de la historia del mundo, extendiéndose desde el Pacífico hasta el río Dnieper y desde Siberia a los estrechos de Malaca. No era, sin embargo, un imperio particularmente sólido: se dividía en kanatos autónomos, siendo los dos mayores el de Persia y el Imperio del Gran Khan, que comprendía China y Mongolia. Tampoco duró mucho: para el siglo XIV, los diversos kanes habían conseguido su independencia, adoptado las costumbres de las civilizaciones que habían aplastado y pronto todo volvió a ser como antes de su llegada. Sin embargo, durante un corto periodo, a finales del siglo XIII, Asia quedó unida en una especie de Pax Mongólica basada en el terror que permitió una libertad de movimiento desconocida hasta entonces. Ahora era posible para los viajeros europeos trasladarse sin los problemas de antes a las zonas más orientales de Asia.

Los Polo no fueron los primeros en pisar territorio chino. Otros lo hicieron antes. Principalmente fueron misioneros o enviados de la Iglesia. Por ejemplo, dos misioneros franciscanos, Giovanni di Piano Carpini, que viajó hasta el Imperio del Gran Khan en 1245; y William de Rubruk, que lo siguió ocho años después. No convirtieron a nadie y descubrieron sorprendidos que los Mongoles ya conocían el cristianismo y que había una no pequeña comunidad de nestorianos así como varios europeos que o bien habían sido tomados prisioneros o habían viajado por su cuenta, entre ellos, el sobrino de un obispo inglés, una cocinera francesa, un platero parisiense… Los misioneros volvieron a Europa e informaron de lo que habían visto, inspirando quizá a dos mercaderes venecianos de los que nos ocuparemos a continuación.

Marco Polo es, en buena medida, todavía un enigma. Para empezar, se desconoce el día y el mes de su nacimiento; en cuanto al año, se estima como lo más verosímil que fue 1254. Tradicionalmente, se acepta que es veneciano, pero últimamente a este postulado se ha unido la posibilidad de que en realidad fuera croata, natural de Córcula, una isla en el Adriático frente a las costas dálmatas. Los puristas pueden afirmar que en realidad este detalle añade poco a la historia, porque en aquellos tiempos Córcula pertenecía a los dominios de la ciudad de los canales.
Sabemos poco de los primeros años de su vida. Era un veneciano, criado en el ambiente mercantil y cosmopolita de esa ciudad, donde no existían grandes compañías comerciales privadas, sino que era una especie de empresa común. La suya no se contaba entre las principales familias de la república, aunque tampoco estaba en el pelotón de los torpes. En 1250, hay constancia de que tres mercaderes, ya venecianos, estaban firmemente radicados en el distrito de Dorsoduro, entre el gran Canal y el canal de la Giudeca, cerca de donde se desarrollaba el comercio de la sal. Se trata de Marco (conocido como el Viejo para distinguirlo del más popular), Nicolás (el padre de nuestro héroe) y Mateo. Como otros competidores comerciales, los Polo tenían factorías en Crimea, en el sur de Ucrania, a orillas del mar Negro, donde intercambiaban mercancías con los comerciantes rusos. Allí tenían una casa en Soldaia.

En 1260, Nicolás y Mateo Polo invirtieron su capital en joyas para emprender un viaje que tenía que abrirles nuevas fronteras comerciales. Desde su enclave en Crimea, en el mar Negro y ya controlada por los mongoles, se adentraron en Asia a través del Volga hasta Bujara. Allí pasaron tres años y conocieron a Bargu, el hijo de Gengis Kan, que era el líder de la Horda de Oro. La presencia de dos occidentales por aquellos pagos era noticia y llegó hasta los oídos del sobrino del khan, Kublai, que estaba consolidando una dinastía en China, que conocemos como Yuan, palabra que significa “el origen”

Kublai quiso verlos y envió una comitiva para acompañarles hasta su encuentro, el cual tuvo lugar en 1265 en Kanbalig, cerca de la actual Beijing y entonces capital de los mongoles. Era una ciudad impresionante, cuyas murallas tenían 10 metros de altura, 18 metros de anchura y una circunferencia de 38 kilómetros. Fueron recibidos con amabilidad por el kan, que los interrogó durante un año sobre la situación religiosa y política de Europa. Los mongoles eran gente hambrienta respecto de los conocimientos técnicos (sobre todo si podían servir a sus ejércitos) y también curiosos respecto a las cuestiones de fe y religión.

Las creencias de los mongoles eran esencialmente chamanísticas, pero Kublai tenía una mente abierta y tolerante hacia las diferentes religiones que florecían en su imperio y estaba dispuesto a aceptar aquella que demostrara ser más efectiva. No quería, sin embargo, dejarse convertir y bautizar y que luego la religión no “funcionara”, esto es, fuera capaz de realizar milagros o maravillas, ya que le haría perder credibilidad y poder ante sus barones. Así que ordenó a los Polo que volvieran a su Venecia natal con un curioso encargo: regresar llevando consigo cien hombres sabios designados por el Papa para ilustrar a la nación sobre las bondades del cristianismo y capaces de argumentar y demostrar a los idólatras que sus respectivas creencias estaban equivocadas. Pidió también algo de aceite de la lámpara que ardía en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Los salvoconductos que les entregó indicaban la riqueza y el poder de los que gozaba: ordenaban a todos sus súbditos que proporcionaran libre paso a sus portadores bajo pena de muerte. Medían 30 por 8 cm y estaban hechos de oro.

Los hermanos Polo alcanzaron Roma sin el emisario del kan que les había venido acompañando, pues había caído enfermo durante el viaje. No tenían intención de quedarse mucho tiempo, pues su propósito era volver a las tierras de Kublai con la legión de hombres sabios solicitada. Para ello contaban con que el Santo Padre les prestaría ayuda. Pensaban que deberían tratar con Clemente IV, pero no contaron con un obstáculo insalvable: estaba muerto; el Papa había fallecido meses antes de que aparecieran de nuevo por Europa.

Regresaron pues a Venecia. Era 1269 y allí se encontraron con un zagal de 15 años llamado Marco, hijo de Nicolás, que debió quedar fascinado ante la aventura de sus parientes. Los Polo esperaban y esperaban la elección de un sucesor papal. Pasaron dos años, un margen de tiempo que los exasperó. Decidieron emprender camino de vuelta a China a fin de que la ayuda papal les pillara ya cerca de los dominios del kan. De esta forma, en 1271, Nicolás y Mateo estaban de nuevo en camino, llevando consigo esta vez al joven Marco, un chaval de 17 años que marcaría para siempre el viaje que iban a emprender.

El trío esperó en Acre a que se solucionara el problema sucesorio y allí trabaron amistad con el archidiácono Tebaldo Visconti, que estaba combatiendo con los cruzados. Ese mismo año fue llamado a Roma y elegido Papa, cambiando su nombre por el de Gregorio X. A pesar de su amistad con los Polo, Gregorio X tenía otras prioridades, como por ejemplo el concilio de Lyon, que se desarrolló en 1274. De forma que no pudo facilitarles los cien hombres y rebajó el número a dos: dos frailes dominicos fueron designados para acompañar a los mercaderes en su aventura. Se llamaban Nicolás de Vicenza y Guillermo de Trípoli. Su aportación fue más bien escasa: a las primeras de cambio les vencieron las dificultades del viaje, dieron media vuelta y regresaron por donde habían venido.

La familia tardó entre tres y cuatro años en llegar a la corte de Kublai Kan. Desde Acre enfilaron hacia el golfo de Alexandreta, en el sureste de Turquía. Atravesaron Palestina, Siria y Armenia –donde los frailes abandonaron-. Llegados a Tabriz, tomaron el rumbo que les llevaría al norte de Persia. Aunque la Pax Mongolica había eliminado muchas de las guerras y disputas fronterizas que lastraban el comercio con China, el cruzar Asia de punta a punta era aún una hazaña impresionante. El continente era enorme, su geografía en muchas ocasiones hostil y las infraestructuras tan rudimentarias que pocos viajeros se atrevían a acometer tal viaje. Marco Polo describió las condiciones que habían de soportar: desiertos horribles, yermos infestados de bandidos, escasez de comida…

Llegaron a Ormuz, en el golfo Pérsico. El lugar era un infierno insalubre y decrépito, acosado por las enfermedades. Los barcos estaban en tan penosas condiciones que los Polo desecharon la idea de navegar y se unieron a una caravana que atravesaba Asia Central. De nuevo, afrontaron áridos desiertos, llegando a pasar siete días sin encontrar un pozo. Al final, llegaron a los pies de la cordillera del Pamir, región famosa por la calidad de sus rubíes, lapislázulis y cuyos caballos, según relató Marco, descendían directamente del rocín de Alejandro Magno, Bucéfalo, y como él tenían un cuerno en la frente. En estos pagos descansaron durante un año, puesto que Marco había contraído una enfermedad, posiblemente malaria. Es probable que durante este período Marco Polo visitara Kafiristán, Hindu Kush y Pakistán.

La parte final del trayecto les llevó al Pamir para tomar la antigua ruta meridional de las caravanas, hasta el norte de Cachemira –donde no se vería a ningún otro europeo hasta el siglo XIX- y los límites del desierto del Gobi para así llegar al extremo noroeste de China. Tras cruzar Mongolia llegaron a la corte de verano de Kublai Kan en Shang-tu (nombre que fue reconvertido en Xanadú por el poeta Samuel Taylor Coleridge).

El kan aceptó su obsequio del óleo sagrado junto con varias cartas del Papa y si quedó decepcionado por no recibir el centenar de sabios que había pedido, no lo demostró. De hecho, de acuerdo con el relato de Marco Polo, estaba tan satisfecho de tener a los venecianos otra vez de vuelta que les dio tratamiento real y los ascendió “a un lugar de honor por encima de los otros barones”. Más tarde, los convirtió en sus embajadores ambulantes, encargados de reunir información sobre sus dominios. Siempre según su relato, el propio Marco fue gobernador en Yangzhou durante tres años y contempló el asedio de Saianfu, donde pudo comprobar el devastador efecto de las armas que usaban los mongoles. Por su parte, su padre y su tío fueron consejeros militares del kan. En un determinado momento, encabezaron una expedición a Sri Lanka y las islas de las especias de Indonesia.

Muchas de las cosas que encontraba le maravillaban. Una era un extraño mineral que se encontraba en los márgenes del Gobi. Una vez machacado y lavado, podían tejerse fibras con él y, a partir de ellas, ropa. Era un tejido indestructible y para limpiarlo sólo había que lanzarlo al fuego. Nosotros lo conocemos como asbesto. Otra de las maravillas era una piedra negra que era combustible: el carbón, común en el norte de Europa pero completamente nueva para los Polo. En China se usaba para calentar el agua de las casas de baño. Igualmente sorprendente fueron para él el uso de papel como moneda, la fabricación de porcelana “de incomparable belleza” o el sistema de correos, cuya eficiencia y rapidez permitía que un mensaje que habitualmente hubiera tardado en recorrer una distancia diez días lo hiciera en 24 horas gracias a un sistema de relevos a pie o a caballo.

En cuanto al kan, Marco Polo se queda sin superlativos a la hora de describir su entorno. El palacio de Kanbalig tenía cuatro puertas custodiadas por 1.000 hombres cada una. Las estancias reales relucían de oro, plata y lacados y contaban con un comedor capaz de acomodar sentados a 6.000 invitados. En los banquetes de Estado, como el cumpleaños de Kublai, 40.000 comensales se distribuían por los patios adyacentes. Había un jardín botánico con árboles siempre en flor, seleccionados por el propio Kublai y traídos a lomos de elefante desde todos los rincones del imperio. Las colinas artificiales en las que se habían plantado se adornaron con trozos de lapislázuli.

En junio, Kublai trasladaba la corte a Shang-tu, abandonándola en agosto, en una ceremonia espectacular en la que intervenían más de 10.000 yeguas blancas. Las cacerías reales, de hecho una especie de ejercicios militares, comprendían dos grupos de 10.000 jinetes, cada uno acompañado de 5.000 perros, que maniobraban en formaciones por las llanuras. Cuando salía a ejercitarse en cetrería, el kan se hacía llevar en una cabaña móvil, transportada por cuatro elefantes y equipada con una trampilla por la que podía dejar salir a sus aves sin tener que levantarse de la cama. Su harén se llenaba con mujeres seleccionadas por un ejército de buscadores que realizaban concursos de belleza; las finalistas eran pasadas a las esposas de los oficiales de la corte para que las observaran cuidadosamente por la noche y asegurarse de que dormían dulcemente, sin roncar, y que su aliento era agradable y sin olor molesto. Las pocas elegidas eran entonces enviadas a los aposentos del kan en grupos de seis, para ser reemplazadas al cabo de tres días por una nueva remesa.

Y así, maravilla tras maravilla, Marco Polo desgranaba su relato. Esta claro que admiraba a Kublai e, igualmente claro, que exageró las cifras para resaltar aún más la magnificencia del kan. También trató de conectarlo con el mítico reino cristiano gobernado por el legendario Preste Juan. Pero, incluso con distorsiones, su historia no es una invención total: de ella emerge la imagen de una civilización tan avanzada y poderosa que la Europa del siglo XIII parece bárbara en comparación. Cuando Polo subraya que “todos los ricos del mundo reunidos no poseen tantas riquezas como el Gran Kan”, probablemente tenía razón.

También incluyó Polo en su recuento muchas descripciones de la gente y los lugares, desde el retrato del Kan, al sonido que en el sur del país los tallos de bambú producían al quemarse; contó como los habitantes de Hang-chow amaban los lagos y navegar; y cómo los birmanos construyeron magníficas pagodas y eran adictos a los tatuajes. Describió una batalla entre jinetes mongoles y un ejército rebelde a lomos de elefantes. Trató de interpretar la filosofía budista de la reencarnación. Dejó constancia de cómo la gente del norte bebía kumis (leche de yegua fermentada), cómo los chinos preferían el vino de arroz y cómo la gente de Sumatra recolectaba el licor directamente de la palmera. Y, ya desde el punto de vista del mercader, hizo listas de los bienes que se podían encontrar en cada región y cuánto costaban.
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domingo, 20 de junio de 2010

Braille-Letras para los dedos (2ª parte)


Para cualquiera que viva en una ciudad o trabaje en un bloque de oficinas, el lenguaje Braille será algo familiar. Sus caracteres están en los botones del ascensor, los letreros y los mapas y directorios. Los puntos son pequeños y fáciles de pasar por alto y si no necesitamos leerlos, puede que incluso ni los veamos. Por eso no nos damos cuenta de lo importante que son esos pequeños puntos. Antes de la invención del Braille, los ciegos prácticamente no tenían ninguna oportunidad de conseguir no ya educación, sino un empleo. Las pocas escuelas de ciegos que existían no eran sino unos talleres donde aquellos desafortunados podían vivir y aprender algunas habilidades básicas, sin aprender a leer o escribir. Braille lo cambió todo al desarrollar un método eficiente de comunicación y transmisión de conocimiento.

¿Cómo funciona el Braille? Las "células" Braille que se usan en la actualidad tienen hasta seis puntos, una anchura de dos puntos y una altura de tres y ya no usan rayas. Se puede identificar cada punto con un número: los puntos uno, dos y tres a la izquierda ,y los cuatro, cinco y seis a la derecha. Una célula con un punto en la posición seis, por ejemplo, indica que la siguiente célula es una letra mayúscula; una célula marcada con los puntos tres al seis representa un número. Los caracteres braille para los números del cero al nueve son los mismos que los de las letras "a" a "j".

Una línea braille típica tiene una longitud de 40 caracteres y una página cuenta con unas 25 líneas; es decir, el sistema Braille utiliza más espacio que la escritura convencional. Las páginas de un libro Braille son también más gruesas que el papel ordinario y han de estar unidas de tal forma que puedan ponerse completamente lisas y el lector pueda alcanzar fácilmente las letras. Todo ello da como resultado unos libros relativamente voluminosos: la versión Braille de "Harry Potter y la Orden del Fénix" tenía catorce volúmenes.

Para ahorrar espacio y hacer más rápido el proceso de lectura, muchos invidentes aprenden a leer el Braille acortado, antes conocido como Braille de Grado 2. El Braille normal o Grado 1, que acabo de describir, representa letras individuales, números y símbolos. El Braille acortado utiliza caracteres para representar combinaciones de letras o incluso palabras enteras, como preposiciones o conjunciones de varias letras.

Hay teorías opuestas respecto a si es conveniente que una persona aprenda el Braille ordinario o el acortado. Algunos educadores opinan que el Braille estándar es una base sólida para pasar al acortado; además, aprender los caracteres de letras y símbolos individuales es más sencillo para los niños que están aprendiendo a leer.

Los estudios han indicado que la parte del cortex cerebral relacionado con la visión en las personas ciegas se activa cuando leen Braille. Hay dos teorías que intentan explicar este fenómeno. Uno es que cuando alguien pierde la vista, el cerebro comienza a utilizar el cortex visual en otras funciones. La otra es que esa parte del cortex es en realidad una zona de almacenamiento de información que los centros de proceso del lenguaje utilizan; por tanto, el cortex visual cumple una misión importante a la hora de procesar cualquier tipo de palabra, ya sea percibida de forma visual o táctil.

La manera de leer Braille es mover las puntas de los dedos de izquierda a derecha a lo largo de las líneas de puntos. Pero a la hora de escribir, se hace de derecha a izquierda, perforando los puntos en el papel para que aparezcan por la otra cara del mismo. Se puede escribir en Braille de varias maneras, siendo los más comunes: físicamente (marcando cada punto con un estilete); con una máquina Braille que cuenta con una tecla para cada uno de los seis puntos de la celda; o bien con un teclado de máquina de escribir ordinario que va traduciendo cada letra a una celda Braille.

Aprender a usar estas técnicas y leer Braille no es como leer y escribir letra impresa. Muchos niños ciegos aprenden con cartillas, pero a diferencia de las cartillas normales, que tienen dibujos para ayudar a los niños a memorizar los símbolos y su significado, el aprendizaje con cartillas para niños ciegos ha de combinarse con otros instrumentos especiales. Los métodos para enseñar a los adultos que pierden la vista son diferentes.

La tecnología está ayudando enormemente a los ciegos y a los diseñadores de soportes pedagógicos para invidentes. Hacer un libro en Braille lleva tiempo. Hasta hace muy poco tiempo, traducir un libro a escritura Braille requería que "traductores" videntes fueran escribiendo en Braille palabra a palabra, a mano, lo que podía costar cientos de horas de trabajo. Los programas de reconocimiento óptico e impresoras electrónicas de Braille han simplificado mucho el proceso: en vez de copiar el libro a mano, se escanean, se traduce informáticamente el texto a lenguaje Braille y con una impresora especial se obtiene una copia lista para ser leída.

Leer Braille es también un proceso más lento que leer letra impresa. Mientras un alumno de enseñanza media no ciego puede leer 280 palabras por minuto, un lector invidente experimentado puede leer de 125 a 200 palabras por minuto en Braille. Para intentar reducir esa diferencia, muchos invidentes hacen uso de otros medios para reunir información, tales como programas informáticos que leen las pantallas de ordenador, audiolibros, grabaciones de profesores, familiares o amigos... Los audiolibros, por ejemplo, han ido evolucionando desde su aparición en los años sesenta con formato de disco de vinilo, a cassete magnetofónica en los noventa y su digitalización como archivos almacenables en USB en 2008.
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miércoles, 16 de junio de 2010

Braille: letras para los dedos (1)


Se ha dicho que el braille ha abierto las puertas del conocimiento y la cultura a las personas ciegas. Y ello es verdad porque, ¿puede considerarse culto a quien no puede leer ni escribir? Eso es justamente lo que permite el sistema braille, a través del sentido del tacto. Este sistema fue desarrollado por Louis Braille entre 1822 y 1825, fecha esta última oficialmente aceptada como la de su puesta a punto.

Cierto día, Valentin Haüy (1745-1822) fue testigo en París de cómo unas personas exhibían y humillaban a un grupo de ciegos. Conmovido, Haüy tomó una determinación y comenzó adoptando a un joven mendigo ciego para instruirlo. En 1784, el que sería conocido como padre y apóstol de los ciegos, fundó una institución para niños invidentes. Haüy, que era profesor de caligrafía, descubrió que los ciegos podían descifrar la escritura al tacto si las letras presentaban cierto relieve. Así consiguió que algunos de ellos aprendiesen a leer y se deshiciera el mito que confundía la ceguera con la falta de capacidad intelectual. Con su método, las personas ciegas podían leer. Incluso realizó unas adaptaciones para lograr mayor velocidad, por ejemplo, abreviando ciertas palabras. No obstante, las obras publicadas mediante tal sistema requerían una lectura sumamente lenta y los volúmenes eran poco manejables, pues llegaban a pesar hasta nueve kilos. Además, persistía un grave problema: no se podía escribir.

La institución pasó a ser financiada por el Estado en forma de Instituto Nacional para Niños Ciegos. A él llegó en 1819 un joven que había perdido la vista a los tres años: Louis Braille (1809-1852) era hijo de un talabartero en el pueblo de Coupvray (situado a unos 40 km al este de París) y, jugando en el taller familiar a la edad de tres años, se clavó una lezna en un ojo. Al parecer, la herida se infectó y, por simpatía, perdió también el otro ojo, quedando totalmente ciego. Sin embargo, ello no le impidió abrirse camino, pues era un chico vivaz e inteligente. A pesar de su merma sensorial aprendió a tocar el violoncello y el órgano. Su padre consiguió que el maestro del pueblo lo aceptase en sus clases y allí Braille demostró sus dotes como alumno. Más tarde, quizá en 1817 o 1818, el maestro tuvo noticias de la escuela de ciegos de París. Como la familia no disponía de recursos, a través de vecinos influyentes obtuvieron una beca y así, el 15 de febrero de 1819, a los 10 años de edad, Braille partió de su pueblo natal para residir en el colegio como interno.

En 1821 se presentó en el Instituto Charles Barbier de la Serre, un capitán de artillería del Ejército de Luis XVIII que sostenía haber creado un sistema que permitía leer a los ciegos. El director del Instituto, de entre todos los profesores y alumnos, convocó a Louis Braille para que valorase las posibilidades del invento de Barbier. La sorpresa y hasta el enojo del militar fueron, según parece, mayúsculos por semejante decisión. Braille contaba con 12 años de edad y el capitán no estaba dispuesto a que su “gran invento” fuera analizado y juzgado por quien él consideraba un “mocoso”. Braille, en cambio, se sintió maravillado. Sus dedos podían percibir perfectamente esos signos y, además, con ellos ¡se podía escribir!

El sistema de Barbier, que él denominaba con los nombres de escritura nocturna o sonografía, consistía en signos formados por la combinación de doce puntos, alineados en dos filas verticales de seis puntos cada una. La presencia o ausencia de puntos generaba cada grafía. Barbier lo había desarrollado para que los soldados pudieran comunicarse en la oscuridad (de ahí el nombre de escritura nocturna). Sus caracteres se podían escribir con una pauta y un punzón sobre un papel consistente y se leían con las yemas de los dedos. Pese al avance que ello representaba en relación al sistema de Haüy, el método tenía dos graves inconvenientes rápidamente detectados por Louis. Por una parte, los signos resultaban demasiado grandes, con lo cual no se podían percibir en su totalidad y de una vez con la yema de los dedos. Por otra parte, no constituía un alfabeto, sino una sonografía. Es decir, representaba los sonidos, pero no la ortografía de cada palabra.

Para subsanar estos problemas, Braille aportó a ese sistema dos modificaciones esenciales: redujo el tamaño de los signos (se pasó de los doce puntos iniciales a seis como máximo para cada signo, colocados en dos filas verticales de tres puntos cada una); por otro, lo transformó en un alfabeto. Mediante estos cambios, el llamado signo generador braille (los seis puntos) permitía obtener 63 combinaciones diferentes. Con ellas era posible representar todas las letras y otros signos fundamentales, como los de puntuación o los símbolos matemáticos y científicos.

Pese a que Louis Braille afirmó al publicar su método en 1827 que no había creado nada nuevo, sino que se había limitado a adaptar el método de Barbier, este último, lejos de mostrarse satisfecho por tal reconocimiento, permaneció hostil a los cambios y solo aceptó dichas modificaciones al final de su vida y a regañadientes.

Seguramente Braille efectuó tales afirmaciones llevado por su indudable modestia y bajo el efecto de muchas presiones. En este sentido es indiscutible que su método no se limitaba a efectuar una adecuación del anterior, sino que era algo nuevo. Además, no sólo inventó el alfabeto, sino que llevó a cabo una amplia labor de adecuación del sistema a las necesidades más diversas: lo adaptó a las matemáticas y a las ciencias, desarrolló un sistema de abreviaturas, y, lo que resulta más interesante, lo adecuó también para la música. Así, existe una llamada musicografía braille que es realmente muy inteligente, ya que transforma la escritura musical (que es vertical dentro del pentagrama) en otra horizontal y consecutiva; elimina el pentagrama e inventa un nuevo código para establecer el valor y la altura de cada nota. Hasta entonces, las personas ciegas debían aprender las partituras de memoria y exclusivamente de oído, ya que los intentos de Haüy por poner la escritura musical en relieve resultaron infructuosos. Por esta razón, actualmente se sigue utilizando la musicografía inventada por Braille, con algunas modificaciones.

Pese a lo expuesto y a las indudables ventajas que los cambios introducidos por Braille aportaban, tanto el sistema braille como su inventor chocaron con múltiples actitudes de rechazo. En primer lugar, con la ya aludida del capitán Barbier. En segundo término, la de los seguidores de Haüy, los cuales no estaban dispuestos a ceder terreno en el campo de la enseñanza al recién llegado. Y, por último, la de las personas con vista, que consideraban que el método de Braille –a diferencia del de Haüy- aislaba a los ciegos, dado que ellas afirmaban que no podían leerlo (cosa que no es cierta, ya que cualquier persona que ve puede leerlo con la vista si se lo propone). Así, tuvo lugar una paradoja aparentemente incomprensible: durante varios años el propio Louis Braille y sus compañeros ciegos utilizaron a escondidas el nuevo sistema dentro de los muros del Instituto, dado que el método llegó a estar prohibido.

Braille, además de efectuar los cambios señalados inventó en 1841 una pauta para escribir con su sistema y un aparato llamado rafígrafo, que desarrolló en colaboración con Françoise-Pierre Foucault, otro ciego ilustre. Ese aparato constituye un sorprendente antecedente de las impresoras matriciales y permitía escribir las letras comunes con puntos en relieve para comunicarse con las personas que ven. Por fin, en 1854 en Francia, se aceptó oficialmente el sistema braille. Veinticuatro años después, en 1878, se celebró en París un congreso internacional para analizar la situación educativa de las personas ciegas al que asistieron representantes de once países europeos. En dicho congreso, tras analizar los distintos sistemas empleados hasta ese momento para la lectura y la escritura, se llegó a la conclusión de que, de todos ellos, el braille era el que mejor se adaptaba al tacto.

Su creador, sin embargo, falleció sin conocer estos éxitos, ya que Louis Braille murió de tuberculosis en París el 6 de enero de 1852, a la edad de 43 años, y fue enterrado en Coupvray, su pueblo natal. Hoy sus restos descansan en el Panteón de Hombres Ilustres, no muy lejos del edificio (inaugurado en 1844) que aún ocupa el Instituto de Jóvenes Ciegos donde falleciera. Su casa natal es un museo dedicado a su persona y en el pueblo se erigió, ya en 1887, un monumento a su memoria. Asimismo, sus manos –símbolo de su capacidad creativa- se conservan en una urna en el cementerio local.

En 1932, se aceptó un braille para los países angloparlantes, que incluía signos no sólo para las diferentes letras y signos de puntuación, sino para combinaciones de letras habituales en ese idioma e incluso palabras de uso frecuente, como las conjunciones. Progresivamente el braille fue adoptado y adaptado por distintos países e idiomas, hasta que en 1950 la UNESCO creó una comisión encargada de establecer las bases por las que se regiría la adaptación a distintas escrituras, como por ejemplo la japonesa. En 1965, aparecieron códigos braille para la notación científica y matemática, y existen otros adaptados a la notación musical, la taquigrafía y a la mayoría de los lenguajes del mundo.

Hoy, aunque aún subsisten algunos problemas con el chino y el árabe, el sistema se halla adaptado prácticamente a todas las escrituras, dando el valor correspondiente a esas lenguas a cada uno de sus 63 signos. Igualmente, las nuevas tecnologías no han hecho más que confirmar las bondades del método. Así, su adecuación a la informática ha sido sencilla y hoy se dispone de ordenadores adaptados, de impresoras braille como terminales de ordenadores, y toda la producción bibliográfica se encuentra informatizada del mismo modo que sucede con la producción de libros en tinta. Es más, gracias a la llamada línea braille y a programas adaptados, las personas ciegas pueden navegar por Internet con la misma eficacia que lo hace una persona que ve.
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