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jueves, 23 de septiembre de 2010

1789- La toma de la Bastilla: el camino a la Revolución (1)


Cuando el 14 de julio de 1789 el pueblo de París asaltaba la vieja fortaleza de la Bastilla, Luis XVI, sorprendido y asustado, preguntó a uno de sus cortesanos: “¿Se trata de un tumulto?” “No, señor –le respondieron-; es una revolución”

De este modo, los últimos años del siglo XVIII, en el que se habían desarrollado las ideas de la Ilustración, se vieron sacudidos por el impacto de una gran conmoción social, una Revolución que transformó el orden tradicional del Antiguo Régimen y cuyo protagonismo principal correspondió al llamado Tercer Estado: burgueses, artesanos, campesinos y asalariados. Hace ya más de doscientos años de aquello y desde entonces no han cesado de publicarse los más variados estudios sobre la Revolución Francesa, que ha sido considerada como el viraje más decisivo en la historia moderna europea.

Para muchos franceses, la Revolución no fue una sorpresa. Algunos filósofos de la Ilustración la creían inevitable. Ya en 1764 Voltaire había escrito: “Todo cuanto contemplo arroja las semillas de una revolución que sobrevendrá indefectiblemente, y de la que no tendré el placer de ser testigo”

Sin embargo, el XVIII fue un siglo de expansión económica, de enriquecimiento de Europa en general, y de Francia en particular. ¿Por qué entonces terminó la centuria con una revolución y por qué ésta se produjo en Francia? Varias generaciones de historiadores se han hecho estas o parecidas preguntas y sus diferentes respuestas reflejan las diversas formas de entender el proceso histórico general y, sobre todo, la naturaleza de un fenómeno revolucionario que aún continúa suscitando polémicas. El estallido de 1789 estuvo jalonado por acontecimientos de gran repercusión universal: la Declaración de Derechos del Hombre; la instauración del régimen parlamentario, la República; la creación de los símbolos patrióticos franceses (la bandera tricolor y La Marsellesa), así como la propia aparición del concepto contemporáneo de nación o la incorporación a la ideología política de los conceptos de derecha e izquierda. Veamos cómo se desarrollaron los hechos.

A finales del siglo XVIII , Francia era un muchos aspectos, el país más avanzado de Europa. El movimiento de la Ilustración y las nuevas teorías de los filósofos y enciclopedistas franceses circulaban por todo el continente, y sus libros y periódicos se leían en todo el mundo. El crecimiento demográfico fue continuo a partir de la segunda mitad del siglo: la población aumentó de 19 a 25 millones en vísperas de la Revolución. Sin embargo, a pesar de que en 1789 existían unas 60 ciudades con más de 10.000 habitantes, el campesinado representaba todavía el 85% de la población francesa.

La actividad comercial y la producción artesanal habían experimentado un gran desarrollo. Francia exportaba a Inglaterra y a Bélgica materias primas (cereales, lana, ganado) a las regiones orientales del Mediterráneo y a las colonias americanas artículos manufacturados y productos alimenticios. También vendía en toda Europa sus excelentes vinos, así como artículos de lujo: encajes, porcelanas, objetos de bronce, muebles finos…

Sin embargo, el sistema de aduanas interiores (que correspondían a las antiguas divisiones territoriales del feudalismo) y las trabas que imponían los reglamentos de los gremios, obstaculizaban el desarrollo del comercio. En las grandes ciudades los artesanos ocupaban distintos barrios según sus oficios: sastres, curtidores, tintoreros, etc; estaban obligados a pagar fuertes contribuciones, que recaudaban una amplia red de funcionarios del gobierno real, y se regían por una estricta reglamentación gremial que obligaba a producir los artículos según modelos y cantidades establecidos, lo que dificultaba el abastecimiento de un mercado cuya demanda estaba en continuo crecimiento.

A pesar de estas dificultades, la gran expansión comercial del siglo XVIII favoreció el desarrollo económico de un amplio sector de la burguesía, el que estaba al frente de las finanzas, del comercio y de la industria, y que proporcionaba a la monarquía tanto sus técnicos administrativos como los recursos y empréstitos necesarios para la marcha del Estado.

En la agricultura también habían ido penetrando las relaciones mercantiles, y se había superado el viejo régimen de servidumbre que aún existía en Rusia o en la Europa oriental. En Francia, la mayor parte de la tierra pertenecía a la Iglesia, y también a la burguesía y a la Corona; pero muchos campesinos habían accedido a la propiedad, aunque la mayoría trabajaba la tierra en régimen de arrendamiento o se encontraba a jornal con el señor o con otro campesino. Pero a pesar de que el régimen de servidumbre personal se mantenía en Francia en muy pocos lugares, el sistema agrario y sus relaciones de dependencia económica seguían reflejando, en su conjunto, la importancia de las cargas feudales y de los tributos señoriales.

El campesino estaba obligado a entregar parte de la cosecha al propietario de la tierra (generalmente una cuarta parte) o a pagarle su valor en dinero, así como a satisfacer una serie de impuestos por las más variadas actividades: transportar los cereales a través de un puente; moler grano en el molino o cocer el pan en el horno del amo, etc. Además de estas cargas señoriales, existían otros impuestos, como el diezmo (equivalente a la décima parte de la cosecha) destinado a la Iglesia, y otros muchos a favor del rey: el impuesto de bienes (la talla), de ingresos (la vigésima) o el impuesto por cabeza (la capitación). Todas estas cargas o tributos agobiaban al campesino. Incluso los que habían comprado las tierras a bajo precio tenían que asumir como propietarios los correspondientes impuestos, que apenas podían pagar con los beneficios de sus tierras y menos aún cuando tenían que hacer frente a las adversidades de una mala cosecha.

Para el pueblo llano, y en particular para los campesinos y obreros, la expansión económica del siglo XVIII no fue muy apreciable. Los jornales no habían participado en absoluto de la prosperidad de las ganancias burguesas. Hasta 1780 los precios de los artículos de consumo se elevaron un 65%, mientras los jornales sólo aumentaron un 22%.

Por otro lado, la revalorización del suelo y de los precios agrícolas que se produjo a partir de 1750 habían beneficiado sobre todo a los grandes terratenientes, que vieron aumentar sus rentas, y a los grandes agricultores, que obtenían importantes ganancias con la venta de sus excedentes.

Al mismo tiempo, esta revalorización provocó un fenómeno de “reacción feudal”: los propietarios de tierras comenzaron a resucitar y a poner en vigor sus antiguos derechos señoriales y una serie de prestaciones de los campesinos caídas en desuso. Comenzaron a exigir, por ejemplo, una mayor rigidez en los contratos de arrendamiento, haciéndolos imposibles de satisfacer por los campesinos.

A este renacer del feudalismo sobre el régimen de propiedad de la tierra, se añadió la cada vez más poderosa presión de los nobles, que intentaban desplazar a la burguesía de los cuerpos de la administración del Estado. Así, en los diferentes grados de la jerarquía (cortes de justicia, intendentes, tenientes generales, obispados, etc.) se defendía el privilegio nobiliario frente e los “plebeyos”. Esta actitud de la aristocracia provocaba la hostilidad de los burgueses y campesinos y contribuyó, en buena medida, a la gestación de un clima prerrevolucionario.

En definitiva, la Francia del Antiguo Régimen, a pesar de la prosperidad económica del siglo XVIII y del desarrollo experimentado por la burguesía francesa (y europea en general), seguía siendo una sociedad rígidamente estructurada en órdenes, donde aún predominaban las relaciones feudales. Las órdenes o estamentos privilegiados (el clero y la nobleza), además de no pagar impuestos directos, ocupaban también los empleos públicos más distinguidos y los más altos cargos de la jerarquía eclesiástica y del ejército.

Al tercer estado, o estado llano, pertenecían todos aquellos que no eran ni nobles ni eclesiásticos, es decir, la mayoría de la población de Francia. Jurídicamente carecían de derechos políticos y estaban sujetos al pago de impuestos. Desde el punto de vista social, pertenecían a este estamento los elementos más activos de la economía: grandes comerciantes, burgueses importantes, empresarios de manufacturas, así como los sectores ilustrados y profesionales. También pertenecían a él los artesanos (agrupados en cofradías, gremios y corporaciones) y el campesinado.

El fuerte impulso experimentado por la economía francesa en el siglo XVIII comenzó a manifestar ciertos síntomas de agotamiento en la década de 1780. La pérdida de casi todas sus colonias americanas después de la guerra de los Siete Años (1756-1765) ya había afectado seriamente al comercio y la situación se agravó más tarde con la intervención francesa en la guerra de Independencia de las colonias británicas en América del Norte (1777-1783), que produjo considerables gastos y obligó a recurrir a elevados préstamos.


Por otro lado, el tratado de comercio con Inglaterra firmado en 1786, beneficioso para vinateros y comerciantes, pero que perjudicaba los intereses industriales, contribuyó en buena medida a que la industria experimentara dificultades. En la década de 1780 los países más avanzados de Europa intentaron una primera experiencia de comercio libre; se firmaron por entonces varios tratados comerciales y de navegación entre Francia y los jóvenes Estados Unidos, Inglaterra y varios países bálticos, con el fin de ampliar los intercambios y reducir las barreras aduaneras que obstaculizaban las relaciones económicas internacionales. De este modo, el citado acuerdo de 1786 facilitaba la venta de vino y productos de lujo a Inglaterra, pero al mismo tiempo reducía los derechos aduaneros que habían de pagar las mercancías británicas; como consecuencia de ello, un torrente de artículos ingleses, especialmente textiles, inundó el mercado francés, provocando la alarma y el desconcierto de comerciantes y manufactureros.

Sin embargo, el problema más grave seguía siendo el abastecimiento de una población que había crecido a mayor velocidad que la producción de cereales. Francia vivía obsesionada por la escasez, por el recuerdo de las “revueltas de hambre” que se habían producido a lo largo del siglo XVIII y el temor a su repetición. Este problema, unido al encarecimiento continuo de los productos alimenticios, explica el descontento y agitación existentes entre los campesinos y los sectores urbanos, cuya subsistencia dependía de la producción agrícola.

El año anterior a la Revolución, en el verano de 1788, la cosecha fue mala, y el invierno resultó inusitadamente riguroso. La catástrofe agrícola cerró el mercado rural y en las ciudades, donde ya existía una abundante mano de obra, el paro se multiplicó y los salarios descendieron. En varias provincias estallaron insurrecciones de campesinos, que asaltaban los graneros de los señores, se repartían el trigo y exigían a los comerciantes que vendieran el grano a un precio razonable o, como decían, a un precio honrado.

Los economistas burgueses venían proponiendo como único remedio para resolver estas situaciones la liberalización del comercio de los cereales (beneficiosa sobre todo para los propietarios y comerciantes), pero el pueblo, por su parte, seguía reclamando la tradicional reglamentación y en los períodos de escasez exigía incluso las requisas de grano y el establecimiento de precios fijos que fueran asequibles.

Todos estos factores se sumaron para provocar una situación desesperada en las finanzas del Estado. Los gastos que exigían el ejército, la corte, la política exterior, las obras públicas, etc, eran muy superiores a los ingresos que se obtenían por medio de los impuestos. Por otro lado, como los intereses que generaban las deudas contraídas por el Estado se abonaban con retraso, los banqueros se negaban a otorgar nuevos préstamos. De este modo, la deuda francesa, considerablemente incrementada por la guerra de Independencia americana y por el despilfarro ostentoso de la corte, no podía cancelarse, debido a que el presupuesto nacional no lograba el equilibrio. Esta mala situación de las finanzas francesas no se debía a la pobreza nacional, sino a que los estamentos privilegiados, especialmente la nobleza, no pagaban impuestos.

La Iglesia, por su parte, consideraba que sus bienes no podían ser gravados con impuestos del Estado, al que ya contribuía por medio de su periódica y “libre donación” a las arcas del rey; pero, con ser importante, esta aportación era muy inferior a lo que podría obtenerse mediante un impuesto directo sobre las tierras que poseía la Iglesia francesa.

En definitiva, el problema residía en que las clases que se beneficiaban de casi toda la riqueza del país no pagaban unos impuestos acordes con sus ingresos y, lo que era más grave, se resistían a ello por considerarlo propio de las clases inferiores, es decir, del Tercer Estado exclusivamente. Esta situación, en realidad, se venía arrastrando desde mucho antes, podría decirse que desde la época en que el cardenal Richelieu era consejero de Luis XIII.

Esta resistencia obligó al gobierno real a buscar una salida para la situación. Ya al comienzo del reinado de Luis XIV, el economista Turgot, interventor general de finanzas, había propuesto suprimir el privilegio de no pagar impuestos del que gozaban los nobles y el clero. Pero la mayor parte de sus reformas fueron suprimidas, y la misma suerte corrió el programa económico de Necker, su sucesor.

En 1783, Charles Alexandre de Calonne, un excelente y experimentado administrador, fue nombrado ministro de Hacienda para que acometiese la solución del problema, cuando ya no quedaba otra salida que transformar radicalmente la Hacienda Pública y su política fiscal, o bien declararse en bancarrota y no pagar las deudas contraídas, lo cual significaba no volver a obtener nuevos empréstitos.

Calonne propuso establecer una “subvención territorial”, impuesto que habrían de pagar todos los terratenientes sin excepción; también planteó la supresión de aduanas interiores y de varios impuestos de consumo, así como la liberalización del comercio de grano, la confiscación de algunas propiedades de la Iglesia y, por último, el establecimiento de Asambleas Provinciales con representación de los tres estamentos.

Calonne era consciente del alcance político de su proyecto y las dificultades que se plantearían para su aceptación por los organismos jurídicos, que estaban controlados por los sectores aristocráticos: los parlamentos, estados provinciales y la asamblea del clero. Ni Luis XVI ni sus ministros se atrevían a imponer tales medidas por decreto y consideraron más prudente reunir una Asamblea de Notables, designados por el rey, para conseguir su aceptación del proyecto. Pero la Asamblea resultó menos dócil de lo que se esperaba: los notables se opusieron frontalmente a las medidas de Calonne y la opinión general reaccionó con estupor ante la magnitud de la crisis financiera y la resistencia de la nobleza a ponerle remedio. El conflicto terminó con la destitución de Calonne. Le sustituyó el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, protegido de la reina Maria Antonieta y enemigo de Calonne.

Brienne obtuvo de los nobles un empréstito que permitió evitar de momento la bancarrota. Pero, a cambio, los nobles exigieron la convocatoria de los Estados Generales (equivalente francés de las Cortes Españolas), mediante los cuales podían controlar a la monarquía. Estos acontecimientos tuvieron repercusión en algunas provincias, donde la nobleza pidió el restablecimiento de sus propios Estados Provinciales; en la región del Delfinado los nobles decidieron restablecerlos por su cuenta.

Ante la rebeldía de la nobleza, Brienne presentó su dimisión y el rey volvió a llamar a Necker, cuya primera medida fue aplazar la reforma, establecer los parlamentos y convocar los Estados Generales para el 1 de mayo de 1789.

Algunos historiadores han calificado de “revolución aristocrática” este período de 1787 a 1789. Y, en efecto, durante estos años de crisis y enfrentamiento con los parlamentos, el protagonismo corrió a cargo de los magistrados y la nobleza, que defendían los derechos parlamentarios frente al absolutismo. Pero, en la práctica, el restablecimiento de los Estados Generales suponía volver a 1614, a una asamblea de carácter feudal, donde se seguía manteniendo la vieja fórmula de “el voto por orden”: cada orden o estamento disponía de un solo voto, por lo que el número de diputados que correspondiera a cada uno de ellos carecía de importancia, ya que la votación final siempre sumaba dos votos (correspondientes a los estamentos superiores) frente a uno (del Tercer Estado). A pesar de todo, la convocatoria de los Estados Generales significaba en aquel momento que la monarquía dejaba de ser absoluta. Era un paso importante, casi una revolución, pero la intervención de la burguesía y la defensa de sus intereses por parte del Tercer Estado hicieron cambiar su sentido inicial. (Continuará...)

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