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sábado, 25 de septiembre de 2010

1789-La toma de la Bastilla-el camino a la Revolución (2ª parte)


El decreto real convocando los Estados Generales se difundió ampliamente y fue leído en todas las iglesias. La campaña electoral desempeñó un papel determinante en la formación de la opinión general y en la reflexión sobre los diversos problemas que padecía la sociedad francesa. Cada estamento confeccionaba una relación de peticiones, recogida en los llamados “cuadernos de quejas” o “cahiers”, memoriales colectivos de sus agravios, ya fueran sociales, políticos, religiosos o económicos, que constituyen un valioso testimonio colectivo de las esperanzas de reforma surgidas en todo el país. En total, unos 40.000 cahiers llegaron de las ciudades, pueblos y aldeas, y la mayoría de ellos pedían la convocatoria de una Asamblea Nacional que atendiera a los intereses de la nación en su totalidad.

Los nobles y el alto clero insistían en la necesidad de conservar la sociedad tradicional, dividida en estamentos, o defendían el fortalecimiento del parlamento frente al absolutismo real. La burguesía, por el contrario, exigía en sus “cuadernos” la eliminación de los privilegios estamentales y de casta, así como la libertad del comercio y de la industria y, sobre todo, poder político para intervenir en la marcha del Estado. Por su parte, las peticiones del pueblo, especialmente las de los campesinos, contenían abundantes quejas contra el aumento de las cargas feudales, de los impuestos y del alto precio de los arriendos, y también contra la injusticia de los tribunales y la intransigencia de los señores que se apropiaban de sus tierras. Pero a los Estados Generales sólo se enviaron los “cuadernos de quejas” de las circunscripciones más importantes; la burguesía urbana y rural efectuaba previamente una selección, eliminando los que contenían reivindicaciones populares y campesinas que afectaban a sus intereses.

Como estaba previsto, los Estados Generales se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. El número de diputados sumaba el millar: 250 de la nobleza, otros tantos del clero y 500 diputados del Tercer Estado (que había sido duplicado), todos ellos miembros de la burguesía financiera y comercial, o bien intelectuales y profesionales cualificados.

En la ceremonia de inauguración, el rey pronunció un breve discurso, insistiendo en la necesidad de contribuir al fisco; se quejó del estado alarmante en que se hallaba el país y de las nuevas ideas imperantes y lanzó advertencias contra las innovaciones. Al día siguiente, los nobles y el clero se reunieron por separado para discutir las cuestiones de procedimiento y la forma de votación. Por su parte, el Tercer Estado insistió desde el principio en que las sesiones fueran conjuntas de los tres estamentos, y que la votación no fuera “por orden”, sino “por cabeza” (nominal), a lo que se negaron la nobleza y el clero.

Tras varias semanas de negociaciones infructuosas, el Tercer Estado comenzó, por cuenta propia, a verificar los poderes o credenciales de los diputados de los tres estamentos. Varios representantes de la nobleza y del clero se incorporaron al estamento burgués, que se vio considerablemente aumentado. Cuando terminaron de pasar lista y a propuesta del abate Sieyès, el Tercer Estado, ampliamente mayoritario, se declaró “representante de la nación”, constituyéndose en una asamblea a la que denominaron Asamblea Nacional, declarando que el rey no tenía derecho a vetar sus decisiones: el Tercer Estado se había erigido como poder supremo de la nación, término que adquirió un nuevo significado.

Sin embargo, tres días más tarde, cuando la Asamblea iba a reunirse, encontró cerradas por parte del rey las puertas del recinto donde tenían lugar las sesiones. Los diputados no se detuvieron ante ello; se trasladaron a una estancia próxima (un salón destinado al juego de pelota) y allí pronunciaron el solemne juramento de no abandonar la sala hasta concluir la elaboración de una constitución para Francia.

Ante ese desafío, el rey decidió tomar medidas enérgicas. Convocó una nueva reunión, y esta vez su discurso tuvo un tono más amenazador: anuló todas las decisiones adoptadas por el Tercer Estado, ordenando la disolución de la Asamblea Nacional y la vuelta al sistema de estamentos.

El clero y la nobleza obedecieron al rey y abandonaron la sala, pero los representantes del Tercer Estado, como protesta, permanecieron en sus lugares en la más silenciosa indignación. Al ver que la Asamblea no se disolvía, el maestro de ceremonias reiteró la orden real; el diputado Mirabeau le contestó: “Vaya y diga a su señor que nosotros estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo la fuerza de las bayonetas nos puede arrojar de este lugar”.

La Asamblea continuó, y pese a la prohibición del rey, muchos diputados de la nobleza se fueron incorporando a ella, atraídos por la fuerza del Tercer Estado.

La nueva Asamblea Nacional, compuesta por representantes de los tres órdenes, decidió por votación definirse como Asamblea Constituyente. La importancia de esta decisión era fundamental, porque con ello la Asamblea se atribuyó un poder que la hacía superior al monarca: redactar una constitución llamada a regular la organización y distribución de los poderes.

El sábado 11 de julio, Jacques Necker estaba sentado a la mesa para almorzar cuando recibió una carta del rey en la que le comunicaba que había sido destituido de su cargo de ministro de finanzas y que debía abandonar el reino sin dilaciones ni protestas. Triunfaba así el sector más intransigente de la corte, encabezado por la reina Maria Antonieta, quien culpaba de todo a Necker y convenció al rey para que lo depusiera. El 12 de julio se supo en París de la destitución del ministro de finanzas y la noticia se consideró una prueba de que se estaba gestando un “complot aristocrático” para frenar las reformas.

La noticia de la crisis provocó en París una verdadera conmoción. Demagogos que predicaban en las esquinas de las calles advertían que el rey tenía un designio secreto: dispersar a tiros a la recién elegida Asamblea Nacional y frustrar así la esperanza general de poner fin al absolutismo regio y al gobierno aristocrático. A primera hora de la tarde del domingo 12 de julio, tres mil personas se concentraron en los jardines del Palais Royal, gran centro de la vida social parisina en los últimos años. Enardecidas por oradores improvisados, salieron en una manifestación multitudinaria que recorrió la ciudad a modo de una procesión fúnebre, con banderas negras, abrigos y sombreros también negros y el busto de Necker cubierto con un velo; todos lloraban la caída del ministro en el que habían depositado sus esperanzas.

Puede parecer extraño que un hombre como Necker, que pronto demostraría estar muy lejos de ser un revolucionario, provocara semejante emoción. Pero hay que tener en cuenta que desde hacía varias semanas París era presa de una exaltación sin precedentes. Las asambleas de distrito que se formaron en abril para elegir a los diputados de los Estados Generales se habían mantenido abiertas tras las elecciones y en ellas se siguió muy de cerca del debate que se desarrollaba en Versalles. En boca de todos estaban palabras nuevas como libertad, nación, Tercer Estado, constitución, ciudadano… Por ello, los parisinos comprendieron enseguida que la destitución de Necker era señal de que el rey quería acabar con la transformación constitucional iniciada dos meses antes; era un “golpe de Estado”, un acto “despótico” contra el que había que reaccionar.

Un segundo factor explica, asimismo, la inmediata respuesta del pueblo parisino: el clima de miedo y hasta de paranoia que se vivía en esas semanas en la ciudad. La mala cosecha del año anterior, que siguió a otra igualmente desastrosa, había dejado graves problemas de subsistencia y aumentó la presencia de pobres y mendigos. El mes de julio era, además, un momento crítico, cuando se agotaban las provisiones de la cosecha pasada y aún no se había recogido la nueva. La subida de precios de la harina y el pan creó una situación desesperada para la franja más pobre de la población y aumentó la obsesión contra los acaparadores, supuestos o reales. Del campo llegaban noticias de bandas de vagabundos y bandidos, que se temía entraran en París y, de hecho, se produjeron asaltos nocturnos y hasta motines.

Por si esto fuera poco, en los últimos días los parisinos habían visto cómo se iban apostando en puntos clave de la ciudad diversos regimientos reales, que Luis XVI había traído desde la frontera con el pretexto de prevenir desórdenes en la capital; para muchos, lo que el rey preparaba en realidad era una brutal represión. Estacionadas en el Campo de Marte o en las afueras, las tropas, muchas formadas por mercenarios suizos y alemanes, parecían esperar una orden para ocupar la ciudad o incluso, según algunos, para arrasarla. Desde luego, los planes de Luis XVI no eran tan siniestros, pero las sospechas no iban del todo desencaminadas. El 22 y el 26 de junio, el rey había ordenado una gran movilización de tropas en torno a la capital a cuyo término debía haber 30.000 soldados dispuestos a imponer el orden.

Este contexto explica el efecto que, en la tarde del 12 de julio, produjo la arenga de un joven periodista y diputado recién llegado de Versalles a la muchedumbre reunida en el Palais Royal: “¡Ciudadanos! –dijo Camille Desmoulins, pálido y febril-. No hay que perder un instante. Llego de Versalles; el señor Necker ha sido destituido. Esta tarde todos los batallones suizos y alemanes saldrán del Campo de Marte para degollarnos. Sólo nos queda un recurso: ¡Armarnos!”. Las siguientes tres jornadas constituirán, en efecto, una desenfrenada carrera del pueblo por conseguir armas con las que defenderse del ataque, real o imaginario, del ejército del rey. Desmoulins atizaba las llamas de la rebelión mientras en torno suyo se derrumbaba el orden público.


El mismo 12 de julio se produjeron los primeros choques con las tropas reales, cerca de las Tullerías. Los manifestantes, aún sin armas de fuego, les lanzaron sillas, piedras e incluso trozos de estatua. Se produjo entonces la primera defección en el bando real: los hombres de la Guardia Francesa (un cuerpo auxiliar acantonado en París) se unieron a los rebeldes para obligar a retirarse al regimiento mandado por Lambesc. A continuación, los alzados se dirigieron al Ayuntamiento, creyendo que allí había un depósito de armas. Durante la noche y el día siguiente, las cosas escaparon a todo control. Al grito de “¡Pan y armas!”, a los escopeteros y armeros de la ciudad se les registró sus locales y se les obligó a entregar al populacho sus mosquetes, picas, sables y carabinas. Hubo asaltos a las aduanas –por lo menos a cuarenta de ellas- y se prendió fuego a sus papeles y registros. Presos sublevados escaparon de las cárceles de Chatelet y La Force; el monasterio de San Lázaro, que también se usaba como depósito comercial, fue saqueado y sus existencias de grano, vino, queso y aceite, arrebatadas. Naturalmente, todo ello fue a veces pretexto para saqueos y robos, que agudizaron el ambiente de inseguridad y terror.

En el Ayuntamiento, los miembros de la asamblea de electores, ante la inacción del alcalde nombrado por el rey, acordaron organizar los sesenta distritos de París en milicias armadas y establecer una red de “comités revolucionarios” en las centrales de cada distrito. Esas milicias armadas comprendían 50.000 miembros, pero para restablecer el orden necesitaban armas y munición, tanto más cuanto que el pueblo mantenía su presión para armarse. Ordenaron fabricar a toda prisa 50.000 picas, pero eso no bastaba.

A primera hora de la mañana del 13 de julio, el toque a rebato –forma tradicional de avisar de un peligro- sonó por todo París. Sobre el redoble de los tambores y el retumbar de los cañones, las campanas llamaron al pueblo a defender la libertad. En el distrito de Mathurins asumió el mando el aventurero aristócrata Le Chretien Quesney de Beaurepaire. Puso a la defensiva a todo el distrito y apostó en todas las ventanas a ancianos, mujeres y niños, armados con piedras, tizones, agua hirviendo e incluso muebles para arrojarlos contra cualquier columna invasora de las tropas reales.

Luis XVI se mantuvo extrañamente inactivo frente a la crisis, que llegó a su punto decisivo en la mañana del 14 de julio. Una delegación se presentó ante él para pedirle que retirase sus tropas de París; el soberano, ignorando la gravedad de la situación, rehusó con un falso pretexto. Desde su palacio, creía al parecer que París atravesaba otro de sus fastidiosos disturbios por falta de alimentos. La famosa anotación de aquel día en su diario, “Rien”, “nada”, probablemente no es más que una malhumorada referencia al hecho de que los disturbios le impidieron cazar y, por tanto, le dejaron el zurrón vacío.

Fue así como se llegó al martes 14 de julio, la jornada que puso en marcha la Revolución. Al despuntar el día, mientras se mantenía la concentración popular en torno al Ayuntamiento, se difundió el rumor de que en el Hotel de los Inválidos, un hospital militar al oeste de la ciudad, se habían depositado 30.000 fusiles. Enseguida el edificio quedó rodeado por entre 40.000 o 50.000 personas que exigían al director que les entregaran las armas. A pocos metros de allí estaba apostado el principal regimiento real de la ciudad, que hubiera debido intervenir para dispersar a la multitud. Pero cuando Besenval, el comandante de la guarnición, reunió a los oficiales y les pidió que lo secundaran en un ataque, la mayoría de ellos se negaron, por temor o por sentimiento de solidaridad con la población. Abandonado a su suerte, el Hotel de los Inválidos cayó en manos de la muchedumbre, que requisó 30.000 fusiles, 250 barriles de pólvora y 12 cañones. Según muchos historiadores, éste fue el momento decisivo de la jornada, el instante en el que Luis XVI perdió la batalla por París y por su poder absoluto.

El pueblo tenía ya las armas; ahora faltaba la munición: pólvora para los cañones y balas para los fusiles. Otro rumor señaló un nuevo objetivo para la movilización: la Bastilla, en el otro extremo de la ciudad, donde días antes se habían trasladado reservas de pólvora desde el Arsenal Real, situado a escasa distancia. Eran poco más de las 10 de la mañana y miles de hombres se dirigieron a la imponente fortaleza que desde hacía más de un siglo funcionaba como prisión, frente a un barrio extramuros, el Faubourg Saint-Antoine.

Si uno se fija en las entusiastas pinturas que representan la escena, podría pensarse que cientos de orgullosos revolucionarios fueron liberados de la horrible prisión, saliendo a las calles desde sus celdas ondeando banderas tricolores. Poco después de los acontecimientos que vamos a narrar comenzaron a aparecer a la venta por las calles de París grabados de presos languideciendo encadenados rodeados de calaveras, haciendo creer que aquellas eran las condiciones reinantes en la prisión. Nada más lejos de la realidad.



La Bastilla se construyó en el siglo XIV como un bastión (ése es el significado del término francés bastille) para defender París contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años. Reforzada a finales del siglo XVI, sus ocho torres redondas, con paredes de 1,5 m de espesor, se alzaban sobre las estrechas calles de la ribera derecha del Sena. Poco después empezó a utilizarse como prisión política, donde los reyes ordenaban recluir a las personas que consideraban como una amenaza para el orden: conspiradores, disidentes religiosos, escritores demasiado atrevidos… Voltaire fue uno de sus internos y allí escribió “Edipo” en 1718.

A veces se ha dicho que la Bastilla era prácticamente un hotel de lujo: los detenidos, muchos e ellos nobles, tenían criados, recibían visitas e incluso disponían de una sala de billar. El pintor Jean Fragonard hizo un dibujo de un día de visita en 1785, en el que se pueden ver a damas elegantemente vestidas paseando por el patio con los prisioneros, quienes recibían raciones generosas de tabaco y alcohol y a los que se permitía tener mascotas. Jean François Marmontel, preso en la Bastilla de 1759 a 1760, escribió: “El vino no era excelente pero se podía beber. No hubo postre: era necesario que hubiera algún tipo de privación. En general, encuentro que se cena muy bien en prisión”. En 1789 la fortaleza carecía ya de importancia como prisión política y era custodiada por una guarnición de “invalides”, soldados incapacitados para el servicio regular.

Los propagandistas posteriores presentaron los sucesos que se desarrollaron a continuación como una lucha épica del pueblo contra un baluarte del despotismo, al mando de un gobernador traicionero, ciego servidor del rey, y defendido por un regimiento de suizos dispuestos a todo. En realidad, el gobernador, el marqués de Launay era un hombre inexperto y dubitativo. En términos militares, su posición era segura; aunque tenía sólo unos pocos soldados y alimentos para dos días, los sitiadores iban armados con simples fusiles y tenían escasa munición, y ni siquiera cuando los Guardias Franceses trajeron unos cañones podía esperarse que se derribara con ellos una fortaleza como la Bastilla. Pero el factor psicológico resultó decisivo. Sin instrucciones claras y desconcertado por el alboroto, el gobernador tan pronto parecía dispuesto a negociar como ordenaba tiroteos indiscriminados que no hacían más que exasperar a los asaltantes.

Los parlamentarios de los sitiadores exigieron la rendición de la Bastilla y la admisión de una unidad de la milicia en la fortaleza. Launay dijo que no podía hacer nada sin órdenes de Versalles. Las cosas quedaron estancadas hasta la 1.30 h del mediodía, cuando algunos hombres treparon al tejado de la tienda de un perfumista para cortar las cadenas que sujetaban el puente levadizo sobre el foso. El puente cayó con violencia y mató a uno de la multitud. La turba lo atravesó y entró en el patio; pronto la lucha se tornó encarnizada y mortal.

Unos desertores del ejército llegaron para ayudar a los sitiadores, y dos de los soldados, Jacob Elie y Pierre-Augustin Hulin, se encargaron de la tarea. Con gran riesgo de sus vidas, apartaron carros de heno ardientes que los defensores habían incendiado para levantar una cortina de humo. Apuntaron cañones pesados contra los portones y abrieron fuego. En el puente levadizo, 83 civiles murieron en la breve batalla y otros quince más tarde a consecuencia de sus heridas. Al caer la tarde y volverse contra ellos la suerte del combate, los hombres del gobernador Launay se desmoralizaron.

Se hizo pasar por la puerta principal una tira de papel en la que se amenazaba con volar el polvorín si los sitiadores no cejaban. Antes de que lo leyera nadie, ondeó un pañuelo blanco en una de las ocho torres de la Bastilla. A las cinco de la tarde enmudecieron los cañones de los sitiadores, se abrieron las puertas y la guarnición se rindió.

Al llegar a la Bastilla por la mañana, el pueblo quería tan sólo aprovisionarse de munición. Si el gobernador hubiera cedido entonces, la toma de la Bastilla habría pasado tan desapercibida ante la historia como el asalto al arsenal de los Inválidos que, en realidad, tuvo más importancia. Pero las largas horas de pugna al pie de los muros de la fortaleza cambiaron el carácter del episodio. De hecho, se convirtió en una especie de espectáculo para muchos curiosos que no participaron de ningún modo en la refriega. Un contemporáneo recordaba: “La verdad es que este gran combate no espantó en ningún momento a los numerosos espectadores que llegaron para ver su resultado (…). A mi lado estaba Mademoiselle Contat, de la Comédie Française. Nos quedamos hasta el final y la llevé del brazo hasta su carroza”. La rendición fue saludada como una gran victoria, y de inmediato el episodio cristalizó en la mente popular como una gran gesta, adornada con actos heroicos, hasta convertirse en el símbolo del triunfo de la Revolución y del inicio de una nueva era de libertad.

Otros tuvieron una visión distinta del suceso. Preferían recordar cómo acabó la jornada: la guarnición de la Bastilla fue tratada con brutalidad y su gobernador, Launay, fue masacrado mientras era conducido al Ayuntamiento. El alcalde, Flesselles, acusado de connivencia con la corte, también fue abatido por la turba. Las cabezas de ambos fueron paseadas por la ciudad clavadas en unas picas. La mano de uno de los guardias que abrieron la puerta fue seccionada y se exhibió luego por las calles empuñando todavía la llave. Se destruyó el mobiliario y los ficheros se arrojaron al viento. En cuanto a los prisioneros gloriosamente liberados, sólo había siete: dos falsificadores, el conde de Solanges (condenado por un delito sexual) y dos trastornados mentales, uno de los cuales era un inglés o irlandés llamado Major Whyte, con una barba por la cintura y que se creía Julio César.

En los días siguientes hubo otros casos de vindicta popular, al tiempo que los cortesanos más absolutistas, como el hermano del rey, el conde de Artois, marchaban al extranjero, iniciando el fenómeno de la “emigración”.

La insurrección de París y la caída de la Bastilla supusieron el comienzo de una insurrección general. Hasta entonces, los múltiples motines y enfrentamientos ocurridos desde 1787 no habían tenido mucha relación entre sí, pero a partir de ese momento la mayoría de las ciudades y pueblos de Francia comenzaron, con inusitada rapidez, a imitar a la capital. El temor a un complot aristocrático, que había estado latente desde el principio, se fue extendiendo, cargado de negros presagios. La Revolución había comenzado.

Y, como último apunte, si no se hubiera producido la revolución del 14 de julio de 1789, no hay duda de que la Bastilla también habría caído… por obra de los ingenieros y urbanistas del rey. En efecto, en la década de 1780 se elaboraron múltiples proyectos para derribar una fortaleza que representaba un estorbo para el desarrollo de París, cuyo mantenimiento era muy caro y que además resultaba fea. Ni siquiera como prisión era práctica. Sin embargo, una vez demolida, no se supo muy bien qué hacer en el espacio que quedó libre. Napoleón pensó erigir un enorme elefante de bronce que evocase sus conquistas orientales, pero el proyecto no se materializó. Al final, en 1831 se levantó una columna para celebrar la revolución, pero no la de 1789, sino la de 1830.

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