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viernes, 3 de diciembre de 2010

La mano invisible de la Economía


“La codicia es buena”, declaraba Gordon Gekko, el villano de “Wall Street”, el clásico de la década de 1980, para confirmar de un solo golpe los peores miedos de la sociedad bienpensante acerca de los financieros. En el despiadado mundo de Manhattan, la avaricia flagrante había dejado de ser algo de lo que avergonzarse, para convertirse en algo que podía lucirse con orgullo, como las camisas a rayas y los tirantes rojos.

Si esa declaración resultaba escandalosa en una película a finales del siglo XX, intente imaginar cómo habría sonado doscientos años antes, cuando la vida intelectual todavía estaba dominada por la Iglesia y definir al ser humano como un animal económico era casi blasfemo. Este ejercicio quizá le dé una noción del impacto que tuvo la revolucionaria idea de la “mano invisible” cuando Adam Smith la propuso originalmente en el siglo XVIII. Con todo, al igual que su descendiente cinematográfico, el libro de Smith fue un enorme éxito comercial, la primera edición se agotó con rapidez y desde entonces la obra ha sido considerada parte del canon.

Adam Smith (1723-1790), padre de la economía moderna, nació en Kirkcaldy, una pequeña ciudad escocesa donde nada presagiaba que fuera a convertirse en un pensador revolucionario. El primer economista era, como corresponde, un académico excéntrico que se tenía a sí mismo por un marginado y que ocasionalmente se lamentaba de su aspecto físico inusual y su falta de habilidades sociales. Como muchos de sus herederos actuales, Smith tenía su despacho en la Universidad de Glasgow repleto de documentos y libros apilados de forma caótica. De cuando en cuando se le veía hablando solo y era sonámbulo.

Smith acuñó la expresión “mano invisible” en su primer libro, “La teoría de los sentimientos
morales” (1759), que se ocupaba de la forma en que los seres humanos interactúan y se comunican y de la relación entre la rectitud moral y la búsqueda innata del propio interés que caracteriza al hombre. Después de dejar Glasgow para ser tutor del joven duque de Buccleuch, empezó a trabajar en la obra que más tarde se convertiría en, para citar su título completo, “Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”.

A partir de entonces, Smith se convirtió en una especie de celebridad, y sus ideas no sólo influyeron en todas las figuras importantes de la historia de la Economía, sino que también contribuyeron a impulsar la Revolución Industrial y la primera ola de la globalización, que terminó con la Primera Guerra Mundial. En los últimos treinta años, Smith ha vuelto a convertirse en un héroe, y sus ideas acerca de los mercados libres, la libertad de comercio y la división del trabajo son auténticos puntales del pensamiento económico moderno.

¿Y qué es la “mano invisible”? Se trata de una forma de referirse a la ley de la oferta y la demanda y explica cómo el tira y afloja de estos dos factores sirve para beneficiar a toda la sociedad. La idea básica es la siguiente: no hay nada malo en que la gente actúe por propio interés. En un mercado libre, las fuerzas combinadas de todos los actores que buscan promover sus intereses individuales benefician a la sociedad en su conjunto y enriquecen a todos sus miembros.

En su obra “La riqueza de las naciones”, Smith únicamente utiliza la expresión en tres ocasiones, pero un pasaje clave subraya su importancia:

“Ningún individuo pretende promover el interés público, ni sabe en qué medida lo promueve (…). Al dirigir su industria de tal manera que su producción tenga el mayor valor posible, busca sólo su beneficio personal, y en esto, como en muchas otras circunstancias, le conduce una mano invisible para promover un fin que no formaba parte de sus intenciones (…). Al buscar su propio interés, con frecuencia promueve el de la sociedad de forma más eficaz que cuando se propone hacerlo de modo consciente. Nunca he visto hacer tanto bien a quienes dicen dedicarse al bien público”.

La idea contribuye a explicar por qué los mercados libres han sido tan importantes en el desarrollo de las complejas sociedades modernas.

Pensemos, por ejemplo, en el caso de un famoso inventor, Thomas Edison, a quien se le ha
ocurrido una idea para un nuevo tipo de bombilla que es más eficiente, más duradera y más brillante que el resto. Edison lo ha hecho para satisfacer su propio interés, con la esperanza de hacerse rico y famoso. La consecuencia de ello será el beneficio de la sociedad en su conjunto: se crearán puestos de trabajo para los encargados de fabricar las bombillas y se mejorará la vida (y los cuartos de estar) de quienes las compren. Si no existiera demanda para las bombillas, nadie las compraría, y la mano invisible le habría dado un correctivo severo a Edison por haber cometido semejante error.

De forma similar, una vez que Edison ha montado su negocio, es posible que al verle enriquecerse otros intenten superarle diseñando bombillas más brillantes y mejores y consigan también hacerse ricos. Sin embargo, la mano invisible nunca duerme, y Edison responde a sus competidores bajando el precio de sus bombillas para garantizar que sus ventas sigan siendo mayores que las de los demás. Los consumidores, encantados, se benefician de bombillas cada vez más baratas.

En cada etapa del proceso, Edison actuará de acuerdo con sus propios intereses, no en pos de los intereses de la sociedad, pero el resultado, aunque vaya contra nuestra intuición, es el beneficio de todos. En cierto sentido, la teoría de la mano invisible tiene cierta semejanza con la idea matemática de que la multiplicación de dos cantidades negativas da como resultado una cifra positiva. Cuando sólo una persona actúa por propio interés y el resto lo hace por altruismo, la sociedad no se beneficia en absoluto.

Un ejemplo interesante es el de Coca-Cola, que en la década de 1980 cambió la receta de su bebida gaseosa en un esfuerzo por atraer a consumidores más jóvenes y a la moda. Sin embargo, la nueva Coca-Cola fue un completo desastre: el cambio no fue del gusto del público y las ventas se desplomaron. El mensaje de la mano invisible fue claro y después de unos cuantos meses la compañía, con los beneficios por los suelos, retiró la nueva bebida. La Coca-Cola “clásica” volvió, y los consumidores lo celebraron (al igual que los directivos de Coca-Cola, cuyos beneficios se recuperaron).

Smith reconocía que había circunstancias en las que la teoría de la mano invisible no funcionaba. Una de ellas es la existencia de barreras a la competencia, que puede derivar en oligopolios o monopolios. Otra es el dilema que usualmente se conoce como la “tragedia de los bienes comunes”. El problema es que cuando sólo existe una cantidad limitada de un recurso particular, por ejemplo pastos en una tierra comunal, quienes lo explotan lo hacen en detrimento de sus vecinos. Éste es un argumento que se ha empleado con mucha fuerza en la lucha contra el cambio climático.

A pesar de que en las últimas décadas la idea de la mano invisible ha sido secuestrada por políticos de derechas, la noción no representa necesariamente una posición política particular. Se trata de una teoría económica positiva, aunque, eso sí, socava de forma muy seria las pretensiones de quienes piensan que la economía puede dirigirse mejor desde arriba, con los gobiernos decidiendo lo que debe producirse.

La mano invisible subraya el hecho de que son los individuos (más que los gobiernos y los
administradores) los que deben decidir qué producir y qué consumir, pero hay varias condiciones importantes. Smith fue bastante cuidadoso y distinguió entre el interés propio y la pura codicia egoísta. Es una cuestión de interés propio tener un marco de leyes y regulaciones que nos protejan, como consumidores, de un trato injusto. Esto incluye los derechos de propiedad, la defensa de las patentes y los derechos de autor y las leyes de protección laboral. La mano invisible debe tener el respaldo de un Estado democrático.

Es en esto que se equivoca Gordon Gekko. Alguien impulsado exclusivamente por la codicia podría optar por burlar la ley en su intento de enriquecerse a costa de los demás. Adam Smith nunca hubiera aprobado semejante conducta.

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