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domingo, 30 de enero de 2011

Canibalismo: un ritual de posesión


La ingestión de carne humana puede ser un acto de desesperación en situaciones de extrema carencia de alimentos. Sin embargo, lo más habitual es que los motivos de las tribus antropófagas sean de tipo ritual. Devorar los ojos de los enemigos muertos para adquirir su fuerza; sus testículos para absorber su valor, o todo su cuerpo en una fiesta-orgía a modo de venganza fueron costumbres propias de las tribus antropófagas, que todavía perduran en ciertas zonas de las regiones ecuatoriales.

Al acto de ingerir carne humana se lo denomina antropofagia. Por extensión se denomina también así a la costumbre de realizar tal acto. El término proviene de las palabras griegas anthropos (“hombre”) y fagein (“comer”). En ocasiones, este mismo término se usa como sinónimo la palabra “canibalismo”, por alusión a las tribus antropofágicas de las Antillas denominadas caníbales.

El acto de comer individuos de la propia especie no es una desviación exclusiva del ser humano: la hembra de mantis religiosa devora al macho tras el apareamiento; ciertos peces que incuban a sus crías en la boca pueden llegar a devorarlas; los propios peces de un acuario, en ocasiones, devoran a sus semejantes… Todos estos ejemplos naturales y otros muchos, son debidos, en todos los casos, a motivos que nada tienen que ver con algo que no sea el propio instinto.

El caso del ser humano, sin embargo, es mucho más complejo. Llegar a comprender el por qué de las actitudes antropofágicas es harto complicado. Desde un punto de vista psicológico, los estudios más exhaustivos relacionan el acto de comer con la idea de posesión del objeto engullido. En la primerísima infancia, cuando aún ninguna desviación cultural puede haber afectado al niño, se aprecian dos etapas diferentes, a saber, un estadio o fase oral y otro sádico-oral o canibalístico. En la primera etapa, el niño tiende a succionar los objetos, mientras que, en la segunda, predomina ya el mordisco. En esta última surge la relación entre la libido y la agresividad, relación que converge en la boca como zona erógena.

El austríaco Sigmund Freud relató en su libro “Tótem y tabú” (1912) el mito de la comida totémica: el asesinato del padre por parte de los hermanos miembros de la horda primitiva con el único fin de adquirir su fuerza y su poder ante las mujeres. Cinco años más tarde, publicó Freud “Duelo y melancolía”, obra en la que expresaba la relación existente entre el deseo de poseer el cuerpo del amante y las conductas agresivas orales.

En otro plano, entender la conducta de las tribus antropófagas implica necesariamente la consideración de sus motivos rituales. En pocos casos la antropofagia ha venido dada por motivos alimenticios: de hecho, las grandes orgías caníbales solían realizarse en las épocas de recolección y, por tanto, de bonanza alimentaria.

Con estos antecedentes, tal vez sea más fácil la comprensión de los dos tipos esenciales de
antropofagia que existen o han existido en las diversas tribus. El primero de ellos es el que está íntimamente relacionado con la guerra y la agresividad intertribal: se ingieren los cuerpos de los enemigos derrotados en la batalla –o, al menos, algunas de sus partes- con fines rituales. Así, por ejemplo, en los habitantes de las islas Marquesas, era práctica común la ingestión de la carne de los enemigos en una fiesta por la victoria, tras someterlos a toda clase de torturas en caso de haber sido capturados vivos. En las tribus caníbales del sudeste africano, se realizaban rituales de incineración e ingestión de las partes más simbólicas de los cuerpos calcinados de los enemigos. Así, con sus testículos se ingería y se adquiría su valor; con la piel del entrecejo, su perseverancia; con las orejas, su inteligencia, y con el hígado, su energía.

Más ejemplos de este simbolismo orgánico se encuentran en las tribus zulúes, para las cuales la ingestión del entrecejo de los enemigos equivalía a adquirir la facultad de mirar a los ojos de los adversarios sin pestañear en un futuro combate. Con el mismo fin se comían ciertas tribus aborígenes australianas el hígado, las manos y los pies de los contrarios asesinados. En Borneo, la tribu de los dayak engullía las palmas de las manos y la carne de las rodillas de los enemigos en la creencia de que de esta manera sus manos y sus piernas serían más fuertes. El corazón también ha sido un órgano muy apreciado entre las diversas tribus caníbales, como por ejemplo, los sioux americanos, los basutos y los ashantis.

Todos estos rituales guerreros quedan incluidos dentro del denominado exocanibalismo –en
referencia a que en este tipo de prácticas sólo pueden ser devorados los miembros de otras tribus. Por el contrario, el endocanibalismo es aquel que se da entre los miembros de una misma tribu. El endocanibalismo está relacionado con los rituales funerarios. El hecho de ingerir los cuerpos de los difuntos ha sido tanto una señal de respeto como una muestra de la intención de permanencia del espíritu de los muertos en el cuerpo de los vivos. Este ritual se suele dar en las culturas matriarco-agrarias, en las que el hecho de la ingestión de carne muerta y la fertilidad están íntimamente relacionados.

Lo más curioso de todo es que no se conoce antropológicamente el caso de la existencia conjunta de ambos tipos de canibalismo.

Los orígenes de las prácticas antropofágicas se remontan en el tiempo tanto como la propia humanidad. En las cavernas de Chu-ku-tien, en China, se encontraron señales inequívocas de antropofagia: cráneos fracturados en su base –muy probablemente para facilitar la ingestión de los sesos-, junto a restos de Sinanthropus (“Hombre de China”). El Australopithecus sudafricano y el Hombre de Neanderthal también debieron practicar la antropofagia, pues junto a los restos de hogueras se han encontrado huesos calcinados de seres humanos. Ya a finales del Neolítico, el mapa del canibalismo incluía la isla de Capri, Irlanda, Francia y Gran Bretaña.

El mito de Polifemo, entre otros, da cuenta de la existencia de antropofagia en las leyendas griegas. Los aztecas mexicanos seguían practicando ritos caníbales ya en los tiempos de la conquista española, así como los bataks de Sumatra. Y en el siglo XV, los descubridores españoles relataron la existencia de tribus antropófagas en las Américas. Se trataba, entre otras, de la tribu de los caníbales. Este término es, de hecho, una derivación del vocablo que estos indios caribes –propios, como su nombre indica del Caribe- utilizaban para referirse a la antropofagia.

En África, Melanesia, Polinesia o Filipinas, siguieron dándose durante algún tiempo las prácticas antropófagas. Los bagobos filipinos, por ejemplo, devoraban el corazón y el hígado de sus víctimas para adquirir su fortaleza. Otra de las peculiaridades del canibalismo, la prohibición –el tabú- de comer miembros de la propia tribu, salvo en casos de rituales funerarios, aparece en la tribu batak de Sumatra, en la que quienes la incumplían eran tratados, en todos los sentidos, como enemigos: eran, por tanto, susceptibles de ser, a su vez, devorados. En las islas Fidji, el ritual de ingestión de carne humana incluía la utilización de recipientes especiales para la presentación de las viandas humanas.

En la tribu norteamericana de los kwakiutl, la antropofagia representaba una parte importante del rito secreto de iniciación. El canibalismo también perduró, hasta bien entrada la Edad Moderna, entre los maoríes neozelandeses y entre los aborígenes australianos. En estos dos últimos casos, algunos autores apuntan la idea de que la antropofagia no se realizaba con fines rituales o guerreros, sino alimenticios: la escasez de fuentes de proteínas en la región se veía compensada por la carne humana obtenida en la guerra.

Ya en la época moderna, la antropofagia ha sido documentada en ciertas tribus africanas y
americo-ecuatoriales. Pero la antropofagia también ha sido practicada, en circunstancia extremas, por gentes de los países “civilizados”. Se relatan historias de ingestión de carne humana en ciudades asediadas, en campos de concentración o entre náufragos o supervivientes de accidentes aéreos.

Ahora bien, entre estos últimos casos y los anteriores existe una diferencia fundamental: la carne humana es ingerida en ellos por imperiosa, estricta y perentoria necesidad, y, por lo común, sólo tras la muerte natural del sujeto.
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jueves, 27 de enero de 2011

Brahma y la creación del Cosmos


La mitología hindú, una de las más antiguas y diversas del mundo, tiene varios mitos diferentes sobre la creación del universo. En uno de ellos, un carpintero divino construye el universo y todo lo que contiene. En otros, el panteón divino surge de la procreación de un dios y una diosa primigenios. Pero el más popular y que más ha sobrevivido al paso del tiempo es el del dios Brahma/Prajapati, quien usa sus poderes de meditación y su sexualidad para crear todo, desde el amanecer hasta las plantas y la gente.

En la antigua mitología hindú había un dios supremo llamado Prajapati, Señor del Universo, una deidad eterna que existía antes de todo. Fue Prajapati quien comenzó el proceso de génesis del cosmos creando a Brahma, a su vez el dios creador. En mitos posteriores, la figura de Prajapati se fundiría con la de Brahma, uno de los tres dioses más poderosos y adorados en la India junto a Vishnu (el preservador) y Siva (el destructor).

Mientras Prajapati, Señor del Universo, meditaba, apareció una semilla en su ombligo. De ella nació una planta de loto que, a medida que crecía, era bañada por una brillante luz. De este loto y de la luz que le rodeaba nació Brahma. La luz se extendió por todo el cosmos, llevando consigo a Brahma, por lo que éste pasó a formar parte de la esencia de todas las cosas. Brahma se convirtió también en la esencia del tiempo: un día de su vida equivale a 4.320 millones de años humanos. Cuando transcurra ese lapso de tiempo, el ciclo de la creación comenzará de nuevo, dando lugar a una nueva edad cósmica .

Según el mito que narra la creación del cosmos por Brahma, el dios contempló el universo, que no era nada más que un caos sin forma. Mientras meditaba, el cosmos comenzó a ordenarse, separándose del caos. Pero el creador se dio cuenta de que aún no sabía qué forma tendría el universo y esa ignorancia se convirtió en una entidad oscura que Brahma, decepcionado, despreció. Ese fue el origen de la Noche. El dios siguió meditando, dando origen a otros cuerpos y seres, desde dioses hasta estrellas, antes de que producir una hermosa hija: el Amanecer.

Cuando Brahma vio a su hija, experimentó atracción sexual hacia ella e intentó seducirla, pero ella le rechazó, huyendo convertida en un ciervo. Brahma respondió transformándose también en un venado. De acuerdo con una versión de la historia, su hija siguió negándose a tener relaciones con él y su semen cayó al suelo, donde se convirtió en el primer hombre y la primera mujer. En la otra versión del mito, la pareja copuló una y otra vez mientras mutaban continuamente sus formas, por lo que sus hijos se convertirían en los primeros especímenes de cada animal y planta del planeta.

Cuando la creación se hubo completado, Brahma trasladó su morada a lo alto del Monte Meru (aunque también se dice que continúa estando presente en cualquier sitio), donde sigue meditando para darle fuerza al universo.

El monte Meru es una montaña mítica considerada sagrada en varias culturas, como el hinduismo y el budismo. Para los hindúes tradicionales, el monte Meru es una montaña dorada ubicada en el centro del mundo, tiene 450.000 kilómetros de altura, forma de cono truncado muy alargado, un solo pico, y se encuentra en el centro de Eurasia, quizá en la meseta del Pamir.

Los primeros relatos hablaban de que el dios del cielo, Indra, construyó su paraíso en la cima.
Versiones posteriores situaban el palacio de Brahma en la cumbre, mientras que los de las otras divinidades se asentaban más abajo. La montaña descansaba sobre siete mundos inferiores o continentes concéntricos separados unos de otros por océanos (también concéntricos) de distintas sustancias: el océano más interno (el único que conocemos los seres humanos) es de agua salada, el siguiente de caña de azúcar, de vino, de ghi (mantequilla clarificada), de cuajada, de leche, y finalmente de agua dulce. Más allá de este último océano concéntrico hay cuatro puertas (una por cada punto cardinal. Más allá de estas cuatro entradas está el inmenso océano primordial.

Brahma se sirve de un hamsa o cisne divino como vehículo. En el hinduismo, el cisne tiene el poder de comer perlas y de separar la leche del agua (si se le ofrece una mezcla de ambos). Es una metáfora de que el bien y el mal están entrelazados en nuestro universo, y debemos aprender a separar uno de otro, conservando lo que es valioso y descartando lo que no lo es.
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martes, 25 de enero de 2011

El origen del chupa chups


El chupa chups fue inventado en 1959 por el empresario confitero catalán Enric Bernat, nieto de un confitero barcelonés, en cuya fábrica comenzó a trabajar. En los primeros años cincuenta, pasó a dirigir la industria Granjas Asturias. Deseoso de encontrar un producto estrella que hiciera remontar el vuelo a su empresa, concibió la idea de lanzar al mercado un caramelo que acabase con uno de los mayores inconvenientes de todas las confituras: que los niños, sus principales consumidores, se pringasen las manos.

Al principio, elaboró el palo del por entonces todavía sólo chups en madera, para pasar al plástico en 1960. El nombre del caramelo se completó a raíz de una campaña publicitaria que insistía en la forma en que había de ser consumido.

En julio de 2006, la empresa italo-holandesa Perfetti Van Melle llegaba a un acuerdo con los herederos de Enric Bernat (fallecido en diciembre de 2003), para adquirir la mayoría del capital de la empresa Chupa Chups. La empresa ya no era española y puede no tardar en desaparecer físicamente de nuestro país: en enero de 2011, los dueños cerraron la fábrica que había en Villamayor, Asturias, decisión duramente criticada por parte de los trabajadores de la compañía en España. No se garantiza ni siquiera la continuidad de la división Chupa Chups en España pues no certifica la permanencia de la fábrica que les queda en Barcelona.

Hoy en día, la producción anual es de unas 17.000 toneladas; la producción diaria, de unos 12 millones de unidades y se venden más de 1.500 millones al año en unos 100 países.
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domingo, 23 de enero de 2011

1869-1955- GULBENKIAN: El señor 5%


Vale más –decía Gulbenkian- tener un trozo pequeño de un pastel grande que un trozo grande de un pastel pequeño”. Y lo demostró.

Al final del siglo XIX, el petróleo no interesaba en absoluto a los franceses. Gentes rutinarias, basaban todo el desarrollo de su industria en el carbón que el subsuelo de su patria suministraba en abundancia. El nuevo recurso tenía mala reputación: no sólo despedía un olor pestilente que lo hacía impopular en los lugares donde se refinaba, sino que, además, para muchos su futuro comercial parecía muy incierto. En realidad, hasta el gran auge de la industria automovilística sólo se utilizó como combustible para el alumbrado, como grasa para las máquinas de vapor y como medicina, totalmente ineficaz, por cierto, contra la bronquitis, la tuberculosis y la gonorrea. Huelga decir que, a pesar de la relajación de las costumbres, todavía se vendía en cantidades muy pequeñas en las trastiendas de las droguerías y que nadie (o casi nadie) podía prever el gigantesco mercado que le iba a abrir la joven industria de los motores de explosión.

Por tanto, el artículo que la “Revue des Deux Mondes” publicó con fecha del 15 de mayo de 1891, firmado por un tal Calouste Sarkis Gulbenkian, pasó totalmente inadvertido. El autor, un desconocido, hacía una vibrante defensa de los hidrocarburos y en especial del petróleo de Bakú, el único capaz, según él, de permitir que Europa compitiera con la ya dominante Standard Oil del señor John Rockefeller. En su artículo exponía con entusiasmo su intención de “animar a algunos ingenieros franceses para que, por fin, se decidiesen a ir al país del petróleo” y en un arranque lírico, concluía hablando de “el próximo y definitivo triunfo del petróleo ruso”.

Por muy persuasivo que fuese, el joven sólo encontró un desierto de incomprensión. No consiguió convencer al gobierno ni a los financieros ni a los ingenieros franceses de lo bien fundadas que eran sus opiniones. Y esto (todo hay que decirlo), porque su demostración se basaba en una intuición cuyo carácter erróneo iba a demostrarse con el tiempo: la idea de que la industria petrolera americana, y en especial la Standard Oil de John Rockefeller, estaba condenada (no explicaba exactamente por qué) a un declive irremediable.

Además, en aquellos tiempos de esplendores imperiales y de Exposición Universal, los franceses no podían considerar seriamente que algo importante pudiese existir fuera de ese ombligo del mundo que para ellos era su país. Por tanto, no se dignaron conceder la menor atención a ese aceite maloliente que el joven armenio les ponderaba con un talento incomparable, y del que, por una extravagancia de la naturaleza, carecía su subsuelo. Si en su país había carbón en abundancia, ¿para qué se iban a embarcar en campañas de prospección tan costosas como inciertas? Escucharon, pues, al joven con el oído distraído, contemplaron con indulgencia teñida de desprecio su aspecto de comedor de lukums y resolvieron que en lugar de ir a darles lecciones a ellos sobre lo que era modernidad, más le valdría quedarse en su sitio y vender alfombras, como acostumbraban a hacer sus convecinos turcos.

Se necesitaba mucho más para desanimar a Calouste. Como buen oriental, tenía el comercio en la sangre. Había venido a Europa con la firme decisión de hacer fortuna y no pensaba regresar a su país con las manos vacías.

Una tradición hagiográfica doblemente errónea ha atribuido a Gulbenkian dos orígenes diferentes. Se afirmó, por una parte, que era hijo, nieto y descendiente desde tiempos inmemoriales de un oscuro linaje de limpiababuchas. Por otra parte, se aseguró que era un lejano retoño de los reyes de Armenia. Pero, evidentemente, estas dos leyendas contradictorias se forjaron para contribuir a la gloria del personaje, aureolarlo con un origen ilustre o aumentar su mérito atribuyéndole una procedencia más baja de la que tenía en realidad. Lo cierto es que Calouste Sarkis era hijo de un hombre de negocios armenio muy rico establecido en Estambul, cuyos establecimientos comerciales, bancos y factorías formaban en el Próximo Oriente un entramado tan tupido como una red de pesca.

En el Imperio Otomano, donde la diplomacia era para los armenios una simple cuestión de seguridad, bajo la dirección de su padre y de su tío, el chico se inició a partir de los 19 años en todos los matices del oficio de hombre de negocios, que iba a ser el suyo. Aprendió a desconfiar de todo, a informarse acerca de todo y especialmente a ocultar siempre sus pensamientos bajo un velo impenetrable, costumbre que contribuyó en gran parte a su éxito.

Infatigable, recorría continuamente el país a caballo: durante años fue de factoría en factoría, de banco en banco, de bazar en bazar, aprendiendo con un apetito voraz todo lo que algún día le podría servir. Como además gozaba de un prodigioso sentido para el cálculo mental, Calouste desarrolló en un tiempo record las dotes de negociante que la naturaleza y la herencia le habían legado.

Pero fue en Bakú, durante uno de sus innumerables viajes, donde su vocación se reveló realmente. Había ido a aprender a una de las grandes firmas petroleras que los rusos habían instalado y que eran un ejemplo de impericia, ineficacia y falta de profesionalidad.

Allí, sin embargo, ya antes de la aparición del motor de explosión, anunció con acierto cuál sería el futuro del petróleo, y pronosticó –erróneamente- la supremacía que los yacimientos caucásicos iban a adquirir de forma inevitable a expensas de la industria americana de hidrocarburos. Seducido, subyugado, casi embrujado por el oro negro, decidió dedicarle su vida y convertirse en su propagandista por todo el mundo.

Calouste adoraba París, cuyos placeres saboreaba con una sensualidad muy oriental a pesar de trabajar muchísimo. Además, la pensión confortable que le pasaba su padre le permitía dedicarse a ellos sin problemas. Pero, ante la indiferencia de los parisinos, tuvo que decidirse, muy a su pesar, a embarcarse hacia una Inglaterra cuyas nieblas cargadas de humo de fábricas, cuya indigesta cocina y austera moral victoriana odiaba a partes iguales.

Sin embargo, Calouste encontraría muchas razones para felicitarse por este heroico sacrificio. En Londres, su idea encontró, si bien de forma indirecta, el eco que no encontró en Francia. Por supuesto, los súbditos de Su Graciosa Majestad vivían en un país cuyo subsuelo estaba también repleto de carbón, y no tenían más interés por los hidrocarburos que los habitantes de las orillas del Sena. Al igual que éstos, también odiaban el olor de las refinerías. Pero el Foreign Office
consideraba el Cáucaso un lugar estratégico importante en la ruta de las Indias. “Bakú –escribía en aquella época Charles Marvis- es el punto de partida de todas las futuras expediciones a Asia Central. Desde Bakú se pueden embarcar tropas y municiones para las guarniciones de Akhal y Merv”. De hecho, incluso antes de la llegada de Gulbenkian, el gobierno británico había decidido implantar la bandera de la Unión Jack en aquellas recónditas regiones fuera cual fuese la riqueza de su subsuelo. Oportunidad inesperada para el aprendiz de capitalista.

Por consiguiente, y a pesar de su juventud y del carácter poco realista de sus ideas acerca del petróleo –su entusiasmo siempre provocaba sonrisas-, Gulbenkian recibió una buena acogida por parte de los políticos y de los financieros del Reino Unido. Este armenio de aguda inteligencia se convirtió para todos en “el hombre de Bakú”. Negociador nato, con un conocimiento perfecto de la región, Gulbenkian lo tenía todo para convertirse en el hombre providencial con el que el gobierno iba a poder contar para llevar adelante una hábil diplomacia en esa parte del mundo.

En 1902, le concedieron a Calouste Sarkis Gulbenkian la nacionalidad británica y, con el apoyo de varios hombres influyentes, pudo iniciar seriamente sus propios negocios. Tal vez fuera una coincidencia, pero aquel año precisamente, Inglaterra decidió equipar a sus buques de guerra con calderas de fuel, y se produjo así una razón más para interesarse por el Cáucaso y su petróleo. Por consiguiente, las cosas se presentaban muy favorables para el armenio que, a pesar de todo, seguía siendo el único que creía verdaderamente en el radiante porvenir del oro negro.

Además, las vicisitudes de la política internacional iban a acelerar la realización de sus ambiciones. El proyecto alemán de una línea de ferrocarril que debía unir Estambul con la Meca y Bagdad, y que tenía como objetivo no declarado el dominio de Alemania sobre la producción y el comercio del petróleo en Europa, suponía una amenaza directa sobre la ruta de las Indias. La reacción inglesa iba precisamente en el sentido deseado por Gulbenkian: una política ambiciosa en el Próximo Oriente y una alianza cordial con Francia a fin de impedir los objetivos expansionistas de los alemanes… Ya conocemos el resto.

No obstante, en estos delicados asuntos políticos, las preocupaciones del Foreign Office seguían
siendo esencialmente estratégicas. Por aquel entonces, excepto algunos extravagantes al estilo de Gulbenkian, nadie creía aún en el futuro de aquel barro negruzco cuyo mercado parecía estar definitivamente copado por los americanos. El automóvil aún no se había incorporado a la vida cotidiana. Seguía siendo cosa de deportistas y de algunos privilegiados ociosos. La gasolina seguía vendiéndose a granel en la trastienda de las tiendas de ultramarinos y su comercio no era nada atractivo para los inversores, pues existía una dura competencia entre la Standard Oil de Rockefeller en la cumbre de su ambición y los ingleses de la Royal Dutch. Fue con Henry Deterding, presidente de esta última empresa, con el que Caluste Gulbenkian hizo finalmente negocios. Y, en 1912, consiguió montar la Turkish Petroleum Company. Esta sociedad, cuyos objetivos eran la explotación de los yacimientos de Mosul y Mesopotamia, tenía como fundadores al Banco Nacional de Turquía, a la Royal Dutch Shell, al Deutsch Bank y… a Gulbenkian, por supuesto, que participaba en el capital en calidad de persona privada y se había reservado nada menos que el 40% de las acciones.

La jugada genial de Calouste Gulbenkian consistió en vender, o más exactamente, canjear estas
acciones con algunas compañías extranjeras (francesas y americanas sobre todo) a cambio de una renta anual del 5% sobre los beneficios de la sociedad. A primera vista, si se tiene en cuenta la dimensión relativamente modesta de la empresa, el trato parecía absurdo. Al enterarse de la noticia, muchos financieros se llevaron el dedo a la sien con una sonrisa indulgente: “¡Está loco, loco de remate! ¡Más le valdría vender alfombras!” Esta fue la opinión general. Y, en efecto, en comparación al 40% de su participación inicial, el 5% de interés parecía una miseria. La única ventaja del acuerdo estaba, pensaban ellos, en permitir a Calouste salir airoso al retirarse de una asociación cuyos socios sólo deseaban eliminarse entre sí.

Sin embargo, cuando tras unos años la Turkish Petroleum consiguió el monopolio de la explotación petrolera y se convirtió en propietaria de la casi totalidad de los yacimientos de Irak y Mesopotamia (y todo esto sin que Calouste tuviese que desembolsar un céntimo), el miserable 5% se convirtió en un prodigioso maná de 50 millones de libras, que todos los años caía en su bolsa con sólo abrir las manos para recogerlo. Esta fue la prodigiosa jugada de póquer que convirtió a Gulbenkian en uno de los gigantes del oro negro. Con su barba hirsuta, su eterno puro y sus cejas enmarañadas, que le daban aspecto de fauno, el multimillonario inició su entrada en la leyenda y disfrutó de una vida afortunada de maharajá que nada, ni siquiera el “crack” del 29 vendría a turbar.

Después de la Primera Guerra Mundial, volvió a vivir en París, donde estaba su corazón y donde le esperaba el espléndido edificio que se había construido. Prefería, sin embargo, el ambiente animado y novelesco de los grandes hoteles de lujo, así que fijó su residencia en el Ritz; sólo utilizaba su magnífica vivienda para almacenar obras de arte, maravillas del siglo XVIII francés que los anticuarios del mundo entero venían a ofrecerle. Mientras que su mujer –que vivía del en hotel George V- alimentaba la actualidad mundana con su presencia en todos los lugares de moda, Calouste prefería el incógnito y sólo aparecía en público para satisfacer sus dos grandes pasiones de entonces: las carreras de caballos y el baile.

La actividad febril e incesante a la que debía su inmensa fortuna no había impedido que “el señor 5%” se casara y se reprodujera. De su esposa había tenido un hijo llamado Nubar, que se le parecía como una gota de petróleo se parece a otra gota de petróleo. Era de pelo y rasgos oscuros, pequeño y rechoncho, y cogía unas rabietas terribles. El choque de dos personalidades tan enteras tenía que ser explosivo, sobre todo porque el padre había hecho todo lo posible para forjar el carácter de su retoño a imagen del suyo.

Tras estudiar en Cambridge, Nubar entró en los negocios paternos, donde aprendió su oficio
empezando por las tareas más modestas; antes de iniciarlo en la diplomacia, en el mando de los hombres y en las diversas infamias de las finanzas, su padre le obligó a copiar inventarios, a despegar albaranes, a pegar sobres… En la puerta del despacho donde obligaba a su hijo a realizar estas tediosas tareas, Calouste ordenó colocar un cartel que decía: “No hay nada tan divertido como el trabajo”. Todo esto debió de ser una dura prueba para un joven nabab cuya fortuna crecía sin cesar sin que tuviese que mover un dedo y que, al contrario que su padre, sólo soñaba con deslumbrar a su público a fuerza de Rolls, de yates y de diamantes. Además de los Rolls, los yates y las mujeres (tuvo tres), Nubar sentía una pasión devoradora por las orquídeas. Allí donde estuviese no podía aparecer sin llevar una en la solapa. La gran responsabilidad de proporcionarle orquídeas frescas de forma permanente le correspondía a una empresa contratada a tal efecto.

Si bien la crisis económica no tuvo grandes consecuencias para la fortuna de Gulbenkian, la segunda Guerra Mundial alteró algo sus costumbres. Nadie está realmente a salvo de la desgracia. Ya en 1936, por temor a las excentricidades socialistas del Frente Popular, había considerado más prudente trasladar su residencia a Londres y confiar sus colecciones más valiosas a la custodia del British Museum. En 1943, los bombardeos le obligaron a mudarse de nuevo y buscar refugio en Portugal, uno de los raros países que tuvo la sabiduría de no entrar en la guerra con el pretexto de servir a la paz.

Al igual que en París, fijó su residencia en un hotel de gran lujo, el hotel más curioso que se pueda imaginar: el Hotel Aviz, que, en efecto, era una especie de palacio de las Mil y Una Noches cuyo extraño decorado neomorisco sólo se abría para recibir a los reyes, a los hombres de Estado y a los poderosos de este mundo. Calouste Gulbenkian alquiló para él solo el primer piso del edificio y le dio a entender al presidente Salazar que no se lo cedería a nadie, aunque se tratara del papa en persona. La “suite” alquilada constaba de salas de recepción y, sobre todo, de un cuarto de baño pompeyano en mármol de Estremoz veteado en rosa y malva que debía de ir muy bien, mejor que cualquier otro decorado, con su físico de sátiro de mirada enmarañada.

Dedicaba la mayor parte de su tiempo a ver crecer su fortuna y mantener con Nuba una relación pasional hecha de riñas, disputas y reconciliaciones temporales seguidas de nuevas peleas y posteriores reconciliaciones. Fue en este decorado mágico donde llegó al final de su lujosa existencia. Allí moriría un 20 de julio de 1955. Dejó a sus herederos –Nubar y su herm
ana- una fortuna valorada de forma aproximada en 33.600 millones de euros.

Nubar Gulbenkian heredó de su padre el sentido de la diplomacia. Su máxima era: “Si se puede
evitar, lo mejor es no discutir, sobre todo cuando se está en el petróleo. Murió en Grasse, en enero de 1972, sin hijos. La dinastía se acabó con él. Hoy, la Fundación Gulbenkian, que es también un prestigioso museo en Lisboa, guarda obras de arte que el multimillonario padre fue reuniendo pertenecientes a todas las épocas y en especial al siglo XVIII francés. Administra además unas 150 bibliotecas repartidas por todo Portugal así como varios institutos culturales en diferentes países.
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viernes, 21 de enero de 2011

Haiti: fracaso histórico y humanitario (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Cuando se marcharon los marines norteamericanos en 1934, el ejército haitiano era una de las pocas cosas que aún funcionaban más o menos bien. Desde 1934 hasta 1957, Haití fue un follón aún mayor de lo habitual. Golpes de Estado a porrillo y cambios de nombre sin que las cosas cambiaran en absoluto. Un humilde y risueño médico rural negro, François Duvalier, fue el único hombre que supo encontrar la manera de poner el país bajo control, bajo su propio control.

Su principal problema era, precisamente, el ejército porque podía derrocar (y derrocaba) a todo presidente con ínfulas. El problema número dos era ganarse a la gran población negra que no sabía ni le importaba quién gobernaba en las ciudades. Duvalier empezó cortejando a los campesinos negros. Hablaba mucho del “orgullo negro" y decidió interesarse oficialmente por el vudú, lo cual hizo que los campesinos lo consideraran como de la familia y al mismo tiempo le tuvieran verdadero miedo, pues Duvalier hizo correr el rumor de que estaba en contacto con ciertos espíritus realmente temibles.

Después se hizo con el ejército. Ellos le habían puesto en el poder y ahora Duvalier quería asegurase de que nunca pudieran echarlo. Se proclamó presidente vitalicio, pero lo cierto es que no impresionó a nadie. Era el octavo haitiano que reclamaba ese título. Pero lo de Duvalier no era solo palabrería. Tomó dos medidas clásicas para consolidar el poder: primero, organizó una guardia presidencial, independiente del ejército y formada mayoritariamente por sus fieles. Segundo, puso en marcha una segunda fuerza armada como contrapeso del ejército, algo así como la Guardia Republicana de Sadam, la Guardia Revolucionaria islámica de Jomeini, o la Guardia Roja maoísta.

El grupo de Duvalier era tan implacable y brutal como cualquier otro de su estilo, pero con rasgos coloristas propios del país. Había estudiado la tradición del vudú haitiano y bautizó a su banda como “Tonton Macoute”, que significa algo así como “el coco”. Los macoute se dispersaron por los campos de caña para convertirse en un cruce entre tinglado de seguridad, culto vudú y ejército privado de Duvalier. Teniendo en cuenta las alternativas profesionales que había en el mundo rural isleño -básicamente reducida a una: cortar caña todo el día bajo un sol tropical e irse a casa, entendiendo por tal una choza de una sola habitación, y tratar de no pillar un simple catarro que te llevara a la tumba por falta de medicamentos- no es de extrañar que la gente contemplara la posibilidad de meterse a discípulo de vudú/asesino ninja.

Mientras los macoute mantenían aterrorizado al campo, la guardia presidencial vigilaba Puerto Príncipe. Y Papa Doc cortaba el bacalao, sonriendo para las cámaras y matando a todo aquel que se atreviera incluso a mirarle mal. Se cargó al menos a treinta mil personas y los campesinos lo veneraban igual. No sólo eso, sino que le concedieron lo máximo a que puede aspirar un dictador: morir en el poder. El sistema que Duvalier había instaurado era tan fuerte que incluso el idiota de su hijo, Jean-Claude, logró sobrevivir en el poder quince años. También habría muerto en el cargo, pero una mujer lo perdió: se casó con una mulata altanera a la que los campesinos odiaban, y gastó tres millones de dólares en la boda mientras los precios del azúcar seguían cayendo y cayendo…

La cosa explotó en 1986. Hubo una revuelta –otra-, Estados Unidos instó al presidente a marcharse (el hombre abandonó el país) y el nuevo régimen, haciendo alarde de soberbia, prometió “acabar con la corrupción”. Más de lo mismo. Y más aún: en tiempos de Clinton, el hombre de Estados Unidos era Jean-Bertrand Aristide, un “cura de los barrios bajos” que iba por ahí haciéndose el humilde compañero de los desfavorecidos. Ganó las elecciones y luego los matones locales lo derrocaron. Entonces, en vez de dejar que Haití hiciera las cosas a su manera, en 1994 Clinton envió tropas para devolverle el poder a Aristide.

Hace nada, en 2004, la historia vuelve a repetirse: un grupo autocalificado de “ejército de
resistencia” tomo Gonaives, que en alguna parte constaba como “la cuarta ciudad de Haití”. Este “ejército” decía luchar contra el gobierno de Aristide, al que acusaba de incompetencia, brutalidad y corrupción. En otras palabras, era como cualquier otro gobierno en la historia de Haití. Luego se supo que el heroico Frente de Resistencia Revolucionario de la Artibonita acababa de someterse a un pequeño cambio de imagen. Pues sí, parece que antes se hacían llamar “ejército caníbal”. Probablemente era el nombre perfecto para la primera fase de la revolución haitiana: aterrorizar a todo el mundo. Naturalmente, luego optaron por llamarse Frente de Resistencia, a secas, para darle un toque noble a la lucha. En cierto modo, lo único triste es cómo nos empeñamos nosotros en que aquello se convierta en un paraíso democrático, derramando millones y millones mientras quedamos en ridículo poniendo curiosos y democráticos nombres a los asesinos locales.

El actual presidente, René Preval, fue elegido en las elecciones de 2006. Y sería estúpido pensar que algo ha cambiado en el país.

Así que tenemos una nación que jamás ha disfrutado de un líder ilustrado, una sociedad descompuesta y en un estado de subdesarrollo crónico, sin la necesaria base financiera, material o espiritual para salir del hoyo en el que se encuentra. ¿Qué papel ha jugado aquí la ayuda exterior? ¿Dónde demonios han ido a parar los miles de millones de euros que a lo largo de los años se han derramado sobre el país? Habida cuenta de las estadísticas mundiales, no han servido absolutamente para nada, porque Haití sigue siendo uno de los países más desesperadamente pobres del planeta.

En primer lugar, está la mera ineficiencia y desidia. Lo único que cuenta para los organismos de ayuda (ya sean multilaterales o bilaterales) es gastar enormes cantidades de dinero para justificar su propia existencia. La manía por construir grandes presas, por ejemplo, ha significado que la mitad de la tierra irrigada de todo el mundo esté tan salinizada como para afectar a los cultivos. Todavía peor, la espada de Damocles de la sedimentación planea sobre todas las presas: antes o después, cualquier embalse, da igual su tamaño, se llenará de los sedimentos cuyo flujo hacia el mar detiene la presa. Cuando esto ocurre, la presa ha de desmontarse porque ya no servirá para nada. Y es lo que le pasó a Haití: La Presa Peligre, en el río Artibonite, se completó en 1956. Construida con fondos internacionales para durar cincuenta años, su embalse se llenó de sedimentos tan rápidamente que hubo de cerrarse a mediados de los ochenta.

Una minuciosa auditoría externa realizada por la Independent Evaluation Group (IEG), una unidad perteneciente al Banco Mundial pero independiente de él, describió a un desastroso proyecto de desarrollo rural en Haiti como “un ejemplo de los efectos de la presión ejercida por el Banco para lanzar rápidamente proyectos a pesar del poco conocimiento que sus promotores tienen del país”. En otras palabras, el deseo que tienen los burócratas de esos organismos de recibir palmaditas de felicitación en la espalda por prestar rápidamente grandes ayudas financieras sin mirar a qué ni para qué.

Luego está la propia perversión de la ayuda exterior y sus efectos negativos sobre el propio funcionamiento de la economía del país receptor. La ayuda alimentaria cedida por la administración americana a través del programa “Food por Peace”, por ejemplo, ha tenido efectos perversos por todo el mundo, Haití incluido: a finales de los setenta, se encontró que 480 tipos de alimentos cedidos en concepto de ayuda alimentaria se podían hallar en los mercados haitianos compitiendo –a menor precio- con alimentos producidos localmente, lo que dificultaba la venta de éstos y, precisamente, el desarrollo de la economía local.

Pero lo más repugnante de todo es que a menudo, como en el caso de Haití, la principal misión de la ayuda extranjera al Tercer Mundo parece ser financiar sistemas cleptocráticos. En 1981, el Fondo Monetario Internacional pagó 22 millones de dólares al Tesoro haitiano como parte de un crédito condicionado. Dos días más tarde, un equipo de expertos del Fondo se trasladó a ese país y se encontraron con que el presidente Jean-Claude Duvalier había “retirado” 20 millones de dólares para uso personal. También averiguaron que otros 16 millones de dólares habían “desaparecido” de las cuentas de otras administraciones estatales en los tres meses anteriores y que el Banco Central de Haití estaba pagando a la elegante mujer del presidente un salario anual de 1,2 millones de dólares.

Todo esto sucedió mucho antes de que los proamericanos Duvaliers al final se convirtieran en un elemento molesto que tenía que desaparecer. De hecho, se hizo la vista gorda a sus robos hasta 1986 y el Fondo Monetario Internacional siguió comportándose como si el dinero que no paraba de prestar a Haití se usara correctamente. Más bochornoso aún: como condición para conceder esos créditos, el FMI obligó al gobierno haitiano a tomar unas medidas de austeridad (recortes en educación, sanidad..) que afectaban directamente a los más pobres pero que, supuestamente, mejorarían la economía permitiendo al país devolver los préstamos. En resumen: el FMI le engordaba los bolsillos al dictador local mientras los más desfavorecidos se veían aún más machacados. Todo con el visto bueno de los políticamente correctos gobiernos occidentales.

Bajo cualquier punto de vista, Haití era un país pobre en 1956 y continuó empeorando hasta
1986, cuando la "dinastía" Duvalier abandonó el país. La proporción de población que vivía en “pobreza desesperada” se incrementó: del 48% en 1976 a casi el 70% en 1986, momento en el que el ingreso per cápita del 75% de la población había caído por debajo de 140 dólares al año; sólo el 10% de la población rural estaba alfabetizada, el 80% de los niños de menos de seis años sufrían de malaria y entre el 75 y el 80% de los niños de todas las edades sufrían malnutrición. Pues bien, con semejante evolución, Haití fue durante todo ese periodo “Duvalier” un gran receptor de ayuda extranjera por parte de los Estados Unidos, Canadá, Alemania y Francia además del Banco Mundial, la FAO, la OMS, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y UNICEF entre otros. Con todos estos actores/donantes en escena, hay que preguntarse, ¿la ruina de Haití sucedió a pesar de la ayuda extranjera… o a causa de ella?

No es fácil dar con una respuesta definitiva, pero las cifras del Banco Mundial arrojan inmediatamente una conclusión bastante clara: la disponibilidad continua de fondos ayudó al clan Duvalier a mantener un régimen impositivo extraordinariamente bajo… para sus amigos adinerados de la élite. En 1986, el 1% más rico de la población haitiana había conseguido quedarse con el 40% de los ingresos nacionales, pero sólo pagaba entre el 3 y el 5% de los impuestos totales.

Semejante estado de cosas fue posible gracias, pura y simplemente, a la ayuda extranjera: bajo la rúbrica de “Ayuda para el Desarrollo”, los contribuyentes de países occidentales fueron quienes, de hecho, llenaron el presupuesto haitiano año tras año. Durante los setenta y ochenta, la ayuda para el desarrollo financió dos terceras partes de la inversión gubernamental y pagó más de la mitad de las importaciones.

Todo el mundo sabía de la corrupción y depravación del régimen, pero poco se hizo para imponer controles sobre el destino de los fondos de ayuda. De hecho, los Estados Unidos –el principal donante bilateral- afirmó que su estrategia era “delegar la máxima responsabilidad en el gobierno haitiano para la selección y diseño de proyectos”. Lo mismo hubiera sido soltar a un maniaco psicópata bajo promesa de que no volvería a asesinar o a un cleptómano que diga que está muy arrepentido por robar en los centros comerciales.

Mientras se iba derramando ayuda en Haití, el Departamento de Comercio norteamericano mostraba cifras que probaban que no menos del 63% de todo el dinero enviado al país estaba siendo robado por el gobierno. Poco después –y justo antes de que fuera despedido por Duvalier- el ministro de finanzas haitiano, Marc Bazin, reveló que una media de 15 millones de dólares mensuales se estaba desviando a “gastos extrapresupuestarios” que incluían ingresos regulares en las cuentas suizas del presidente. La mayor parte de ese dinero había llegado a Haití a través de la ayuda internacional.

Entretanto, el ministro de deportes destinó 2 millones de dólares de lo poco que quedaba en el Tesoro tras las depredaciones de Duvalier, a construir un estadio que costó en realidad 200.000 dólares. Por aquellas mismas fechas, CIDA, la agencia de ayuda internacional canadiense, canceló un proyecto de desarrollo rural multimillonario que estaba financiando cuando descubrió que la mitad de los 700 trabajadores haitianos en nómina no sólo no acudían a trabajar, sino que posiblemente ni siquiera existían.

Pocos donantes siguieron el ejemplo canadiense: a pesar del flagrante robo de fondos, la corrupción rampante y la violencia y los abusos contra los derechos humanos de los Tonton Macoutes, Occidente siguió manteniendo la fe en los Duvalier hasta, literalmente, el último momento: cuando “Baby Doc” finalmente dejó el país en 1986 para exiliarse cómodamente en Francia, lo hizo transportado por la Fuerza Aérea norteamericana.

En los últimos días, el infame Duvalier, acogido por Francia en su territorio sin hacer preguntas y una vez agotada su fortuna en los casinos de Mónaco, ha tenido la desfachatez de volver a Haiti, seguramente con la esperanza –puede que no del todo infundada- de hacerse de nuevo con parte del pastel. Después de lo que hizo en el país, lo lógico hubiera sido que las masas lo hubieran despedazado y montado un desfile con sus restos, como ya hicieron en otra ocasión con un molesto presidente. Pues no ha sido así. No solamente no está en lo más profundo de un calabozo sino que se permite tomar el pelo a todo el mundo haciendo llamadas a la reconciliación nacional.

Con estos antecedentes, cabe preguntarse muy seriamente si todos estos organismos de ayuda
, tras haber hecho la vista gorda al robo de fondos que recaudaban de nuestros bolsillos, tienen legitimidad a la hora de pedir más. Una cosa es prestar ayuda inmediata tras una catástrofe y otra pasarse cincuenta años financiando regímenes corruptos que aplastan a sus ciudadanos. Nos piden dinero, se escandalizan de que haya países que aún no se hayan vaciado los bolsillos, pero no nos explican por qué, tras medio siglo de ayudas multimillonarias, el país está igual -por no decir peor- que al principio. ¿Acaso no han reflexionado sobre ello?
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lunes, 17 de enero de 2011

Haiti: fracaso histórico y humanitario (1)


En estas fechas, con motivo del aniversario del devastador terremoto de Haití, se está volviendo a recuperar el discurso que conmina a todo el mundo libre a seguir mandando dinero a paladas a esta isla del Caribe, al tiempo que se dice -esto con menos énfasis- que los muchos millones de euros que ya han ido llegando a Haití no han servido para nada, que todo está igual que antes del terremoto. Quizá haga falta algo más de perspectiva histórica para entender por qué todos esos fondos no van a servir para nada, por muy doloroso que este pensamiento pueda resultar.

La historia de Haití es horrible, una sucesión ininterrumpida de sangre, brutalidad, guerras, masacres, líderes enloquecidos y corrupción. Es uno de esos agujeros oscuros de anarquía y desgracia, un matadero del que nadie quiere acordarse hasta que no queda más remedio, como en el caso de una guerra civil particularmente sangrienta -y eso, como veremos, es decir mucho en Haití- o una catástrofe natural. Entonces se mandan observadores, comisiones, cooperantes o, si procede, soldados; se dan una vuelta, tratan de echar una mano, se desesperan, gastan dinero a espuertas y, cuando está claro que no han conseguido nada, se largan mucho más silenciosamente de lo que llegaron. Y Haití vuelve a sumergirse en el olvido internacional.


Los haitianos tienen razones de sobra para estar cabreados con todo el mundo, incluso con ellos mismos. Basta rascar un poco en su historia para entender por qué en Haití todo está teñido con la violencia y el resentimiento. Siempre ha habido un grupo u otro, extranjeros en muchos casos, locales en los tiempos más recientes, haciendo papilla a los haitianos.

Ya era así cuando desembarcó Colón. La Española, la isla que comparten Haití y la República
Dominicana, parecía un paraíso cuando él llegó. Allí vivía la tribu de los taínos, una rama de los arahuac, que, según dicen, era gente pacífica y amistosa, una especie de hippies de la Edad de Piedra. Colón no quería marcharse –entre otras cosas, los arahuac no tuvieron problema alguno en prestar sus mujeres a los europeos un par de semanitas-, pero tenía que volver para informar a la reina Isabel, de modo que dejó allí algunos hombres y éstos empezaron a construir un fuerte y un poblado. Cuando regresó Colón, se encontró con que todo había sido reducido a cenizas por los caribes, una tribu caníbal que había incluido en su menú no sólo a los arahuac sino también a los españoles. Los caribes resultaron ser especialmente perniciosos: al cabo de dos generaciones ya no quedaba un solo arahuac.

Los españoles volvieron con más hombres y más armas y exterminaron a los caribes. Éstos
tenían mucho estilo: los últimos que quedaban se lanzaron al vacío desde acantilados antes que permitir que los europeos los capturaran y los pusieran a trabajar en las nuevas plantaciones de caña de azúcar. Eso y las enfermedades que asolaron las poblaciones locales provocaron una escasez de mano de obra gratuita que afectó al margen de beneficios. Y los dueños de las plantaciones empezaron a comprar africanos. Barcos llenos de africanos. Nadie sabe cuántos, cientos de miles, quizá millones. La mayoría pereció en el trayecto, o a latigazos o víctimas de enfermedades, pero quedaron suficientes para que las plantaciones siguieran funcionando.

Y eso era importante, no sólo para los colonos, sino para Francia, que por entonces gobernaba toda la isla. Es importante recordar que en aquella época los europeos tenían su punto de mira en las Antillas. A principios del siglo XVIII, Norteamérica no les interesaba mucho; era sólo un enorme y frío despoblado donde no había oro y que no se prestaba a cultivos tropicales, que era
lo que daba más dinero. Para Inglaterra, Barbados era más importante que Virginia; y para Francia, La Española tenía más relevancia que todo Canadá. Además, la fiebre del algodón no había empezado todavía. Era la caña de azúcar lo que producía más dinero, un cultivo intensivo y extraordinariamente duro. Los trabajadores no sólo se tenían que enfrentar a las duras condiciones climáticas y el peligro de las serpientes que se escondían entre las cañas, sino que acababan llenos de cortes y arañazos, con fragmentos de caña clavados en las manos, los brazos y la cara. Doce, catorce horas al día, con un blanco a caballo machacando a latigazos a los esclavos antes de que terminaran su jornada en una miserable choza, comieran un cuenco de papilla de maíz y durmieran unas pocas horas antes de volver a los campos.

Así fue la vida para los haitianos negros durante muchísimo tiempo. Se entiende que estuvieran cabreados. Las revueltas empezaron pronto y ya nunca más pararon. No obstante, cabe decir que el rebelde comportamiento de los esclavos haitianos fue bastante inusual. Los esclavos de las posesiones británicas no se sublevaron mucho. Y tampoco hubo nunca una revuelta a gran escala en el sur de los Estados Unidos, ni siquiera cuando las tropas de la Unión estaban por allí cerca. Incluso entonces los esclavos obedecieron las órdenes de sus amos.

Y es que los franceses no siguieron las instrucciones del manual para esclavistas eficientes. En
Jamaica, Barbados y las colonias del sur de Norteamérica, los ingleses procuraban que los esclavos de diferentes tribus estuvieran mezclados para diluir cualquier sentimiento de solidaridad. Hablar lenguas africanas se castigaba con latigazos o alguna cosa peor, y todo negro debía convertirse al cristianismo, de grado o por la fuerza. Cuando se trata de sojuzgar a otros seres humanos, no valen las medias tintas, pero eso fue precisamente lo que los franceses no entendieron: permitieron que esclavos de las mismas tribus permanecieran juntos y hablaran en su lengua materna africana, dejaron que los esclavos fugados montaran sus propias aldeas en las selvas tropicales.y que continuaran practicando sus religiones africanas, que no otra cosa es el vudú. Y, para complicar aún más las cosas, fomentaron una nueva clase: los mulatos.

Los mulatos eran esa clase 50% blancos -o 50% negros, según interesara-, que eran libres, podían enriquecerse, incluso recibir educación. Y los franceses los trataban un poco como seres semihumanos. Así las cosas, los mulatos empezaron a identificarse con los franceses, a tratar de ser como ellos… y a mosquearse cuando vieron que no les dejaban y que, mientras los franceses estuvieran allí, no podrían acceder al poder. Según les conviniera, a veces apoyaban a los franceses, otras a los esclavos... odiando a ambos al mismo tiempo.

De modo que hacia 1750, cuando se iniciaron las rebeliones, aquella pequeña isla era un batiburrillo de gente loca que hervía de resentimiento y odio hacia todos los demás. En la selva tenemos esclavos fugados que siguen hablando en sus lenguas africanas, haciendo vudú y
afilando sus machetes. En las plantaciones tenemos cientos de miles de esclavos negros trabajando al son del látigo, y ésos también tienen machetes. En las ciudades viven los mulatos, que hablan francés, llevan sombrero a la europea y quieren un pedazo más grande del pastel. Por encima de ellos hay una fina capa de nerviosos colonos franceses en actitud de desconfiar de todos, especialmente de los esclavos. Y por último, hay unos cuantos elementos del gobierno francés que se empeñan en mantener todo este follón bajo control y convertirlo en una bonita y agradable provincia francesa.

Naturalmente, la cosa explotó. La primera gran revuelta se produjo en 1751. Incitados por un hechicero vudú, los esclavos de la selva atacaron los poblados. Los esclavos de las plantaciones se apuntaron a la revuelta y seis mil personas murieron antes de que los franceses capturaran al hechicero y lo quemaran en la pira. Lo que salvó a los franceses fue que, esta vez, los mulatos se pusieron de su parte. Les gustaban tan poco estos locos guerrilleros negros como a los franceses. Los mulatos aspiraban a algo más refinado y los negros, ya fueran esclavos o huidos, eran un recordatorio de sus propios orígenes.

Las cosas se calmaron durante un tiempo y se volvió a la normalidad. Normalidad a la haitiana, claro; esto es, la esclavitud, los latigazos hasta la muerte, la caña de azúcar y el saqueo de poblados por parte de los esclavos huidos. Y entonces vino la Revolución Francesa. El tsunami político y social que se originó no sólo afectó a toda Europa, sino a las colonias francesas a muchos miles de kilómetros de distancia. De repente, los radicales de París decretan que todo mulato que posea tierras puede votar y ser ciudadano. Los colonos franceses en Haití, como se podía esperar, dicen que ni hablar.

Y ahora son los mulatos los que se sublevan, en 1790. Y lo más gracioso es que esta vez los esclavos negros les devuelven la pelota a sus más claritos ex amigos y se alían con los franceses para aplastar la rebelión mulata. Luego, en 1791, un año después de ayudar a los franceses a poner fin a la revuelta de los mulatos, los negros empezaron otra por su cuenta. De gran envergadura, con media docena de brillantes jefes guerrilleros, algunos gente noble como
Toussaint-Louverture, y otros simplemente temibles, como Jean-Jacques Dessalines, uno de los hombres más temibles que han gobernado nunca Haití a machetazos y que dejó bien claro cuál era su política racial: “Para la declaración de independencia tendríamos que usar como pergamino la piel de un hombre blanco, como tintero su calavera, como tinta su sangre, ¡y por pluma una bayoneta!” Se habla mucho de racismo en el mundo, por supuesto, pero la mayor parte de lo que se dice es palabrería. Pero en Haití sí iban en serio. Dessalines, por ejemplo: sus hombres mataron a todo blanco que se les ponía a tiro, siguiendo una venerable tradición haitiana que consistía en utilizar por estandarte un bebe blanco clavado en lo alto de una pica. Eso es ir en serio.

Entonces hicieron acto de presencia los buitres que esperaban aprovecharse del caos reinante: españoles y británicos desembarcaron en la isla y se la repartieron. Para entonces todos mataban a todos. Había incluso esclavos negros que peleaban por restaurar la monarquía francesa. Toussaint, el más listo de los líderes rebeldes, decidió que Haití saldría mejor parado haciendo un trato con los radicales de París que con los españoles y los británicos. Se unió a las fuerzas francesas, echó a españoles e ingreses y venció a los mulatos comandados por Rigaud. Toussaint estuvo al mando hasta que Napoleón llegó al poder.

El emperador tenía planes para la isla. Y además le sobraba un cuñado, Charles LeClerc, al que estaba harto de ver en la sede del gobierno en París. Fue la vieja historia: el jefe envía al inútil de su cuñado a una lejana misión y así lo pierde de vista. LeClerc desembarcó en Haití en 1802 con 20.000 hombres. Toussaint, que era sin duda el tipo más noble en todo este lío, se rindió para evitar otra masacre. Los franceses le hicieron muchas promesas, domesticaron a la población en un visto y no visto y enviaron a Toussaint encadenado a Francia, donde murió un par de años más tarde en una gélida mazmorra. En 1803, tan sólo un año después de que los franceses engañaran y capturaran a Toussaint, Haití consiguió la independencia. El ejército de LeClerc
estaba desintegrándose a causa de las enfermedades tropicales -el propio LeClerc murió de fiebre amarilla-. Además, Napoleón ya estaba preparándose para hacerse con Europa y necesitaba todas las tropas y el dinero que pudiera reunir. Así, perdió interés por las colonias americanas. Fue justo entonces cuando vendió Luisiana a Jefferson a precio de chollo. Vendida Luisiana y con su ejército "haitiano" muerto o moribundo, Napoleón cortó por lo sano. El sustituto de LeClerc trasladó a Jamaica lo que quedaba de sus tropas, figurándose que era más seguro rendirse a los británicos que a los haitianos. Haití ya era un país libre.

Y si se puede pensar -con razón- que la historia de Haití hasta aquí es poco ejemplarizante, lo que vino a continuación fue aún peor.

A comienzos del siglo XX, la situación volvía a estar de lo más caliente en Haití. En 1912, el
presidente del país murió de una explosión que pudo, o no, ser accidental. Los cuatro aspirantes siguientes murieron o se largaron por piernas dejando vacante el sillón presidencial el tiempo suficiente para que, en marzo de 1915, se apoderara de él un sujeto realmente chiflado: Vilbrun Guillaume Sam. Sam no era la que llamaríamos un adalid de la causa democrática. En menos de cuatro meses detuvo a 167 enemigos personales, a los que hizo fusilar. La gente se hartó y salió a las calles para acabar con ese trastornado, el cual se escondió tras las cortinas de la embajada francesa. Los franceses trataron de explicar a la chusma los preceptos del derecho internacional para esa situación, pero el populacho irrumpió sin más en la embajada, sacaron a Sam de detrás de las macetas y lo desmembraron, literalmente. Y tan orgullosos estaban que organizaron un desfile con la cabeza, el torso, los brazos y las piernas de Sam en plan carroza carnavalesca.

A Woodrow Wilson, a la sazón presidente norteamericano, se le pusieron los pelos de punta al enterarse de aquello. Olvidándose de toda aquella monserga de la no intervención, envió a Haití a los marines con la misión de imponer orden y democracia, aunque fuera a tortazo limpio. Entre 1915 y 1934, el comandante de las fuerzas estadounidenses gobernó el país con un haitiano como figura decorativa en el sillón presidencial. Durante casi veinte años los marines hicieron que Haití tuviera más paz y prosperidad que en toda su historia. Erradicaron la malaria, construyeron muchas carreteras, puentes, etc,. Y, lo más importante para que todos sus esfuerzos no se vinieran abajo: mantuvieron a raya a los exaltados.

Pero la gente no estaba contenta. Para empezar, los soldados norteamericanos blancos no discriminaban, como esperaba la “élite haitiana”, entre una “clase superior” mulata, que hablaba francés y estaba por encima de los “negros”, de los campesinos africanos puros que hablaban criollo y que hacían todo el trabajo. Naturalmente, estos mulatos esperaban colaborar con los extranjeros blancos para mantener a los negros en el peldaño más bajo, y clamaron al cielo cuando los marines dejaron claro que para ellos en Haití todo el mundo era negro.

Los marines se marcharon en 1934. Un lameculos llamado Vincent subió al poder, se inventó una
nueva constitución autoproclamándose rey vitalicio de todo el orbe e inició sórdidos tratos con un lameculos aún peor llamado Trujillo, que era el rey vitalicio de la República Dominicana, los vecinos del lado este de la isla. Este Trujillo era el clásico fascista de los años treinta. Decidió que él y sus compatriotas eran de raza aria, mientras que los haitianos no eran más que un hatajo de negros por civilizar. Nada más ridículo, claro. Con semejante ideología como faro, en 1937 Trujillo decidió organizar su propio holocausto a pequeña escala. Ordenó al ejército dominicano matar a todos los haitianos que pudiera atrapar en la zona fronteriza. Uno de los métodos para saber si el tipo era haitiano o no consistía en hacerle decir una palabra con mucha erre: si no las pronunciaba sonoras, como enseñaban en clase de español, ¡zas!” Y digo “zas” porque la orden de Trujillo era matarlos a machetazos, no a tiros. De ese modo podía alegar que había sido cosa de los campesinos locales, no de su ejército. Además, las balas cuestan dinero.

Pero a nadie le importaron todos aquellos haitianos muertos. El mundo ni se enteró, preocupado como estaba por los sucesos de Europa. De todos modos, y para decirlo de manera más cruda, a nadie le ha importado nunca lo que pueda pasarles a esos pobres haitianos. Estados Unidos exigió a Trujillo que pagara indemnizaciones y éste regateó hasta dejarlo en medio millón de dólares, lo que haciendo cálculos sale a 25 dólares por cabeza cortada.

(Continúa en la siguiente entrada...)
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martes, 11 de enero de 2011

¿Por qué y cómo rotan los planetas?


Las estrellas y los planetas surgen del colapso de nubes inmensas de gas y polvo interestelares. La materia de estas nubes se halla en movimiento constante, y las nubes en sí siguen un desplazamiento orbital dentro del campo gravitatorio de la Galaxia. Como resultado de este desplazamiento, es muy probable que la nube experimente cierta rotación leve vista desde un punto próximo a su centro. Podemos referirnos a la intensidad de esa rotación como momento angular.

Cuando se colapsa una nube interestelar, ésta se fragmenta en partes menores que a su vez experimentan un colapso independiente, de forma que cada una de ellas se apropia de algo del momento angular original. Las nubes en rotación se aplanan hasta formar discos protoestelares, a partir de los cuales se forman estrellas y planetas aislados. A través de un mecanismo poco explicado aún, pero que se cree asociado a los intensos campos magnéticos de las estrellas jóvenes, la mayor parte del movimiento angular se transfiere a los discos residuales. Los planetas surgen a partir de la materia de esos discos mediante la agregación de partículas pequeñas.

En el sistema solar, los planetas gigantes gaseosos (Júpiter, Saturno, Neptuno y Urano) giran más rápido sobre su eje que los planetas interiores y poseen la mayor parte del momento angular del sistema. El Sol en sí rota despacio sólo una vez al mes. Todos los planetas giran alrededor del Sol en la misma dirección y casi sobre el mismo plano. Asimismo, todos siguen la misma dirección de rotación, salvo Venus y Urano. Se cree que estas diferencias se deben a colisiones acaecidas durante una etapa tardía en la formación de los planetas.
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sábado, 8 de enero de 2011

¿Qué llevan los perros San Bernardo al cuello?


Los perros San Bernardo no llevan ni han llevado nunca barrilitos con brandy.

La misión del perro es estrictamente de rastreo –eso sin contar con que darle un trago de brandy a alguien que sufriera de hipotermia sería una increíble torpeza-, pero a los turistas siempre les ha encantado la idea, así que todavía posan para las fotos con el barrilito al cuello.

Antes de que fueran entrenados como perros de rescate en montaña, eran utilizados por los monjes del hospicio del Paso de San Bernardo –la ruta alpina que une Suiza con Italia- para llevar comida, ya que su gran tamaño y carácter dócil les hacía ideales como animales de carga.

La idea del barril al cuello vino de un joven artista inglés, Sir Edwin Landseer (1802-73), muy apreciado por la reina Victoria. Era un famoso pintor de paisajes y animales y en 1831 pintó una escena titulada “Mastines alpinos reanimando a un viajero en apuros” en el que se veía a dos San Bernardos, uno de ellos llevando un pequeño barril de brandi en su cuello y que el pintor sólo añadió porque quedaba bien. Los San Bernardos no se han podido quitar el tópico de encima desde entonces.

Parece ser que fue también Landseer el que popularizó el término “San Bernardo” para esa raza (en lugar de “Mastín Alpino”. Originalmente, estos perros eran conocidos como sabuesos Barry (una corrupción del alemán Bären, que significa “oso”). Uno de los primeros y más ilustres rescatadores de esa raza se llamaba “Gran Barry” y rescató a 40 personas entre 1800 y 1814 antes de morir abatido por una persona que lo tomó por un lobo. Barry fue disecado y hoy ocupa un lugar de honor en el Museo de Historia Natural de Berna. En su honor, el primer cachorro macho de cada camada que nace en el Hospicio de San Bernardo recibe el nombre de Barry.

Se estima que los San Bernardo han realizado 2.500 rescates desde 1800, pero ninguno en más de cincuenta años. Como resultado, el monasterio ha decidido venderlos y reemplazarlos por helicópteros. Puede que sea más eficiente, pero desde luego tiene mucho menos encanto.
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viernes, 7 de enero de 2011

¿Tiene una persona mayor exactamente los mismos huesos que una joven?


En el momento de su nacimiento, un ser humano dispone de unos 300 huesos. Cuando esa persona crece sólo tiene 208. Esto no reside en que se dé una disminución del número de huesos por causa del paso de los años, sino sencillamente en que son muchos los huesecillos y cartílagos que con el paso del tiempo van creciendo hasta soldarse y, naturalmente, no hay más remedio que contarlos como un único elemento del aparato locomotor. Leer Mas...

jueves, 6 de enero de 2011

1931- Frieda y Diego Rivera


El pintor mexicano Diego Rivera trabajaba en un mural cuando una joven pintora con talento fue a verlo para enseñarle algunos de sus trabajos. Frieda Kahlo, de veintiún años (que más tarde cambió su nombre por el de Frida) era de ascendencia multicultural, con un padre alemán y una madre mexicana. Quería saber qué pensaba Rivera de su obra. Amigo de Pablo Picasso, Rivera había vivido en París y luego había vuelto a México para convertirse en uno de los artistas más importantes del movimiento del realismo social. Le dijo a Kahlo que encontraba su trabajo expresivo, sensual y de un estilo decididamente propio. Rivera dijo, posteriormente, que supo de inmediato que aquella mujer tenía un talento excepcional. Le aconsejó que siguiera pintando y la visitó con frecuencia. Se enamoraron. En 1929, Kahlo se casó con Rivera, que era veintiún años mayor que ella.

“La delicada paloma y el sapo gordo” eran ahora pareja, aunque su vida en común era tempestuosa. Las primeras tensiones de su matrimonio se hicieron visibles durante una estancia de tres años en Estados Unidos. Rivera estaba fascinado por el país y su gente, pero Kahlo se cansó pronto de los estadounidenses. Después de volver a México, Rivera tuvo varias aventuras extramatrimoniales. En 1935, se enamoró de la hermana de Kahlo, Cristina, que había sido su modelo para dos murales. Profundamente herida, Kahlo dejó al pintor y se vengó de él teniendo aventuras tanto con hombres como con mujeres. En 1939, se divorciaron. No obstante, seguían sintiendo una atracción mutua y se volvieron a casar un año más tarde en San Francisco.


La manera en que Kahlo recordaba su primera boda queda recogida en este cuadro, “Frieda y Diego Rivera”. Todos sus cuadros reflejan los sucesos de su tormentosa vida, que no solo se vio ensombrecida por su infeliz matrimonio. Kahlo sufrió de mala salud toda su vida. En 1913, la polio la dejó inválida del pie derecho que, más tarde, tuvieron que amputarle. En 1925, el destino le asestó un nuevo golpe: iba en un autobús que chocó contra un tranvía; Kahlo sufrió heridas graves en la parte inferior del abdomen y la espina dorsal, que la obligaron a llevar un corsé ortopédico. Estas enfermedades y desdichas pesaron mucho en ella y convirtió su propio dolor
físico y psicológico en el tema de muchas de sus obras. Su estilo estaba influido por el arte popular mexicano, en especial por los cuadros votivos. Mientras era profesora en la Escuela de Arte Esmeralda, con sus alumnos hablaba más de los sentimientos personales que de arte. Cuando su salud empezó a empeorar rápidamente, quiso suicidarse: “Sólo Diego me impide hacerlo”. Kahlo murió una semana después de cumplir los 47 años y la última anotación de su diario dice: “Espero el final gozosamente. Y espero no volver nunca”.
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