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lunes, 9 de mayo de 2011

Los Testigos de Jehová (1)


Los vendedores de enciclopedias a domicilio han pasado a la historia desbancados por internet y la televisión. Pero los Testigos de Jehová siguen visitando todos los días las casas particulares, de dos en dos e impecablemente vestidos, en lo que puede considerarse como la mayor campaña de marketing de la historia: su intención es que seis mil millones de personas conozcan su mensaje. Su organización es ejemplar, su dedicación absoluta y su número creciente.

En 2010, los Testigos de Jehová afirmaban contar con unos 7,2 millones de miembros activos (es decir, aquellos que participan en la predicación) distribuidos en 107.000 congregaciones de todo el mundo. Desde mediados de la década de 1990, el número de miembros se ha incrementado de 4,5 millones a 7,5 millones. Las estadísticas oficiales publicadas solamente incluyen aquellos que, como hemos dicho, participan en una labor misionera, y no los miembros “inactivos” (que se limitan a acudir a las reuniones) o los miembros expulsados. Además, su tasa de retención de fieles es muy baja: solo un 37% de los nacidos y educados en el seno de esta religión continúan adheridos a ella al alcanzar la madurez.

Cada miembro rellena un formulario indicando cada una de las casas que ha visitado. In 2010, esos informes indicaban que se habían empleado unas 1.600 millones de horas en una labor proselitista que resiste las inclemencias meteorológicas, los perros violentos, insultos y evasivas. Convierten a algunos e irritan a muchos. Pero siguen adelante. ¿Quienes son?

Los testigos de Jehová forman una secta protestante, de carácter adventista, fundada en Estados Unidos por Charles Taze Russell en 1872. Nacido en una familia presbiteriana, Russell entró en 1870 en un conventículo de Allegheny, donde se reunía un grupo de adventistas que escuchaban a un tal Johan Wendell. El predicador insistía en que se estaban viviendo los últimos días antes de la llegada del fin del mundo. El tema tocó profundamente a Russell. A partir de entonces, y según él declaró, su vida espiritual ya no sería la misma, convencido de que estaba ya viviendo en un periodo terminal de la Historia. El relato de Russell parece distanciarse bastante de la realidad. Al parecer, se sintió atraído hacia aquella predicación apocalíptica no tanto por las palabras de Wendell como por el testimonio de otro adepto al adventismo: Nelson H.Barbour. Con el tiempo, Russell y Barbour dejarían de ser amigos y el fundador de lo que hoy son los Testigos de Jehová no juzgó oportuno hacer referencia a una persona que le había influido de manera tan radical

Barbour formaba parte de un grupo adventista que anunció el fin del mundo para 1854, 1873, 1874 y 1875 (dos veces). Russell vivió cerca de él al menos los últimos fracasos proféticos, pero aquello no hizo que su fe temblara. Adepto él mismo del adventismo -y en esto no se diferenciaba de otros adeptos-, aquellos desastres proféticos no sólo no conmovieron su fanatismo sino que incluso lo estimularon más. Tanto es así, que en 1876 se asoció con Barbour en la certeza de que ya se había dado el pistoletazo de salida hacia el fin del mundo y que éste estaba al caer.

Russell y Barbour insistían en que Cristo había vuelto -o, mejor dicho, estaba presente- desde 1874 y que en ese mismo año había comenzado el tiempo final que concluiría, con la destrucción de los gobiernos y las iglesias, en 1914. Sin duda, tal interpretación cronológica chocará a los Testigos de Jehová actuales. Para ellos, la fecha de 1874 no tiene ningún valor y se les insiste machaconamente en que el tiempo del fin comenzó en 1914. A partir de 1914 -tal se enseña hoy en día a los adeptos- hay que empezar a contar los años que nos restan hasta el fin del mundo. No fue así, sin embargo, como lo veían Russell y Barbour. En su opinión, 1874 era el punto de inicio y 1914 el del final.

Naturalmente, cuarenta años constituía un periodo de tiempo de espera un tanto prolongado y Russell decidió dar nuevos alicientes a sus adeptos. Así, profetizó que éstos no tendrían que esperar hasta 1914 para encontrarse con el Señor. En 1878 serían arrebatados al encuentro de Jesucristo en el aire. A tal fin -e imitando a sus antecesores adventistas-, los russellistas se vistieron con túnicas blancas y se fueron a esperar a Cristo al puente de Pittsburgh. No hace falta decir que el fracaso fue sonado.

La convivencia entre Barbour y Russell pronto dejó de ser buena. El segundo ya tenía todo lo que necesitaba para conseguir adeptos y no precisaba de su anterior mentor. Por un lado, sus doctrinas esenciales (identificación de Miguel Arcángel con Cristo, negación del infierno y de la inmortalidad del alma, predicación sobre la creencia del fin del mundo, etc.) ya las había tomado del adventismo. Por otro, para profetizar fechas del fin del mundo se bastaba y se sobraba. La sociedad se deshizo y Barbour cayó en el olvido.

En 1879, Russell se establecía por su cuenta y fundaba la Sociedad Watchtower (Atalaya). Dos
años después tendría el primer revés. Pretendió que en 1881, él y sus adeptos (esta vez sí) serían arrebatados por los aires al encuentro de Cristo. Aquello resultó excesivo para muchos de los que habían vivido la bochornosa experiencia de 1878 en el puente de Pittsburgh. Un grupo de cierta categoría, convencido de que a nada conduciría el insistir en hacer el estúpido vez tras vez, se marchó. Era el primer cisma que sufriría la secta a cargo de sus adeptos desengañados por las falsas profecías, el primero de una larga lista.

No obstante, Russell retuvo el control con relativa facilidad. Para ello, sólo tuvo que recurrir a dos lecciones que habían sido utilizadas ya por los adventistas. La primera fue afirmar que sólo Russell, el dirigente máximo de la secta, conocía e interpretaba correctamente la Biblia, mientras que las otras organizaciones religiosas, iglesias y sectas iban camino del desastre. La segunda consistió en azuzar a los adeptos hacia un fin del mundo que estaba a la vuelta de la esquina, que sería, con toda seguridad, porque así lo decía la Biblia tal y como la interpretaba Russell, en 1914. Era él en persona quien redactaba todas las publicaciones de la secta y ya se había ocupado de afirmar que su obra teológica era más clara que la propia Biblia y que incluso, en el fondo, resultaba equivalente. Según su punto de vista, no había habido un entendimiento claro de la Biblia durante siglos, pero, finalmente, él había aparecido para solucionarlo. Por ello, no podía haber ninguna disidencia.

Pero Russell distaba mucho de llevar la vida de un profeta. Su existencia estuvo jalonada de escándalos que en poco o en nada apoyaban sus pretensiones de haber sido elegido por Dios antes de su nacimiento para mostrar al mundo la verdad.

Primero fue el final desastroso de su matrimonio. Russell se había casado en 1879 con Mary
Frances Ackley. En un tempestuoso proceso que iba a durar de 1892 a 1909, Russell fue acusado por su esposa de adulterio y malos tratos. La secta diría años después que el matrimonio se separó como consecuencia de diversos pareceres en cuanto a la dirección de una revista. Nada más lejos de la realidad. Lo que está documentado es que Russell era un mujeriego y que en más de una ocasión había sido descubierto por su cónyuge en situación embarazosa. Con todo, no era eso lo que peor llevaba la sufrida Mary. Lo que más la hacía sufrir era el carácter despótico de su marido. La injuriaba soezmente, la insultaba delante de terceras personas y se complacía en hacerla pasar por desequilibrada mental. Aquella vida de sufrimiento había incluso terminado por agravar la erisipela que ya padecía la desdichada mujer. Cuando Rose Ball, secretaria del profeta, y Emily Mathews, criada de la casa, comenzaron a recibir atenciones de Russell, la situación doméstica se hizo insoportable.

No hace falta señalar que Russell perdió el proceso. Apeló. Volvió a perder. El tribunal sentenció que la sufrida esposa tenía derecho a separarse y a recibir una pensión. Russell, nada respetuoso por las obligaciones conyugales o familiares, se negó a pagar. Ante la posibilidad de que pudieran embargar sus bienes, cambió de domicilio la Watchtower, de Pittsburgh a Brooklyn. Pensaba -y no se equivocó- que el largo brazo de la ley matrimonial no le alcanzaría en otro estado de la Unión.

Pero no acabaron con esto los escándalos que rodearían la vida de Russell. A continuación
vendría el del trigo milagroso. El profeta estaba vendiendo a sus adeptos un supuesto trigo milenario que pretendía tener dotes milagrosas. Naturalmente, las cualidades supuestamente sobrenaturales del trigo se pagaban muy caras. Inicialmente, el trigo milenario costaba sesenta veces más caro que el valor del mercado. Para 1911, su precio ya era trescientas veces superior al normal. En septiembre de ese mismo año, un periódico de Brooklyn destapó el escándalo. Aquel trigo no tenía nada de particular, salvo el precio que pagaban por él a la secta los sufridos adeptos. Por lo demás, su valor agrícola era similar al de cualquier especie que se vendiera en el mercado. Russell se vio obligado a ir a los tribunales, donde fue condenado a pagar las costas. Apeló. Volvió a perder.

Nada ejemplar la vida de Russell a pesar de la manera en que le gustaba presentarse a sus
adeptos. Menos justificable sería el siguiente proceso en que se vería envuelto. Teniendo en cuenta que el fin del mundo iba a llegar al año siguiente (según sus profecías) aún es menos lógico que Russell se prestara a ello. Un pastor evangélico llamado Ross había publicado un folleto en el que sacaba a la luz algunos de los aspectos menos atractivos de Russell. Éste lo demandó. El resultado fue un desastre. En el curso de la vista, Russell cometió perjurio varias veces. El abogado de Ross le preguntó si sabía griego y Russell contestó que sí. Cuando el mismo abogado le puso delante un ejemplar del Nuevo Testamento en griego, el profeta se vio obligado a confesar que ni siquiera conocía todo el alfabeto de esa lengua. Por supuesto, Russell perdió -una vez más- el proceso.

En fin, 1914 llegó y pasó y el mundo permaneció en pie. No cayeron los gobiernos mundiales, ni sus adeptos fueron glorificados, ni se produjo la desaparición de la cristiandad. Sólo empezó una guerra que duraría hasta 1918. Russell era consciente de que había fracasado en sus pronósticos proféticos, pero, a la vez, podía percibir el fervor de una gente desconcertada. De 1909 a 1914, su secta había pasado de vender 711.000 libros a 992.000 y 22.8 millones de folletos. El profeta había encontrado un filón y no iba a abandonarlo sólo porque su vaticinio no se hubiera cumplido. El fin del mundo se pasó a 1915. Convenientemente -y sería un ejemplo seguido por sus sucesores en la secta-, Russell ordenó retirar algunas de sus obras pasadas y cambiar las fechas.

El fin del mundo tampoco se produjo en 1915. Se cambió entonces a 1918, y así se anunció con la
seguridad dogmática de siempre. No debía haber dudas. Se produciría la "caída completa del Israel espiritual nominal, i.e, Babilonia en 1918". Russell no llegaría a ver su último fracaso profético. Moriría antes. Desde el fin de 1915, su salud había empeorado considerablemente. Quizá se trataba sólo de una consecuencia física de tantos pleitos perdidos acompañados de un fracaso profético. Falleció el 31 de octubre de 1916 en Pampa, Texas.

Su muerte se presentó en el sentido de que "murió como un héroe". Por supuesto, se anunció que ya estaba con Dios desde el momento de su muerte. Los que hacían esta afirmación ignoraban, lógicamente, que, con posterioridad, las autoridades de la secta enseñarían que nadie había ido al cielo antes de 1918, sin exceptuar a Russell. Sólo sería uno de los numerosos cambios doctrinales -entre docenas- que experimentaría la secta en el curso de las siguientes décadas.

Continúa en la próxima entrada

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