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martes, 28 de junio de 2011

1995-La matanza de Srebrenica: "Alá no puede ayudaros ahora" (2)


(Continúa de la entrada anterior)

En abril de 1993, el comandante de Naciones Unidas en Bosnia, el general francés Philippe Morillon, visitó Srebrenica y se sintió impresionado por la situación de los miles de mujeres y niños musulmanes que lo rodeaban. Asomándose por la ventana de la oficina de correos de la ciudad, dijo a la multitud: “Ahora estáis bajo la protección de las Naciones Unidas”. El 16 de abril, las Naciones Unidas declararon Srebrenica y un área de 48 km2 alrededor como la primera “zona segura”. Las Naciones Unidas propusieron cinco de estas zonas en Bosnia y querían enviar 34.000 cascos azules para protegerlas, pero los Estados Unidos, entre otras naciones, no deseaban mandar tropas a una situación tan volátil, por lo que la misión de patrullar estos enclaves quedó en manos de tan sólo 7.600 cascos azules.

Bajo la presión internacional, los serbios acabaron aceptando la situación, al menos al principio. Junto a los civiles refugiados en Srebrenica, había guerrilleros musulmanes que, supuestamente, debían entregar sus armas a los cascos azules, ya que, de nuevo supuestamente, éstos eran los encargados de protegerlos. Muchos musulmanes así lo hicieron, pero otros no se fiaron y no sólo conservaron su armamento, sino que utilizaron el enclave como base para organizar ataques contra los serbios. Éstos, por su parte, empezaron a bloquear los envíos de agua y comida hacia Srebrenica. En mayo de 1995, los hombres y mujeres de la “zona segura” volvían a encontrarse en una situación insostenible. A comienzos de julio, ocho niños ya habían muerto de hambre en la ciudad.

Al mismo tiempo, Radovan Karadzic, el político serbio que se había declarado a sí mismo presidente de Bosnia (a la que rebautizó como Republika Srpksa), ordenó al Ejército Serbobosnio atacar de una vez por todas Srebrenica, aislarla y crear una situación absolutamente insoportable para la población musulmana. El jueves 6 de julio, fuerzas serbias al mando del general Ratko Mladic, atacaron Srebrenica, defendida por 600 cascos azules holandeses con armamento ligero bajo las órdenes del coronel Thomas Karremans. Siete soldados holandeses se encontraban en un puesto de observación en las afueras del sur de la ciudad cuando las unidades serbias empezaron a disparar fuego de artillería contra ellos. Los serbios cayeron sobre otros puestos de observación adelantados y cogieron como rehenes a 30 holandeses. Los cascos azules se retiraron de sus puestos, una maniobra que enfureció tanto a los guerrilleros musulmanes que uno de ellos arrojó una granada contra un transporte de tropas holandés matando a un soldado.

Karremans pidió apoyo aéreo a la OTAN y le dijeron que había cursado su solicitud en los
impresos equivocados. Al final, el 11 de julio, dos cazabombarderos holandeses sobrevolaron la zona y arrojaron dos bombas. Los serbios respondieron diciendo que matarían a los rehenes si se les volvía a atacar. En este punto, Karremans retiró sus tropas desde la ciudad hasta su base principal, Camp Bravo, a 5 km de la ciudad, en el pueblo de Potocari. Con Srebrenica ahora totalmente indefensa, los refugiados siguieron desesperados a los holandeses hasta su base, buscando protección; pero tras dejar pasar a 5.000 de ellos, Karremans declaró que no había sitio para nadie más. Otros 20.000 se quedaron a las puertas, a merced de Mladic y sus bárbaros.

Las cámaras de la televisión serbia captaron al general Mladic, un fanfarrón cincuenton de
cabellos grises, fumador empedernido, entrando en Srebrenica y ordenando a gritos a un ayudante que tirara al suelo una placa callejera musulmana. Entonces, se volvió directamente a la cámara y dijo: “¡Ahora es el momento de vengarse de los turcos!”. Hacía referencia a una matanza de serbios que los turcos llevaron a cabo a comienzos del siglo XIX.

Las mismas cámaras de televisión captaron las tropas serbias de Mladic acercándose a la
multitud de mujeres y niños musulmanes apiñados unos contra otros en el exterior de Camp Bravo. Separados de los cascos azules tan sólo por una cinta extendida por los holandeses, los soldados serbios habían encontrado a su presa. El propio Mladic hizo acto de presencia, pero ahora iba de buen rollo. Aseguró a los musulmanes que se proporcionarían autobuses para llevarlos a Tuzla, en una región de Bosnia central controlada por el ejército musulmán bosnio. Todo iba a salir bien.

Enfocado por las cámaras mientras se reunía con el coronel Karremans, Mladic repitió lo mismo, pero añadió que los hombres serían separados de las mujeres y los niños para que pudieran ser interrogados sobre sus actividades en el ejército musulmán y para que pudiera buscarse en sus manos restos de pólvora que revelaran su manejo reciente de armas. Karremans no estuvo de acuerdo, pero Mladic se impuso, amenazándolo y exigiéndole que les proveyese del combustible necesario para los autobuses o que les diera el dinero para comprarlo. También dijo a los representantes de los musulmanes que todos sus soldados debían deponer las armas y rendirse; si lo hacían, ellos, junto al resto de los musulmanes, recibirían “comida, agua y un transporte decente” hasta Tuzla. Entonces, se inclinó sobre la mesa y dijo lentamente: “Alá no puede ayudaros ahora. Pero Mladic sí puede”.

Mientras tanto, comenzaron a suceder cosas horribles. Cuando una mujer no pudo detener los llantos de su hijo en el exterior de la base holandesa, un soldado serbio se abrió paso entre la multitud y le cortó la garganta al pequeño. Un soldado holandés vio a dos serbios violando a una mujer, pero se sintió incapaz de intervenir. Y los serbios comenzaron a separar a los hombres y los muchachos de más edad, aparentemente sin un orden establecido. En la tarde del 11 de julio, un hombre fue separado por los serbios y no volvió hasta las primeras horas de la mañana del día siguiente. Afirmó que había sido torturado y caminaba de un lado a otro diciendo que no iba a pasar por semejante ordalía otra vez. Por la mañana apareció ahorcado. Igual que él, otros hombres y mujeres musulmanes se suicidaron.

Al final, el 12 de julio, dio comienzo la evacuación por autobús de las mujeres y niños musulmanes. Los serbios enviaron a las mujeres y los niños menores de trece años en autobuses, pero empujaron a los hombres aparte, prometiéndoles que irían en los siguientes transportes. Los soldados holandeses observaban mientras cinco de estos hombres fueron llevados a una fábrica que se encontraba al otro lado de la calle donde estaba la base de Naciones Unidas. Iban acompañados por un soldado serbio empuñando una pistola. Los cascos azules escucharon cinco o seis disparos. El soldado serbio regresó solo.

A medida que la larga cola de autobuses llenos de mujeres y niños iban dejando Camp Bravo entre el 12 y el 13 de julio (se estima que 23.000 musulmanes fueron evacuados en 36 horas), los serbios reunieron a los hombres que habían ido metiendo en almacenes y fábricas cercanos. Pasado un tiempo, muchos de éstos subieron a autobuses y fueron llevados a granjas de los alrededores, campos de fútbol, polideportivos y fábricas.

Hurem Suljic, un carpintero de 55 años, fue separado de su familia e integrado en un grupo de unos 200 hombres. Después de que los autobuses de mujeres y niños se hubieran ido, los serbios llevaron a estos hombres a un edificio en construcción no lejos de Camp Bravo. Alrededor de las seis de la tarde, el general Mladic llegó y echó un vistazo al grupo con una sonrisa. Les dijo que los musulmanes tenían 180 soldados serbios prisioneros en Tuzla y que Suljic y sus compañeros serían intercambiados por ellos. “No tocaremos ni un pelo de vuestras cabezas”, les dijo.

Cuando oscureció aquella cálida noche de verano, los serbios pusieron a los musulmanes en un autobús y los llevaron a la cercana ciudad de Bratunac. Los metieron en una nave antes utilizada para almacenar forraje para el ganado. Suljic observó que había alrededor dos docenas de soldados llevando trajes de faena sin insignias y armados con armas automáticas. Los musulmanes estaban apiñados en la nave; a ellos se unieron grupos de otros hombres traídos desde otras zonas. Estaban tan juntos que apenas podían respirar. Algunos de los hombres cerca de la puerta oyeron a un oficial dirigiéndose a los soldados serbios: “Tienen una orden que deben llevar a cabo. ¿Entendido?” “¡Entendido, señor!” respondieron los soldados.

Poco después, estos hombres entraron en la nave con linternas y sacaron a un musulmán de los que estaban sentados en el suelo. Una vez fuera, los que quedaron dentro oyeron golpes, gritos, y, finalmente, un sonido de borboteo. Cuando los serbios entraron a por otro hombre, y se repitió la horrenda secuencia, algunos se echaron a llorar, otros rezaban mientras las linternas enfocaban aquí y allá. Así pasó la noche, mientras docenas de hombres eran arrastrados afuera para golpearlos hasta la muerte.

Al amanecer, se detuvieron y los centinelas dejaron que los hombres restantes podían ir al baño. Les dijeron que no miraran a su izquierda mientras salían. Suljic mantuvo su vista baja, pero en el camino de vuelta desde el servicio a la nave, vio como los serbios sujetaban a un musulmán, lo golpeaban en la cabeza con una barra de metal y luego le clavaban un hacha en la espalda. Después, su cuerpo fue arrastrado detrás de la esquina del edificio, donde se apilaba una montaña de cadáveres.

La masacre continuó el resto de la mañana. Los serbios entraban y decían: “Necesitamos diez
voluntarios para un trabajo especial”. Nadie se presentaba, claro, y los serbios arrastraban fuera a diez hombres que nunca regresaban. Aquella tarde, para el asombro de los aterrorizados musulmanes, apareció otra vez el general Ratko Mladic. “¿Por qué nos estáis torturando?” gritó uno de los prisioneros. “Nadie va a matar a ninguno más de vosotros” les aseguró Mladic en un suave tono, como si fueran niños a los que estuviera protegiendo. Les dijo que iba a llevarlos al intercambio de prisioneros. Quedaban 300 musulmanes. Aquella tarde, aparecieron los autobuses. Algunos pensaron que podrían sobrevivir. “Ya han tenido su parte de sangre”, le dijo uno de sus compañeros a Suljic, “ahora nos dejarán marchar”.

Pero en lugar de dirigirse hacia territorio musulmán, los autobuses tomaron un desvío mientras los prisioneros guardaban un ensordecedor silencio. Los llevaron a un pequeño pueblo y los metieron en el polideportivo de un instituto, un horno sin aire acondicionado, hasta el mediodía del día 15 de julio. No les dieron nada de comer o beber ni tampoco tenían acceso a los baños.

Una vez más, como en una pesadilla, volvió Mladic. Les dijo que los musulmanes habían rechazado acogerlos, pero que estaba haciendo preparativos para que se les pusiese bajo la protección de un líder musulmán renegado que ahora luchaba junto a los serbios; algunos de ellos serían usados como mano de obra esclava. Les dijo que se irían pronto y que se les facilitaría agua a medida que fueran saliendo del gimnasio. Muchos de los prisioneros se lo creyeron. Otros lloraron. Les dieron agua cuando salieron, sí, pero luego les vendaron los ojos, los metieron en camiones y se los llevaron.

Cuando llegó el turno de Suljic, se dio cuenta de que podía ver algo tras la venda que le tapaba los
ojos. Su camión dobló la esquina y aparcó junto a un campo donde pudo ver los cuerpos de los musulmanes que antes habían sido sacados del gimnasio. Yacían en filas, en zanjas, boca abajo. Antes de que pudiera asimilar lo que ello significaba, Suljic y otros de su grupo fueron obligados a saltar fuera del vehículo. Todo sucedió rápidamente. Suljic y sus compañeros se pusieron mirando hacia la zanja abierta junto a la carretera y los soldados detrás de ellos abrieron fuego. El cuerpo del hombre justo detrás de él, lo golpeó y lo arrojó a la zanja. Suljic se quedó allí, ileso, esperando mientras los serbios examinaban cuerpo a cuerpo para comprobar si había quedado alguien vivo.

Pronto oscureció y los serbios empezaron a matar a otros musulmanes en alguna otra parte del campo, iluminando su “trabajo” con los faros de una excavadora que aparentemente iban a usar para enterrar los cadáveres. Sin que nadie lo viera, Suljic se arrastró hasta un matorral. Cuando los serbios se fueron, se reunió con otro musulmán que había sobrevivido a la masacre. Protegidos por una intensa tormenta de verano, se deslizaron a través de los bosques y, unos días más tarde, consiguieron llegar a territorio controlado por los musulmanes.

(Finaliza en la próxima entrada)

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