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miércoles, 31 de agosto de 2011

El origen de nuestro calendario (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Por su parte, los griegos se decidieron en principio por 12 meses alternos de 29 y 30 días (354 días en total). También decidieron añadir un mes más (13) cada dos o tres años, lo que, como hemos visto, no resuelve el problema. En el siglo VIII a.C. salvan el asunto contemplando esta vez períodos de ocho años: el tercero, quinto y octavo tenían 13 meses. Quedan otros cinco años de 12 meses, es decir, un total de 99 meses, de los que 48 de 29 días y 51 de 30 días. Créanme o hagan ustedes mismos el cálculo: tenemos un total de 2.922 días en esos ocho años. Y, milagro, 2.922 entre 8 da exactamente 365.25 días. ¡Bien por los griegos! Salvo que la aplicación de esa cuenta a lo largo de ocho años era un poco complicada.

El calendario tradicional chino se basa también en 12 meses lunares de 29 o 30 días a los que se añade también un 13º mes intercalado. ¡Pero aquí en Occidente el ajuste se hace en periodos de 19 años!, en referencia al ciclo de Metón, un brillante astrónomo ateniense del siglo V a.C., que había descubierto que 19 años lunares más 7 meses corresponden a 19 años solares. Finalmente, el calendario chino se articuló alrededor de 12 años de 12 meses, seguidos por 7 años de 13 meses (los 7 meses suplementarios del principio de Metón).

Pero volvamos a los romanos. En el siglo VIII a.C. utilizaron un calendario de diez meses alternos de 29 y 30 días (es decir, un año de 295 días). Después pasaron a meses de 30 y 31 días (304 días por año). Observemos de paso que los meses latinos septiembre, octubre, noviembre y diciembre tienen raíces que significan, respectivamente, siete, ocho, nueve y diez, es decir, su posición en un año que empezaba el mes de marzo. Hoy la etimología de esos cuatro meses no corresponde al lugar que ocupan en el calendario, porque no hemos tenido en cuenta a Numa Pompilio (715-672 a.C.) que hacia el año 700 añadió con toda intención los meses de enero y febrero, el famoso mes intercalado.

Tras varias nuevas elucubraciones, los romanos llegaron a diseñar el siguiente calendario: cuatro meses de 31 días, siete de 29 y uno de 28 (febrero), lo que da un año muy corto, de 355 días. Señalemos de paso que la elección de los 29 y 31 días se debe a que los números impares agradaban a los dioses benefactores. Con un número de días par, febrero (februarius) es un mes maldito, consagrado a los dioses maléficos.

Así pues, para completar el año de 355 días, se inventaron un mesecito de 22 o 23 días, que se intercalaba cada dos años entre el 23 y el 24 de febrero. ¿Y por qué en ese curioso lugar? Muy sencillo: para hacerse la ilusión de que febrero conservaba su carácter demoniaco de 28 días (pares). Ese mesecillo de recuperación (mercedonius) se insertaba en medio de febrero como una especie de paréntesis. Sea como fuere, en un ciclo de cuatro años el año romano tenía 355 días, 377 (355 más 22), después otro de 355 y, por último, uno de 378 (355 más 23): en total, 1.465 días, es decir, una media de 366.25 días.

El calendario romano del seminal Numa Pompilio es claramente demasiado largo. Además, a lo
largo de los años los pontífices se tomaron algunas libertades con la duración legal de los meses intercalados, abusando así de su poder de alargar o acortar las magistraturas a medida de sus propios intereses o para favorecer a algún amigo. Ya hacían buenas migas los juegos políticos y los tejemanejes. Rápidamente esas decisiones arbitrarias se alejaban de una necesidad social: adaptar mejor el calendario a las estaciones. Se produjo un lío inverosímil que no hizo más que aumentar y complicarse a lo largo de 600 años. Las consecuencias de ese desorden: en el último siglo antes de nuestra era, el equinoccio civil tenía un desfase de tres meses con el astronómico. ¿Se debía vendimiar en pleno mes de enero?

Aconsejado por el astrónomo griego Sosígenes de Alejandría, Julio César se dedicó a poner orden en los asuntos solares. Para restablecer el equilibrio ente el calendario y las estaciones, el año 46 a.C. comenzó por decretar un año de 445 días, que se conoció como “año de la confusión”. Después, Sosígenes propuso su reforma. El astrónomo se basaba en un cálculo muy exacto, pues decía que el año solar tenía 365 días y cuarto. Así construyó un calendario de 365 días, divididos por fin en un número fijo de meses, 12. Y para recuperar el cuarto de día perdido, cada cuatro años se añadía al año un día. Había nacido el año bisiesto.

Esta reforma encantó a Julio César y entró en vigor el año 45 a.C., por lo que se llamó desde entonces calendario juliano. Pero en la bonita mecánica de este calendario se introdujo un error grave: sea porque Sosígenes no se explicó bien o porque los romanos no entendieron nada, las brillantes mentes en el poder añadieron un día más cada tres años, y no cada cuatro. La broma duró 36 años. Consecuencia: que en ese período hubo 12 años bisiestos en vez de nueve.

Hubo que esperar hasta que el emperador Augusto corrigiera el error y suprimiera tres años bisiestos desde el año 8 a.C. hasta el 4 d.C., para que el calendario juliano empezara a funcionar correctamente, en la forma en que lo conocemos hoy. Es decir: siete meses de 31 días, cuatro de 30 y un mes, febrero, de 28 o 29. De los meses de 31 días, dos van seguidos: julio (julius), en homenaje a Julio César, y agosto (augustus), en homenaje a Augusto. Uno y otro, iniciador de la reforma y corrector del error, se merecían al menos un mes de 31 días.

Pero volvamos a la novedad fundamental del calendario juliano, el año bisiesto. Esta palabra procede de la expresión bis sextus ante dies calendas Martii, es decir, dos veces un sexto día antes de las calendas de marzo. Con el nombre de calendas, que da origen a la palabra calendario, los romanos designaban al primer día de cada mes.

Para entender ese bis sextus hay que decir que los romanos descontaban los días desde una fecha significativa futura que se incluía en la cuenta, y recordar que el día intercalado cada cuatro años se colocaba entre el 23 y el 24 de febrero. Así, el 24 de febrero es el sexto día antes de las calendas de marzo (contando el 1 de marzo), y cada cuatro años se introduce un segundo sexto día. Ya tenemos el bis sextus, que va a dar el nombre de bisiesto a los años cuyo mes de febrero tiene 29 días.

El astrónomo Sosígenes de Alejandría había realizado sus cálculos teniendo en cuenta que la Tierra giraba alrededor del sol en 365 días y seis horas. Pero la Tierra va más deprisa, pues solamente tarda 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos. Por este motivo, el calendario juliano acumula cada año un retraso de 11 minutos y 14 segundos respecto al año solar real. ¡Una miseria! dirán ustedes. Sí, de acuerdo, una miseria que da lugar a un retraso acumulado de tres días cada cuatro siglos.

En el siglo XVI, el papa Gregorio XIII encargó a un comité de astrónomos la reforma del calendario juliano, al darse cuenta de que tenía un retraso de diez días respecto al año solar para que coincidieran de nuevo el equinoccio civil y el astronómico, es decir, el calendario y las estaciones. Para ello, Gregorio XIII tomó dos decisiones: la primera, suprimir diez días del calendario juliano. Así, el año de la reforma, 1582, pasó del jueves 4 de octubre al viernes 15 de octubre. Después, modificar el cálculo de los años bisiestos: a partir de entonces son bisiestos los años divisibles por cuatro.

Esa regla tiene una excepción para los años seculares (los múltiplos de 100), que sólo son bisiestos si son divisibles por 400. Siguiendo esa lógica aritmética, los años 1700, 1800 y 1900 no tuvieron 29 de febrero, pero sí lo tuvieron el 1600 y el 2000, que son divisibles por 400. Siguiendo con esta regla, 2100, 2200 y 2300 no serán bisiestos, pero sí el 2400. Anótenlo en su agenda.

El calendario gregoriano es el que rige en la actualidad. Pero sigue teniendo un desfase sobre el año trópico (la duración del periodo entre dos equinoccios de primavera), tres días más cada 10.000 años. Y además tampoco tiene en cuenta la reducción de la velocidad de rotación de la Tierra (algo más de 1 segundo cada dos siglos).

El calendario gregoriano se aplicó desde octubre de 1582 en Italia, España y Portugal. Francia lo adoptó en diciembre de 1582, pasando del domingo 9 al viernes 20 de ese mes, a causa de lo cual los franceses tuvieron dos fines de semana consecutivos. Alemania del sur y Austria aplicaron el nuevo calendario a partir de 1584, mientras que otros países se incorporaron más tarde: Prusia en 1610, Alemania del Norte en 1700, Gran Bretaña en 1752, Japón en 1873, China en 1912, la Unión Soviética en 1918 y Grecia en 1923.

Esta diferencia en la fecha de aplicación del calendario gregoriano dio lugar a algunos hechos divertidos. En efecto, los acontecimientos que se producen en cada país se datan según el calendario en vigor en ese país y en esa fecha. Por ejemplo, en el momento de la célebre revolución bolchevique de 1917, Rusia utilizaba todavía el calendario juliano. Conocida como Revolución de Octubre, tuvo lugar el mes de noviembre según el calendario gregoriano. Igualmente, según leamos a los historiadores británicos o a los españoles y franceses, las fechas de los tratados de Utrecht (1712-1713) varían sensiblemente, porque cuando la paz de Utrecht pone fin a la guerra de Sucesión de España, con la renuncia al trono de Francia de Felipe V, Gran Bretaña, que obtuvo grandes ventajas del tratado en ultramar, todavía se regía por el calendario juliano. De ahí la diferencia de fechas.

A lo largo de los años ha habido otras tentativas de reforma del calendario para destronar al
gregoriano. Sobre todo en Francia, donde tuvieron la experiencia del calendario republicano impuesto por la Revolución. Y hoy en día, las propuestas de adaptación o de reforma total del calendario gregoriano siguen levantando pasiones. De vez en cuando surgen estudios, unos originales y otros fruto de la fantasía. Algunos países han especulado incluso con el proyecto de un calendario universal sin connotaciones nacionales ni religiosas. Sin embargo, parece que es muy delicado romper con una práctica tan fuertemente instaurada en nuestros hábitos cotidianos. Que los que tengan la ambición de dedicarse a la construcción de un nuevo edificio calendario se nutran primero de esta mareante historia del vals terrestre bajo el ojo del astro rey. Sólo para evitarles que vuelvan a descubrir la Luna.
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jueves, 25 de agosto de 2011

El origen de nuestro calendario (1)


Hace un millón de años (paleolítico inferior), el hombre prehistórico ya sintió la necesidad de conocer los misterios del tiempo en la doble acepción de la palabra: el tiempo que pasa y el tiempo que hace. En su búsqueda de los signos, el Homo erectus busca las explicaciones. Porque quiere conocer mejor las sorpresas de la naturaleza. Primero, para sobrevivir y después, para tratar de integrar más eficazmente las consecuencias del clima en sus ritmos vitales.

Claro, el Homo erectus no disponía de un calendario para planificar sus actividades. Pero en la necesidad de guiar su propio destino, supo rápidamente organizar su tiempo en función de los días y las noches y, después, apoyándose en las fases de la Luna, más fáciles de observar que el aparente movimiento del Sol. Asimismo trató de comprender y dominar la sucesión repetida de épocas cálidas y secas, y después frías y húmedas, es decir, periodos que todavía no se llamaban estaciones. De hecho, algunos espíritus más despiertos que otros ya sabían constatar y deducir cosas a partir de hechos banales y repetidos como la acumulación de nubes, las tormentas, los vientos, el vuelo de ciertas aves, el curso de los planetas y de las estrellas, etc.

Es decir, los primeros eruditos ya tuvieron una especie de calendario virtual en su cabeza, lo que les permitió organizar la vida diaria de las tribus de Homo erectus que se desplazaban al ritmo del día y la noche y de las estaciones, para dedicarse a sus ocupaciones favoritas: la caza y la recogida de fruta.

Ya se habrán dado cuenta: a imagen de lo que sucede hoy en día, el hombre prehistórico organizó perfectamente su existencia primitiva, basada esencialmente en el principio de la subsistencia, refiriéndose a ciclos naturales de los que ignoraba todo: la rotación de la Tierra alrededor de sí misma, la de la Luna alrededor de la Tierra y la de la Tierra alrededor del Sol.

Habían de pasar cientos de miles de años hasta la conquista del fuego, que sólo aparece al principio en forma de tormentas, incendios naturales o erupciones volcánicas. Unos 400.000 años antes de nuestra era, la producción voluntaria de una llama (uno de los inventos fundamentales de la historia de la humanidad) proporciona al principio luz y calor. Pero el fuego, al fin dominado, modificó también de manera considerable los hábitos alimenticios, al permitir cocer los alimentos. Sin olvidar que al mismo tiempo contribuyó cada vez más a una especie de cohesión social.

En adelante, los grupos se reunían regularmente alrededor del fuego para calentarse, comer y protegerse de los animales salvajes. Además del día y la noche y las estaciones, fueron descubriendo fases recurrentes más sofisticadas y esas nuevas actitudes fueron llevando lentamente a los inicios del sedentarismo, a los primeros cultivos de cereales (probablemente unos 12.000 años a.C., en el valle del Nilo y África oriental) y mucho después a una agricultura y una ganadería estructuradas en Oriente Próximo (unos 7.500 años a.C.).

En esa época todavía no existían los calendarios, pero el tiempo parecía marcar sus ritmos de la
manera más imperiosa, simplemente porque empezaban a surgir las exigencias de un trabajo planificado y un reposo necesario. Y más cuando el sedentarismo se iba desarrollando y los balbuceos de la vida en sociedad llevaron a una indispensable organización política y administrativa de la ciudad. Sin olvidar el lugar considerable y cada vez mayor que iban ocupando los rituales ligados a los cultos paganos de la época. Todas estas prácticas colectivas exigían puntos de referencia precisos. Desde entonces, en el nacimiento del neolítico (hacia 6.000 a.C..), el proyecto de división científica del tiempo que pasa (medida, división y cuenta) movilizó las energías.

Desde el antiquísimo reloj de sol (que marca la sombra de un puntero), pasando por la observación de los astros o el fluir de un líquido, el hombre trató de regular el paso del tiempo en una distribución racional de fases. El gnomon, un cuadrante solar rudimentario inventado por los chinos hacia el año 3.000 a.C., es el instrumento más antiguo diseñado específicamente para medir el tiempo. En cuanto a la clepsidra (reloj de agua), vio la luz en Egipto en el segundo milenio a.C. (en el museo de El Cairo hay una clepsidra de 1530 a.C.).

Sobre el reloj de sol ya hablamos más en detalle en otra entrada de este blog. Hacia el siglo VI de nuestra era, los bizantinos quemaban bastoncitos de incienso cuya combustión daba una idea del tiempo transcurrido. Por su parte, el reloj de arena esconde celosamente el momento de su aparición.

A lo largo de los siglos, a la elaboración de un calendario que tratara de medir el paso universal del tiempo no le han faltado ni dudas ni aproximaciones. En la antigüedad, egipcios, babilonios, hebreos y griegos hicieron múltiples investigaciones, a menudo convergentes. Al principio esos calendarios se fundaban en la observación del ciclo lunar, sólo que el mes lunar no se divide en un número exacto de días, pues dura por término medio 29 días, 12 horas, 44 minutos y 3 segundos. Redondeando, 29 días y medio. En cuanto al año solar (es decir, el tiempo que tarda la Tierra en recorrer una vez su órbita elíptica alrededor del Sol), no consta de un número entero de meses lunares, sino que dura doce lunas más 10,8 días.

Entonces, alrededor del siglo XVIII antes de nuestra era, babilonios y hebreos optaron por una versión lunar de su calendario y elaboraron una división en 12 meses, alternando 29 y 30 días. Un cálculo muy sencillo nos lleva a un año de 354 días, por lo que faltaban 11 días para la duración aproximada del año solar (365 días). Para evitar un desfase del calendario respecto a las estaciones, habría que añadir cada tres años un 13ª mes de 33 días (los 11 días perdidos cada año). Y para llegar a 1095 días (tres años de 365 días) tenían que pasar dos años de 354 y uno más de 387.

Dejemos los complejos cálculos que hubo que realizar en el calendario hebreo para encajar las fiestas religiosas. Tendríamos entonces seis años distintos: de 353, 354 y 355 días los de
12 meses; y 383, 384 o 385 los años de 13 meses. Un dolor de cabeza, vamos.

Toda la dificultad de elaborar un calendario que conserve su exactitud a lo largo de los siglos (e
incluso de milenios) reside en el hecho de que la Tierra recorre su órbita alrededor del Sol en 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos (365,2422 días). Redondeando, 365,25 días. Por tanto, un calendario de 365 días tiene un día más cada cuatro años.

Por su parte, los egipcios, diseñaron hacia el año 5000 a.C. un calendario de 12 meses de 30 días, y al final del año añadían cinco días. El año 238 a.C., Ptolomeo III el Benefactor hizo incluso campaña para añadir un día más cada cuatro años. Fracasó.

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domingo, 21 de agosto de 2011

¿Por qué movemos la cabeza para decir sí o no?

Los gestos de inclinación y sacudida lateral de la cabeza son unos claros signos para decir “sí” o “no”. Y, además, están extendidos por todo el mundo, por lo que debe haber una causa natural para ello.

Al menos la explicación del movimiento lateral de negación parece venir de la más temprana niñez. Un lactante que ha mamado la suficiente leche materna mueve su cabeza hacia un lado y con ello quiere hacer entender a su madre que no quiere más. Por regla general ella entiende esta señal y deja de alimentarle. Por lo tanto, el bebé, incluso en una fase muy prematura, es capaz de expresar el “no” girando la cabeza hacia un lado. Se puede observar con frecuencia a niños pequeños que sacuden vigorosamente la cabeza cuando hacen o comen algo que no les gusta, y esto también se puede comprobar en la edad juvenil y adulta.

Sin embargo, la explicación del asentimiento es algo más complicada. El descenso sumiso de la cabeza parece indicar que uno está de acuerdo (humildemente) con el adversario.

Aun cuando ambos gestos parecen tener un significado inteligible para muchos países, no se debe confiar en que todo el mundo vaya a interpretar lo mismo. En Sri Lanka por ejemplo, tradicionalmente se baja la cabeza -lo que en nuestro ámbito cultural indicaría indecisión o negación- como aprobación, que es realmente lo que esconde detrás. Y en Bulgaria estos gestos significan justo lo contrario.

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Chirico: "Misterio y Melancolía en una Calle" (1914)


Pocas veces la primavera había hecho brotar más flores que en 1914; el cielo era azul y suave y el aire cálido. Los habitantes de las capitales europeas disfrutaban de los cafés y los parques. En los centros de veraneo en la costa, se bailaba bajo los castaños al compás de música de los conciertos al aire libre. Y en sus despachos, los diplomáticos calculaban y se preocupaban. En los Balcanes, los intereses vitales de los imperios austríaco, ruso y turco estaban en equilibrio, pero era un equilibrio inestable y muchos nacionalistas estaban convencidos de que su nación se beneficiaría de deshacerlo.

Cuando el archiduque austríaco fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista eslavo, el gobierno austríaco calculó que era entonces o nunca si quería conseguir sus intereses en los Balcanes. Animados por sus aliados alemanes, que creían que la guerra con los franceses era inevitable y que las posibilidades de Alemania eran mejores en 1914 de lo que lo serían en 1918, los austríacos presentaron a los serbios un ultimátum humillante. Pero los rusos se habían nombrado a sí mismos protectores de los serbios y tenían una estrecha alianza con los franceses. Por otro lado, nadie sabía lo seriamente que los británicos se tomaban su propia alianza con los franceses…

La presión fue subiendo, lentamente al principio, y rápidamente luego. Cuando una de las partes estableció un impuesto bélico, la otra respondió alargando la duración del servicio militar; cuando una impuso una movilización parcial, la otra impuso una movilización total. El mando alemán estaba convencido de que para vencer a Francia y Rusia, primero tenía que destruir a la primera, rápidamente, antes de que los lentos rusos pudieran reunir sus ejércitos. Pero eso significaba que tenían que asestar el primer golpe; no podían dejar que los rusos se movilizaran. La voluntad humana parecía impotente frente a los acontecimientos que se iban desarrollando, los planes decididos hacía tiempo, las necesidades estratégicas, las exigencias del prestigio nacional… porque lo más aterrador de todo esto, de la guerra más sangrienta que Europa había conocido nunca, era que nadie la quería.

En París, Giorgio de Chirico, que tenía entonces veintiséis años, sentía que la vida era demencial y no tenía sentido. Hijo de un ingeniero de ferrocarriles italiano, nació en Grecia y creció en medio de leyendas antiguas, mitos, tragedias y un fuerte sentido del destino. Creía en las señales y la predestinación, en los lugares mágicos y la astrología y estudiaba la antigua religión de los griegos. También era un estudioso de Nietzsche y Schopenhauer.

Lo que De Chirico creía respecto al sinsentido y el horror de su tiempo cobraba expresión por medio de esos símbolos e ideas. Fue uno de los pintores modernos más verdaderamente “inquietantes”. De Chirico evocaba unas piazzas italianas amenazadoras que parecen encerrar la llave de la catástrofe que se avecina. Sus fachadas con columnatas parecen ser la superficie de un mundo aislado, reflejar la caliente luz del mediodía tras los postigos cerrados. El propósito de su “pintura metafísica” era revelar las fuerzas, los temores, las emociones y las sombras invisibles, ocultas tras el mundo de las cosas visibles. Jugaba con alusiones y, al igual que los antiguos, se deleitaba en los enigmas y acertijos, como los de la Esfinge, el oráculo de Delfos y los Libros Sibilinos.

¿Cuál es el significado del cuadro de 1914 “Melancolía y misterio de una calle”? ¿Significa, quizá, el anonimato, la soledad y la amenaza de una gran ciudad? La obra parece evocar un estado de ánimo que muchos de nosotros hemos sentido antes, de maldad y muerte, de algo inevitable y sin sentido, que nos aniquila. Es difícil no ver la obra como una profecía de lo que, en aquel entonces, se llamó “La Gran Guerra”.
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martes, 16 de agosto de 2011

El Hinduismo: muchos senderos, un objetivo


Para los occidentales, la religión hindú sugiere una multitud de imágenes, desde los ascetas de piernas cruzadas y los templos ricamente tallados hasta los fuegos de cremación a orillas del Ganges y los dioses de cabeza de animal. El hinduismo es tan difícil de asir como una serpiente. No tiene un fundador, unas escrituras ni un credo. Hay muchos dioses, pero sólo una realidad definitiva. Se resiste a las definiciones claras y se encuentra a gusto en la diversidad. Quizá el único modo de describirlo es la reunión de prácticas y creencias de aproximadamente mil seiscientos millones de hindúes que viven en el subcontinente indio y otras partes del mundo hoy en día.

El término hindú proviene de la palabra acuñada por los antiguos persas para describir a los que vivían al lado opuesto de ellos, en la otra ribera del río Indo. Los hindúes modernos prefieren la frase sanatana dharma para describir su religión. Esto puede describirse como “el camino eterno de la conducta”, eterno porque es divino en origen, y camino de conducta porque se refiere a todos los aspectos de la vida.

Algunos hindúes creen que su ley sagrada, o dharma, puede ser sólo practicada en la India; si cruzan el kala pani, “el océano negro”, se volverán impuros e incapaces de vivir como hindúes. Otros no comparten este punto de vista; y, durante los últimos cien años, numerosos hindúes, muchos de ellos emigrantes por causas económicas, se han trasladado a otras partes del mundo. Hoy día, esos emigrantes se encuentran principalmente en Gran Bretaña y países de la Commonwealth británica, por ejemplo, en el Caribe, Canadá y África oriental así como en Estados Unidos y otros países europeos.

El impacto cultural del hinduismo en Occidente en los tiempos actuales puede fecharse
exactamente en 1893, cuando el Parlamento Mundial de las Religiones celebrado en Chicago fue dirigido por un asceta hindú llamado Vivekananda. Éste impresionó tanto a los allí reunidos con su espiritualidad y punto de vista sobre el hinduismo como una gran fe universal, que hubo muchos occidentales que se preguntaron acerca de la oportunidad de seguir mandando misioneros cristianos a India.

Animados por el interés provocado por Vivekananda, y quizá por el entusiasmo hacia todo lo indio que la reina Victoria demostró (había incluso estudiado el indostaní, pero no pudo visitar la “joya” de la Corona por razones de salud), personalidades hindúes y organizaciones de inspiración hindú viajaron a Occidente a partir de entonces. Uno de los grupos más visibles de raíces hinduistas es el movimiento Hare Krisna, fundado en Estados Unidos en 1966 y popularizado gracias a su asociación con estrellas del pop, como George Harrison.

Pero la tendencia no ha ido en una sola dirección. Algunos hindúes, incluyendo al Mahatma Gandhi, recibieron influencias de pensadores occidentales del siglo XIX, como John Ruskin y León Tolstói, así como de las enseñanzas de Jesús. Además, en 1893, Annie Besant, una mujer irlandesa de nacimiento, se fue a la India y fundó el Central Hindu College en Varanasi (Benarés), que llegó a convertirse en una universidad. Trabajó enérgicamente a favor de la educación de la mujer hindú, así como por la promoción de la teosofía, un sistema religioso esotérico fuertemente influido por las ideas hindúes.

A finales de los años cincuenta, Bede Griffiths, un monje británico benedictino, estableció un centro religioso o ashram, basado en ideas hindúes en el sur de la India. Sus enseñanzas y técnicas de meditación combinan aspectos de la espiritualidad tanto india como cristiana.

Aun cuando hay una gran diversidad dentro de su religión, la mayor parte de los hindúes comparten un cuerpo central de creencias y aceptan senderos tradicionales para acercarse a la realidad última. También subrayan la importancia de esforzarse por llegar a la pureza y evitar la contaminación, y la práctica regular del culto, o puja, tanto en el hogar como en el templo.

La mayoría de los hindúes aceptan la autoridad de las antiguas escrituras conocidas como los Vedas; la cuádruple división social (varna), sancionada por la divinidad en la escritura Rig Veda; y los grupos ocupacionales –castas o jatis- que se desarrollaron más tarde. Creen que sus vidas están gobernadas por el samsara, un ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento, y que el alma (atman) se reencarna hasta que gana la libertad (moksha).

El concepto de Rita –el poder que da al universo orden y ritmo, que controla el nacimiento, el crecimiento, la decadencia y la renovación-, descrito en los Vedas, se convierte en posteriores escrituras en Brahman.

El fin último de los hindúes es llegar al moksha, es decir, a la liberación personal del samsara. Esto puede conseguirse a través del dharma, mejor descrito en este contexto como el seguimiento de un código sagrado de conducta que supone efectuar determinados rituales (rezos, cultos) y actuar de un modo moral para con uno mismo, la familia y la sociedad. Además, los hindúes reconocen un número de sendas específicas que conducen a la liberación. Son principalmente tres: los senderos de la devoción, la acción y el conocimiento.

El sendero de la devoción (bhakti) no requiere la ayuda de un especialista, como un sacerdote o un gurú (un maestro espiritual), y es el modo más sencillo de experimentar la unión que existe entre el alma individual (atman) y el espíritu universal (Brahman). Supone la creencia y la rendición total a un dios o diosa personales, así como abrazar una fe incuestionable en Brahman. La meta final consiste en romper el ciclo del samsara y llegar a estar eternamente en presencia de Dios colocando a atman en Brahman.

El sendero de la acción (karma) requiere que los hindúes tengan los pensamientos y realicen las acciones desinteresadamente, para que los efectos consecuentes, tanto buenos como malos, no aten al atman a vidas sucesivas en cuerpos diferentes. La manera más simple de conseguir esto es tener una ocupación que sea útil tanto a la sociedad como al individuo. El sendero del conocimiento tiene que aprenderse de un gurú, que puede explicar a partir de las sagradas escrituras la naturaleza de Brahman, atman, el universo y el lugar de las personas en él. Una clara comprensión de esta antigua sabiduría tiene como resultado romper los lazos con el mundo material y lograr la liberación.

Otro modo de conducir el alma a la liberación es a través del yoga, que comprende un amplio número de disciplinas físicas y mentales usadas por los ascetas y otras personas como ayuda para la contemplación espiritual. El yoga es también muy conocido en Occidente, particularmente el Hatha Yoga, que busca conseguir el samadhi, un estado de supraconciencia a través de ocho fases de ejercicios físicos, y el Raja (“Real”) Yoga, que destaca la postura del cuerpo, el control de la respiración, la concentración y la meditación.

A un nivel más mundano, los hindúes conceden gran importancia a la pureza y a la contaminación, en términos tanto de limpieza física como de bienestar espiritual. Esto influye en los actos de culto en el hogar y en el templo, tanto como la posición social de un hindú, que depende de su ocupación y el grado en que se relaciona con los elementos contaminantes, como la sangre y la materia de desecho. También afecta a la preparación y consumo de los alimentos. La comida vegetariana es muy popular entre muchos hindúes, porque está libre de sangre, considerada como un elemento contaminante, mientras que la veneración hacia las vacas procede de la misma idea unida a la utilidad económica del animal.

Para los hindúes, el culto o puja, de una deidad en particular puede tener lugar en el templo o en
casa. En casa, el puja suele realizarse en la cocina, considerada como el sitio más puro del hogar. Lo dirige un miembro mayor de la familia, que ha de bañarse antes. Este puja doméstico comprende lavar y secar imágenes (murtis) de deidades y ofrecerles especias en polvo, amarillas y rojas, agua, granos de arroz, flores, comida, incienso y luz. El ritual arati se realiza entonces pasando una lamparilla (encendida con mantequilla) ante las imágenes, mientras se cantan versos sagrados de alabanza. La comida que se coloca ante las deidades se vuelve a recoger y se considera prasad, o “bendita ofrenda”.

El culto en el templo gira alrededor de la imagen consagrada de la deidad a la que está dedicado dicho templo. La imagen se sitúa en el altar interior, que es el lugar más sagrado del edificio. El puja diario consiste en hacer diversas ofrendas (upacharas), normalmente supervisadas por sacerdotes masculinos.

Cualquiera de los fieles que estén presentes en los puja de la mañana o de la tarde pueden obtener una visión de la imagen del dios (darshan) poniéndose en la puerta del altar. Tras el puja se realiza un elaborado arati: los sacerdotes sacan a la sala del templo una bandeja con lamparillas y alcanfor y los fieles reciben la luz arati y la bendición de la deidad. Entonces los sacerdotes hacen una reverencia ante la deidad y se distribuye prasad entre los fieles.

La muerte y los rituales que la rodean son otro elemento inseparable de las religiones de todo el mundo. Los hindúes creen que sólo muere el cuerpo, mientras que el espíritu o alma vive muchas veces en diferentes cuerpos hasta que se completa la moksha, la liberación del ciclo de nacimiento, muerte y reencarnación.

A las personas moribundas se les da agua, preferentemente del río sagrado Ganges, y se les anima a que pronuncien el nombre de Dios, normalmente “Ram Ram”, para que el alma pueda lograr la paz. Cuando una persona muere, su cadáver se lava y viste con nuevas ropas. Todos los parientes adultos entran en un estado de contaminación ritual durante diez días. Los hombres de la familia preparan una camilla de varas de bambú y, colocando en ella el cuerpo, lo cubren con una tela blanca nueva y flores rojas y lo amarran firmemente. El hijo mayor o el más joven, que lleva carbones ardiendo en una vasija de barro, camina ante el cadáver mientras lo conducen al terreno funerario cerca de un río de la zona.

Los hindúes queman a sus muertos, pero los niños muy pequeños y los sannyasins (los que han
renunciado al mundo) son enterrados. Cuando la pira está levantada y el cuerpo colocado en ella, el hijo lleva a cabo su deber religioso de encenderlo mientras el sacerdote canta mantras (versos sagrados) para santificar el fuego. Entonces, el hijo camina a su alrededor tres, cinco o siete veces, sosteniendo una antorcha encendida. A veces se practica un pequeño agujero en la vasija de barro, que luego se llena de agua. Mientras el hijo camina alrededor de la pira, el agua que gotea forma una línea que impide al alma que escape de vuelta a la tierra. Cuando el calor de la pira resquebraja el cráneo del cadáver, los deudos se bañan en el río y vuelven a casa, dejando que el personal del lugar de cremación apague la pira. Al tercer día después de la cremación se recogen las cenizas y el décimo día, o más tarde, se las lanza a un río sagrado.
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domingo, 14 de agosto de 2011

La Guerra de Corea (5) - El largo ¿final?


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La magnitud de la derrota indignó a la opinión pública americana y la Casa Blanca consideró seriamente la adopción de medidas extremas. Durante una rueda de prensa que tuvo lugar en Washington, varios periodistas interrogaron repetidamente a Truman sobre la posibilidad de utilizar la bomba atómica. Los boletines de las ruedas de prensa del presidente daban la vuelta al mundo y este asunto hizo sonar las alarmas. El primer ministro británico, Clement Atlee estaba tan asustado que se desplazó inmediatamente a Washington para participar en una reunión que intentara solucionar la crisis. Al día siguiente, Truman aseguró a Atlee que no tenía intención de utilizar armas atómicas. Sabía que podría haber represalias, puesto que China y Rusia tenían firmado un acuerdo de amistad.

El importante revés sufrido por MacArthur había hecho temer la posibilidad de que el conflicto se extendiera a escala mundial. Se intensificó entonces la acción diplomática destinada a apaciguar a China, respecto a que las intenciones de la ONU en modo alguno trataban de lesionar sus intereses. Pero entonces, una iniciativa personal de MacArthur, puso nuevamente las cosas al rojo vivo.

Douglas MacArthur, que demostró sobradamente ser un gran militar, había vivido 37 años fuera de los Estados Unidos, los últimos consagrados a ser una especie de virrey de Asia, una figura legendaria y heroica. Ignoraba o quería ignorar la política. Incluso la de su propio país. Su popularidad entre el pueblo americano, su ego y sus propuestas de atacar las principales ciudades chinas le enfrentaron con Truman, quien quería a toda costa limitar el conflicto a la península de Corea.

Cuando se produjo la primera ofensiva china, MacArthur siguió pensando en repetir lo que había realizado en Inchon. Sólo que ahora la operación era de una envergadura inimaginable: centenares de miles de chinos quedarían atrapados en Corea después de que los norteamericanos bombardearan los puentes del Yalú. El 6 de noviembre, sin consulta previa, había ordenado que 90 fortalezas volantes destruyesen los puentes. Pero el secretario de Defensa, general Marshall, se enteró a tiempo y prohibió personalmente la operación tres horas antes de que se iniciara. Dos días más tarde se autorizó, pero con dos condiciones: no se bombardearía la orilla coreana y no se atacarían los embalses que suministraban la corriente eléctrica a Manchuria.

Evidentemente, no era esa la operación que deseaba el general MacArthur, quien empezó a vivir en sus carnes la teoría de los “santuarios” de tan desgraciado recuerdo en la posterior guerra de Vietnam. El enfrentamiento presidente-general, centrado sobre la estrategia en el Yalú, se agudizó cuando MacArthur presentó la solución alternativa de lanzar entre 30 y 50 bombas atómicas sobre Manchuria.

Y mientras el general rumiaba la impotencia en que le colocaban los políticos, Truman quería ganar la batalla diplomática en la ONU. Aparentemente lo consiguió, puesto que una resolución de la Asamblea General condenaba, el 1 de febrero, a China como agresora.

El continuo martilleo que sufrían las líneas de comunicaciones chinas por parte de la fuerza aérea norteamericana, unido al excesivo alargamiento de las mismas, los obligó a detenerse a principios de enero. Las tropas de la ONU desarrollaron nuevos procedimientos para aprovechar su potencia de fuego superior frente a los chinos y lograron algunos éxitos. Ridgway cambió las tácticas, decidido a maximizar la ventaja armamentística de las unidades aliadas. Lo llamaban “la picadora de carne”: las columnas chinas eran derrotadas mediante una acción combinada de artillería y aviación a una escala sin precedentes. Funcionó.

Las fuerzas de la ONU comenzaron a recuperar terreno hacia el norte, avanzando con seguridad campo a través, bien protegidos por la aviación y la artillería. En un momento determinado, su avance y el deshielo, desvelaron el destino de algunos de sus camaradas capturados por la guerrilla: las manos y los pies atados revelaban que habían sido asesinados después de su captura. Una atrocidad más en una guerra especialmente salvaje.

En abril volvieron a cruzar el paralelo 38. Seúl cambió de manos por cuarta vez en un año, esta vez permaneciendo de forma definitiva en poder de los surcoreanos. Esta dinámica de avances y retrocesos estabilizó la guerra y, primero en la ONU, después en las cancillerías internacionales, se bosquejó la posibilidad de una salida negociada. Ante el elevado coste en vidas humanas, el presidente Truman decidió que ampliar la duración del conflicto resultaba insostenible y dio por bueno el consejo de sus asesores de que la negociación debería intentarse sobre la base de la vuelta al statu quo anterior a la guerra.

El enfrentamiento del general MacArthur con el presidente, ya virulento, llega al colmo, al hacerse pública, el 5 de abril de 1951 una carta que el militar había enviado al representante republicano Joseph Martin el 20 de marzo. El general insiste en que deben utilizarse tropas de la China nacionalista y denuncia a los que se niegan a comprender que “es en Asia en donde los conspiradores comunistas han decidido jugarse el todo por el todo para la conquista del mundo. Ningún acuerdo puede reemplazar a la victoria”.

El 11 de abril de 1951, el presidente Truman destituía al general Douglas MacArthur y le sustituía en el mando supremo por el general Matthew B. Ridgway. MacArthur fue recibido en San Francisco y, sobre todo, en Nueva York, como un héroe legendario. Para muchos, el vencedor del Pacífico no podía estar equivocado y sus tesis de guerra total y utilización del armamento nuclear ganaron muchos adeptos. Cuando llegó a Washington y el fervor popular le dedicó un tercer homenaje, el presidente Truman se fue al cine a ver una película.

Por extraño que parezca, la realidad es que la guerra terminó aquí. O, si se quiere, los presupuestos o ideas que la habían puesto en marcha. Es cierto que los combates, la destrucción, la muerte, todos los horrores que lleva consigo un enfrentamiento bélico, continuaron hasta julio de 1953, es decir, dos años y tres meses más, Pero este residuo de violencia resultó casi absurdo y estúpido. El intento de los chinos para aprovechar la posible influencia psicológica de la destitución de MacArthur, lanzando una nueva ofensiva el 22 de abril, fue frenado en seco por las tropas de las Naciones Unidas, muy sólidamente asentadas en una línea de contención trazada sobre el paralelo 38.

Las noticias de los frentes de combate eran reiterativas y muy locales. Se había entrado en la guerra de las cotas y de las colinas. Un muy reducido espacio geográfico, conquistado por un bando al amanecer, era reconquistado por el enemigo poco antes del ocaso para volver a repetirse la historia en las 24 o 48 horas siguientes. Una de esas batallas sangrientas y olvidadas fue la de El Hook, librada entre el 12 y el 19 de mayo de 1953. Casi cada mes había que lamentar unas 2.000 bajas en las filas de las Naciones Unidas.

El 29 de junio de 1951, el presidente Truman cursaba una orden al general Ridgway para que transmitiese al comandante en jefe de las fuerzas chinas la oferta de negociaciones, y el lugar elegido: un buque hospital danés sito en el puerto de Wosan. Los chinos aceptaron negociar, pero sugirieron otro lugar: un pueblecito llamado Panmunjon, muy cerca de Kaesong, justamente sobre el tantas veces recordado paralelo 38. Las conversaciones se iniciaron el 10 de julio.

Fueron largas y difíciles, muchas veces interrumpidas y reanudadas. Mientras los combatientes –pretendiendo mejorar sus posiciones- lanzaban oleadas de hombres a la lucha, caso de los chinos, o bombardeaban sin descanso puntos estratégicos, caso de los norteamericanos y tropas de la ONU. Tres fueron –entre otros mucho más pequeños- los escollos fundamentales de la negociación:

1) La condición de China de que las fuerzas extranjeras abandonaran el territorio coreano antes de firmar el armisticio; la que se negaron en redondo los norteamericanos, desconfiando abiertamente del comportamiento de los chinos una vez que se hubiera producido la retirada de la ONU.

2) La inoportuna intervención de Syngman Rhee, que quería introducir como condición la promesa formal de la unificación coreana.


3) El asunto de los prisioneros de guerra. Tanto Corea del Norte como del sur maltrataban a sus
prisioneros. Uno de cada tres prisioneros estadounidenses capturado por los norcoreanos no sobrevivía al primer invierno. Muchos morían de disentería, de palizas o malnutrición. Preocupados por lo que ocurría, los chinos asumieron el control de los prisioneros, organizando charlas periódicas para adoctrinarles. Mientras tanto, en Estados Unidos a poca gente le interesaba la guerra. En la Segunda Guerra Mundial todos estaban pendientes del cuso de los acontecimientos, pero durante la Guerra de Corea, el interés fue escaso. Los periódicos escribieron muy poco sobre ella y sólo había titulares cuando se perdía alguna colina o se producía una escaramuza.

También los 130.000 prisioneros de guerra hechos a los comunistas fueron un problema en las negociaciones. A todos se les preguntó si deseaban volver a Corea del Norte o permanecer en el Sur. Los comunistas montaron en cólera cuando casi la mitad de los prisioneros de guerra decidieron no volver a sus hogares comunistas. Violentas protestas sacudieron los campos.

Al estancarse las negociaciones, volvieron a producirse incesantes bombardeos. Los aviones estadounidenses lanzaron sobre Corea del Norte casi tantos explosivos como sobre Alemania durante toda la Segunda Guerra Mundial. Hubo un sinnúmero de muertos, el país quedó arrasado, la capital quedó sin una sola casa en pie. Se estima que en el Norte la cifra de civiles muertos superó los dos millones.

Las atrocidades ocurrieron en ambos bandos. Los norcoreanos asesinaron a compatriotas a quienes acusaban de simpatizar con el enemigo. Los partidarios de Rhee masacraron a los sospechosos de ser comunistas. Los civiles eran siempre las víctimas de esta violencia interminable. Y, entre todo este sufrimiento, en Panmunjong las conversaciones continuaban. En dos años hubo cientos de reuniones sin llegar a nada.

Mientras tanto, hubo quien se benefició de la guerra. Siempre pasa. En Japón la guerra de Corea impulsó la economía y generó 3.500 millones de dólares en inversiones. El antiguo enemigo de Corea se convirtió en un bastión del capitalismo en la lucha contra el comunismo en Asia, el centro de operaciones para la guerra de Corea: sus astilleros y arsenales navales se utilizaron para reparar los barcos; la electrónica japonesa tuvo sus verdaderos comienzos en la Guerra de Corea.

En 1952 se celebraron elecciones en Estados Unidos. Truman, tras dos años de guerra, decidió no
seguir al frente de los demócratas. Los republicanos eligieron a Dwight Eisenhower. Su eslogan: “iré a Corea”. Mucha gente estaba desilusionada con Truman y por ello Eisenhower derrotó a los demócratas con una victoria aplastante. En el este también habían cambiado las cosas. En marzo de 1953, el mundo comunista lloraba la muerte de Stalin. Éste había mantenido la guerra en marcha; sus sucesores querían que acabara. Un armisticio era inevitable.

Al fin, el 10 de julio de 1953 se llegó a un acuerdo. Se firmó el Tratado de Armisticio a las 10 horas del 27 de julio y entró en vigor al mediodía del 28. El presidente surcoreano Sygman Rhee se opuso al acuerdo y no firmó.

Había terminado una guerra feroz y sinsentido, con unos datos que no llevan a parte alguna. La guerra de Corea fue una de las primeras contiendas localizadas y controladas de todo el rosario de enfrentamientos entre el bloque occidental y los países socialistas que surgió a lo largo de la Guerra Fría. La repercusión internacional que alcanzó esta confrontación radica, en primer lugar, en su carácter de válvula de escape de la tensión acumulada entre ambos bloques desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En segundo lugar y relacionado con lo anterior, como escenario preparado por la Unión Soviética para un ensayo general de la confrontación bipolar de la Guerra Fría, pretendiendo conocer la capacidad de respuesta de Occidente, para saber a qué atenerse. La coordinación de los comunismos soviético y chino –no expresada, pero demostrada- funcionó perfectamente. A los chinos les correspondió la tarea de desgaste, pues los soviéticos todavía estaban restañando sus heridas de la II Guerra Mundial.

Desde el punto de vista militar, la guerra de Corea fue un éxito occidental en cuanto al freno puesto a la expansión comunista. Pero al mismo tiempo fue una grave humillación para los ejércitos occidentales, que se habían visto batidos por un enemigo integrado casi exclusivamente por tropas ligeras que se movían de noche y se infiltraban buscando la retaguardia.

Las fuerzas de la ONU confiaron en la superioridad técnica de su armamento para controlar las bajas, bombardeando a los mal equipados soldados comunistas, que estaban dispuestos a sacrificar miles de vidas en sus ataques masivos. Los expertos pensaban que el enorme poder de la aviación de la ONU les daría la victoria. Los modernos jets como el Panther F-9, con base en los portaaviones, sumaron su peso a los aviones de la Segunda Guerra Mundial, utilizando cohetes, bombas y napalm. Este último fue un arma estrella durante la guerra. Aunque militarmente eficaz, su uso indiscriminado causó horribles sufrimientos en la población civil. Por otra parte, la campaña norteamericana de bombardeo masivo que pulverizaba las ciudades al norte del país, sólo resultó decisiva para conducir la guerra a un punto muerto, devastando el país en el proceso. Nadie ganó aquella guerra, y los vencidos estaban por todas partes. Un mar de refugiados vagaba constantemente a la deriva según los giros del conflicto.

Los resultados de la guerra de Corea son estremecedores. Combatieron 970.000 hombres del lado de Corea del Sur -15 países de la ONU prestaron su apoyo, a veces testimonial- y algo más de 1.000.000 del lado de Corea del Norte. Los muertos fueron 580.000 soldados y se estima que de dos a tres millones de civiles perdieron la vida. Las estructuras de Corea quedaron arrasadas. Cinco millones de personas se quedaron sin hogar. Tan espeluznantes como puedan resultar esas cifras, lo cierto es que la Guerra de Corea demostró que, a pesar de mantenerse con firmeza las respectivas posiciones, ningún bloque deseaba apurar al límite las perspectivas de mutua destrucción.

Estados Unidos, cuyos soldados pelearon con extraordinaria decisión y bravura, se encontraron con una experiencia nueva: la de participar en una guerra a cuyo final no podían denominarse claramente vencedores.

No habían ganado, pero los países occidentales consiguieron que la línea fronteriza siguiera en
pie. El comunismo había sido contenido en Corea. En líneas generales fue una derrota para el socialismo, ya que su objetivo, imponer el sistema comunista en Corea del Sur, no fue conseguido. Hoy, casi sesenta años después, la frontera entre las dos Coreas, sigue estando en el mismo punto. Al norte, el régimen coreano se ha convertido en una pesadilla belicista tanto para sus propios habitantes como para el mundo, enrocado sobre sí mismo, de una ideología radical y una tiranía opresiva. Al sur, sus compatriotas han construido un país próspero que juega un importante papel económico en la región.
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sábado, 6 de agosto de 2011

La Guerra de Corea (4) - En casa por Navidad: la guerra se prolonga


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La situación del ejército norcoreano era ahora desesperada. Los que, unos días antes, cercaban implacables Pusan, huían ahora por la costa, abandonando armas y pertrechos. Otros 30.000 prisioneros se añadieron a los cien mil anteriores. El 30 de septiembre, la 3ª División del Ejército de Corea del Sur cruzaba el paralelo 38 en dirección al Norte. Todos creían que el camino para unificar la península de Corea estaba despejado.

Esta decisión de los surcoreanos se había anticipado a la batalla legal planteada en las Naciones Unidas. Jacob Malik, el delegado soviético, se había reintegrado a su puesto en el Consejo de Seguridad dispuesto a echar mano del veto en cuanto se planteasen los temas coreanos. Por eso, los occidentales quisieron desviar el problema hacia la Asamblea General, que carece de poder decisorio. Una vez más, el recurso táctico.

Gran Bretaña, Francia, Canadá… y un total de siete países aliados de Estados Unidos promovieron una resolución de la Asamblea afirmando que cuando a causa del veto el Consejo de Seguridad no cumpliera su responsabilidad fundamental, la Asamblea examinaría inmediatamente la cuestión para hacer a sus miembros las recomendaciones apropiadas sobre las medidas colectivas que habría que tomar.

Después de durísimos debates, la Asamblea General pasó dos resoluciones: una para cruzar el paralelo 38 (7 de octubre) y otra para aumentar los poderes de la Asamblea (3 noviembre). A ambas se opusieron los soviéticos, claro.

Por supuesto, la acción de los norteamericanos en Corea discurría al margen de estos acontecimientos. Truman lo que necesitaba era apoyo moral y eso es lo que era el respaldo obtenido en la ONU, aunque se consiguiera en un órgano distinto del debido. La única sombra en el horizonte era el posible comportamiento de China. Cuando Truman había reiterado a Mac Arthur que no transgrediese límites en los bombardeos o en los avances de la Infantería probablemente pensase más en la Unión Soviética que en China. El desconocimiento sobre las realidades de este país –que sólo tenía un año de existencia oficial- era casi completo.

Una vez más, MacArthur dividió sus fuerzas en dos: mientras el 8º Ejército se dirigía hacia el norte de Seúl, hacia Pyongyang, la unidad 10 desembarcó en la costa oeste, en Wonsan, confiando en repetir el éxito de Inchon. Pero esta vez, al avance de las fuerzas terrestres fue tan rápido que llegaron allí antes de que se hubiese producido el desembarco. En octubre, unidades surcoreanas llegaban al río Yalu y el 8ª Ejército tomaba Pyongyang. Era la primera y última vez que Occidente controlaba una capital comunista. Toda Corea parecía estar reunificada y las unidades americanas se preparaban para abandonar la contienda.

Apurado, el gobierno de Kim Il Sung hubo de trasladarse a Sinuiju, cerca de la desembocadura del río Yalú. Envió una delegación a entrevistarse con Mao Tse Tung para solicitarle ayuda. Las opiniones de los dirigentes comunistas de Beijing estaban profundamente divididas en lo que la a la intervención se refería. Mao recibió telegramas secretos de Stalin en los que se le instaba a entrar en la guerra para salvar a Corea del Norte.

En 1950, el control de Mao sobre la China posrevolucionaria no estaba asegurado. El apoyo militar y político norteamericano a su adversario Chan Khai Chek y a las fuerzas nacionalistas de Formosa eran una amenaza constante y la presencia de fuerzas americanas a lo largo de la frontera con Corea amenazaban su posición.

El 2 de octubre, cuando la ONU estaba sumida en los debates sobre el cruce del paralelo 38, el primer ministro de la China, Chu En-lai, convocaba al embajador de la India y le hacía saber –para que lo transmitiese con urgencia- que si fuerzas de la ONU, que no fueran surcoreanos, penetraban en Corea del Norte, China intervendría en el conflicto. La advertencia no fue escuchada.

Con todo, y para cerciorarse sobre el terreno, el presidente Truman tomó una decisión insólita: en lugar de llamar a Washington a Douglas MacArthur, acudió él mismo a la isla de Wake, en el centro del Pacífico, para entrevistarse con su comandante en jefe en Corea. Este hecho hablaba por sí mismo de la importancia que la cuestión tenía para las autoridades de Washington. La entrevista se celebró el 15 de octubre. Durante la misma, el general hizo dos afirmaciones tan optimistas como equivocadas: que la guerra estaba tan decidida que podrían estar en casa por el Día de Acción de Gracias; y que los chinos no intervendrían en la guerra. Afirmaciones ambas que los hechos no tardarían en desmentir. En premio a su labor recibió otra medalla, que él interpretó como una autorización para continuar avanzando hacia China. Cuando el presidente le pidió que se quedara a almorzar con él, MacArthur rehusó.

A finales de octubre, se iba a producir un giro radical en los acontecimientos, justo cuando la 6ª División del III Cuerpo del ejército surcoreano llegaba al punto máximo de su avance: el inmenso río Yalú, frontera natural de Corea del Norte con China. Chu En-lai había declarado que no tenía objeciones a que los surcoreanos sobrepasasen el paralelo 38 y entrasen en el norte de Corea. Pero, en realidad, desde ese mismo momento, se había empezado a reunir un ejército de voluntarios bien adoctrinados que se preparaban para el combate.

Aquella misma tarde del 26 de octubre, fuerzas del 26 regimiento del I Cuerpo del ejército surcoreano hicieron prisioneros a nueve chinos en Sudong. El número, como es lógico, no preocupaba, pero sí la historia que narraron aquellos nueve hombres. Se trataba de soldados de la China nacionalista (Formosa), capturados por el Ejército Rojo chino, obligados a combatir con éste y que veían la ocasión de recuperar su libertad entregándose a los surcoreanos. Los prisioneros contaron algo más de mucha importancia: el Ejército maoísta estaba dispuesto a atacar, con un enorme contingente de hombres y material. Apenas dio tiempo a contrastar si podía darse crédito a la información.

El ejército de la ONU, que ignoraba que los chinos se estaban agrupando, hizo un descanso el día
23 de octubre para celebrar el Día de Acción de Gracias, en el que sirvieron pavo asado y salsa de arándanos. MacArthur y sus oficiales seguían pensando que para cuando llegaran las Navidades, la guerra habría terminado. A la mañana siguiente, 20.000 chinos, ligeros de equipo y sin radiocomunicaciones, los atacaron, aniquilando una División surcoreana. Después de dos días de combate se retiraron tan rápidamente como habían aparecido, perdiéndose en las montañas. Solo los prisioneros capturados constituían una prueba de su intervención. La ONU interpretó que la amenaza había pasado.

Pero MacArthur ordenó a la aviación que barriera toda la zona entre el frente y el río Yalú, no sólo para destruir las comunicaciones enemigas o sus puntos de reunión, sino como demostración de fuerza deliberada para restablecer su supremacía aérea. Atacaron cada fábrica, cada ciudad y cada pueblo, con las incendiarias bombas de napalm. Pero, de pronto, ellos también sufrieron un revés. La llegada en noviembre de los primeros MiG 15, mejores cazas que los norteamericanos, supuso un duro revés para las fuerzas de la ONU.

Los estadounidenses habían disfrutado de supremacía aérea desde el principio, utilizando tácticas
de la II Guerra Mundial con aviones a reacción. Cuando los cazas rusos MiG 15, guiados por pilotos rusos bien entrenados, llegaron a la zona de guerra, plantearon un desafío a la supremacía norteamericana. Su misión consistía en formar a los pilotos coreanos, pero al final terminaron tomando parte activa. Aunque el gobierno y los militares exigían estricta confidencialidad en este asunto, la Unión Soviética corría el riesgo de entrar en conflicto directo con los EEUU. Cuando los americanos desplegaron el Sabre F-86, y a pesar de la orden de no perseguirlos hasta sus bases en China, fueron recuperando lentamente el dominio de los cielos, lo que permitió a la flota aérea americana mantener una ofensiva constante sobre los objetivos terrestres.

El 2 de noviembre, los soldados chinos atacaban en Unsan al 8º Ejército norteamericano y le forzaban a retirarse cruzando el río Chongchon. Todavía el día 4 el general MacArthur quería quitar importancia a lo sucedido, pero el 5 emprendió la ofensiva verbal y dijo que la intervención de los chinos era uno de los actos más contrarios a la ley internacional. También aquí estuvieron rápidos los chinos porque Mao Tse-Tung respondió inmediatamente que el pueblo chino, “voluntariamente, había decido entregarse a la tarea sagrada de resistir a los Estados Unidos de América, ayudando a Corea y defendiendo sus casas y su país”.

El 24 de noviembre, MacArthur decidió lanzar la ofensiva definitiva para acabar con la
resistencia. Se trataba de la típica maniobra en doble tenaza que debían llevar a cabo el Octavo Ejército de Walker desde el oeste y el 10ª Cuerpo desde el este. MacArthur ignoraba entonces que, en las vísperas de la primera ofensiva, unos cien mil soldados chinos se habían infiltrado en su retaguardia aprovechando la naturaleza montañosa del país. Las fuerzas chinas cayeron de improviso sobre la retaguardia aliada. El resultado fue un caos monumental. Divisiones enteras fueron destruidas: en los primeros días perdieron 11.000 hombres, muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a las duras condiciones de los campos de prisioneros de Corea del Norte.

Aquellos que lograron sobrevivir y no ser capturados, tuvieron que emprender una caótica retirada e, incluso, el abandono de Pyongyang, dejando atrás vehículos y equipo. La temperatura era de -25ºC, nada funcionaba como era debido, ni siquiera se podía disparar una bala. Fue una experiencia desmoralizadora para los soldados norteamericanos, que lo llamaron la “Fiebre de la Deserción”, la peor derrota militar americana de todo el siglo. Después de haber dominado, a finales de octubre, las tres cuartas partes del territorio norcoreano, los Ejércitos de Estados Unidos y Corea del Sur se retiraban el 15 de diciembre por debajo del paralelo 38.

Para la unidad 10, en las montañas del este, no había donde refugiarse. Una de las peores batallas de la historia la protagonizaron 20.000 marines, rodeados en el pantano de Chosin, donde las temperaturas descendían por debajo de los -30ºC. La vanguardia que presionaba hacia el río Yalú había sido abatida. Los escasos supervivientes que habían conseguido regresar hasta el pantano habían sido evacuados por aire, heridos, congelados o ambas cosas. Los demás tuvieron que enfrentarse con la larga lucha hasta la costa, a través de seis divisiones chinas en una auténtica lucha por la supervivencia. Pero, a pesar de ello, recogieron el equipo pesado y,
como siempre, a sus muertos. Los aviones servían de enlace; secciones enteras de puentes fueron lanzadas en un solo punto para poder cruzar una garganta que amenazaba con detener la épica marcha. “No nos retiramos”, dijo el comandante de los marines, “avanzamos en una dirección diferente”. Aquel “avance” se prolongó más de 30 km por senderos de montaña. Los chinos atacaban continuamente la columna. Para ellos, la ruta de Chosin también era un tormento: ni siquiera podían encender fuego por miedo a atraer sobre ellos una lluvia de napalm. Como resultado, la mayoría de sus bajas fueron por congelación.

Finalmente, el 10 de diciembre, la unidad 10 desfiló hacia el puerto de Hungnam. Algunos pensaban que podrían haber conservado el perímetro alrededor de su base más importante en el norte, pero a esas alturas ya nadie quería correr ningún riesgo. El volumen de material y suministros era demasiado grande para transportarlo en la evacuación por mar, y Hungnam se convirtió en un auténtico infierno con la proliferación de enfrentamientos entre coreanos para conseguir las preciosas reservas de alimento.

Se desencadenó una ola de destrucción a medida que los ingenieros acababan con todo aquello que pudiera resultar útil a los chinos: fábricas, trenes, instalaciones… Mientras, la flota bombardeaba Hungnam en una muestra de odio y poder antes de dirigirse hacia Pusan, al sur del país, abandonando a su suerte a la población civil.

Dos desgracias más se sumaban al ya muy oscuro panorama: el día 23 de diciembre moría en
accidente el general Walton Walker; su jeep patinó sobre el hielo y sus ocupantes se estrellaron contra la carretera. Enseguida se procedió al nombramiento del general Matthew B. Ridgway para sustituirle. Ridgway era un carismático paracaidista que había sido condecorado en la II Guerra Mundial y que exigió a MacArthur el mando de todas las fuerzas desplegadas en el teatro de operaciones. MacArthur, abrumado por el desastre, aceptó.

El segundo infortunio fue la llegada de noticias confirmadas por los Servicios de Inteligencia de Tokio: los chinos, tenían 100.000 soldados en territorio coreano; en el Yalú, en Manchuria, estaban preparadas para intervenir 56 Divisiones -500.000 hombres- a los que había que añadir 370.000 soldados más de organizaciones regionales especiales. Un total de 970.000 combatientes, bien entrenados y dotados de armamento chino y soviético, que en cualquier ocasión podían causar desaliento, pero mucho más después de haberse realizado las dos primeras ofensivas. El 5 de enero ponían en marcha la tercera a la que, naturalmente, calificaron de Ofensiva del Año Nuevo. Las tropas de las Naciones Unidas intentaron frenar el avance chino. Con la llegada del general Ridgway, el derrotismo, la “Fiebre de la Deserción” y todos los problemas que habían aquejado al 8º Ejército fueron erradicados. Pero ya era tarde para salvar la capital: el día 3, las tropas del sur se habían visto obligadas a abandonar Seúl que, una vez más, cambiaba de manos.

(Continua en la siguiente entrada)
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