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martes, 27 de marzo de 2012

La antimateria: el mundo en negativo (1)



El físico teórico británico Paul Dirac, el primero en considerar la posible existencia de antipartículas, aseguraba en su discurso tras recibir el premio Nobel de Física en 1933 que, al igual que eran posibles dichas antipartículas, podrían serlo las antiestrellas, los antiplanetas e, incluso, los antihombres. Es decir, podía existir la antimateria.

A principios del siglo XX, proliferaron de una manera inusitada complejas teorías físicas, opuestas al sentido común y difíciles de asimilar. Por un lado, la relatividad especial asegurando extraños comportamientos para la materia a altas velocidades y relaciones sorprendentes como aquella que existe entre masa y energía –E=mc2-. Por otro, la incipiente física cuántica, proponiendo una naturaleza ondulatoria para la materia en el ámbito microscópico, donde se desenvuelven las partículas subatómicas como el protón o el electrón.

Como es sabido, los átomos se componen, básicamente, de protones y neutrones, que conforman el núcleo atómico, y electrones. Pues bien, el 6 de diciembre de 1919, Paul Dirac (1902-1984) presentó su trabajo titulado “Teoría de los electrones y de los protones”. Dirac había creado unas ecuaciones que conciliaban el comportamiento cuántico de las partículas atómicas con su movimiento a velocidades comparables a las de la luz, esto es, relacionaban la Teoría de la Relatividad con la mecánica cuántica para explicar el comportamiento de los electrones. Todo encajaba en ellas salvo una cosa: de la ecuación que daba la energía de un electrón se obtenían dos valores para la misma, uno positivo, completamente razonable, y otro negativo, que no correspondía con ningún comportamiento hasta entonces observado en la física. En la nueva mecánica no existía ninguna razón para eliminar la solución negativa de la energía, a pesar de que, de momento, no se relacionara con un significado físico concreto.

Inquietado por esta anomalía pero muy seguro de su teoría, Dirac siguió investigando en sus
ecuaciones y llegó a una conclusión razonable: “Un electrón en un estado de energía negativa es un objeto completamente ajeno a nuestro experimento, pero al que podemos, sin embargo, estudiar en su aspecto teórico; podemos prever, particularmente, su movimiento en un campo electromagnético cualquiera –un campo tal es una zona donde una carga eléctrica sufrirá fuerzas capaces de desviarla de su trayectoria dependiendo del signo de dicha carga-. El resultado del cálculo (…) es que un electrón de energía negativa es desviado por el campo exactamente igual que lo sería un electrón de energía positiva si tuviese una carga eléctrica positiva +e”. El electrón ordinario conocido hasta entonces poseía energía positiva y carga negativa “-e” (siendo “e” el valor numérico concreto de la carga del electrón -1,602x10-17 culombios). De esta manera, Dirac proponía la existencia de una partícula igual en todo al electrón, pero de carga opuesta en signo.

En aquella época, sólo se conocían dos partículas subatómicas con carga: el protón –con carga positiva +e- y el electrón –con carga negativa –e-. En un principio, Dirac pensó que la partícula antes descrita de energía negativa y carga positiva era el protón. Pero enseguida advirtió que la diferencia de masa entre el protón y el electrón era demasiado grande para ser esto cierto –el protón es unas mil veces más pesado que el electrón-. Decidió entonces proponer la existencia de una nueva partícula, el antielectrón, al que más tarde se denominaría positrón. Dirac aventuró también la existencia de los antiprotones, descubiertos 24 años más tarde: “Es probable que los protones tengan sus propios estados de energías negativas”, escribiría en 1931.

La reputación de Dirac no tuvo que esperar mucho tiempo el respaldo de los físicos experimentales. Tan sólo cuatro años después, en 1932, el físico estadounidense Carl Anderson (1905-1991) decidió utilizar una cámara de Wilson –un cilindro lleno de aire cargado de vapor de agua-, introducida dentro de un electroimán para estudiar los rayos cósmicos.

Los rayos cósmicos son radiaciones muy energéticas provenientes del espacio interestelar que, al
chocar con las partículas de la atmósfera, producen reacciones en las que se obtienen como resultado numerosas partículas –y, aún no lo sabían, antipartículas-. Al llegar estas partículas producto a la cámara de Wilson, si están cargadas eléctricamente, ionizan a su paso las moléculas del aire saturado de agua, dejando tras de sí un rastro de iones. Alrededor de estos iones se condensan gotitas de agua, lo cual hace visible el rastro de las partículas. Es entonces cuando entra en juego el electroimán. Éste crea una fuerza eléctrica sobre las partículas cargadas eléctricamente, desviándolas de su trayectoria tanto más cuanto mayor sea su carga en valor neto, y acercándolas o alejándolas a los polos del electroimán dependiendo del signo de dicha carga. De esta manera, Anderson podía determinar la masa y la carga de las partículas que, provenientes de los rayos cósmicos, atravesasen su montaje.

El resultado del experimento fue que, en varias de las fotografías tomadas, se evidenciaban
trayectorias que correspondían a partículas cargadas positivamente y de masa muy pequeña comparada con la del protón: se trataba de positrones. Las previsiones de Dirac habían sido corroboradas. El 28 de febrero de 1933, Anderson comunicó sus resultados a la prestigiosa revista Physical Review, cuyo editor bautizó a la nueva partícula como “positrón”. Tres años más tarde, Anderson recibiría el premio Nobel de Física por su descubrimiento, la primera evidencia experimental de la existencia de la antimateria.

Las generalizaciones, entonces, no se hicieron esperar. Si existían positrones o antielectrones, podrían existir también antiprotones y antineutrones. Sin embargo, la energía necesaria para la observación de estas antipartículas era bastante superior a la obtenida en los laboratorios de la época. Y es que, para crear partículas de masa mucho mayor que la del electrón, se necesitan también energías mucho más grandes debido a la equivalencia E=mc2 entre masa y energía.

(Continúa en la siguiente entrada)
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sábado, 24 de marzo de 2012

¿Cómo enciende y apaga el Sol el alumbrado público?


Al atardecer y al amanecer, millones de farolas del alumbrado público se encienden y apagan, según el caso; muchas de ellos son activadas por la luz solar.

En su mayoría, los modernos interruptores cronométricos de las farolas tienen un reloj eléctrico cuya carátula giratoria mueve levas que encienden o apagan la luz a determinadas horas. Dado que el sol sale y se pone a diferentes horas durante el año, el alumbrado público también debe encenderse y apagarse a distinta hora; entonces los mecanismos deben ser ajustados según la estación del año. Esto se controla en el interruptor cronométrico mediante un dispositivo automático que ajusta las levas de encendido y apagado mes con mes, para ajustarse a los cambios estacionales de la luz solar.

Hace ya algún tiempo, se inventó una unidad fotoeléctrica de control para las farolas. Esa unidad está dotada de una fotocelda que contiene un compuesto sensible a la luz, como el sulfuro de cadmio o el de silicio. Al amanecer, la luz que incide en la celda hace que los electrones fluyan de un átomo a otro, conduciendo electricidad al interruptor y haciendo que éste se desconecte. Cuando cae la oscuridad, los electrones del compuesto se quedan inmóviles: entonces la corriente se detiene y las luces se encienden. Por lo tanto, la hora en que la corriente se activa y se interrumpe depende por completo de las condiciones de claridad u oscuridad del ambiente.

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viernes, 23 de marzo de 2012

¿Cómo funcionan los motores de un cohete espacial?

Conseguir proporcionar a una nave de varias toneladas de peso una velocidad tan elevada como la de escape fue sin duda uno de los mayores problemas que hubo de afrontar la astronáutica. La solución no se haría realidad hasta el perfeccionamiento del llamado motor-cohete.

El motor cohete es la demostración palpable del llamado principio de acción y reacción enunciado por Newton dentro de sus tres famosas Leyes de la Mecánica. Veamos cómo funciona. La reacción química del combustible tiene lugar en la cámara de combustión, donde se generan los gases producto de la misma, que son expulsados por las toberas a una gran velocidad. Es esta enorme velocidad la responsable de que el cohete salga impulsado en sentido contrario, como consecuencia del cumplimiento de la tercera ley del movimiento de Newton o, si se quiere ver de otra forma, de la ley de conservación del momento lineal.

Hoy en día, esto es algo que nos puede resultar extremadamente sencillo de entender, pero parece ser que no ocurría así en la década de los años 20, cuando Robert Goddard llevaba a cabo sus estudios sobre cohetería. En 1920, en un ya mítico titular, el diario The New York Times publicaba el siguiente párrafo: “El profesor Goddard no conoce la relación entre la acción y la reacción ni la necesidad que debe haber de disponer de algo mejor que el vacío sobre lo que ejercer un empuje. No parece, pues, saber lo que se enseña a diario en las escuelas”. Sin comentarios. Semejante muestra de ignorancia científica no fue reconocida públicamente hasta 49 años después, cuando, en julio de 1969, el Apolo XI despegaba hacia la Luna.

Un cohete de propulsión a chorro, como hemos dicho, no es más que una consecuencia directa de la ley de conservación del momento lineal. En efecto, si se considera el conjunto formado por la nave (vacía) y el combustible como un sistema aislado, esto es, que no se encuentre bajo la acción de una fuerza neta (o bien que ésta sea poco importante), el momento lineal de todo el conjunto debe mantenerse inalterado. Esto significa que, como el momento lineal antes del despegue es cero (el cohete está quieto), éste debe mantenerse siempre en ese valor para cualquier instante de tiempo posterior. Pero, como el momento lineal es una cantidad vectorial que tiene el mismo sentido que la velocidad, ha de ocurrir que, para que la suma de los dos momentos lineales (de los productos gaseosos de la combustión, por un lado, y de la propia nave por el otro) sea nula, ambos deben salir despedidos en sentidos contrarios. Y esto no requiere en absoluto la necesidad
de aire; puede ocurrir perfectamente en el vacío del espacio, no como afirmaba el The New York Times. Nos apercibimos de esta importante ley física cada vez que disparamos un arma de fuego y sentimos el retroceso. Asimismo, podemos aprovecharnos de este principio en el caso de que seamos abandonados en el centro de un lago helado: si queremos llegar a una orilla no tenemos más que arrojar un objeto que llevemos con nosotros hacia la orilla contraria a la que pretendíamos llegar.

Esta aplicación tecnológica de un principio físico se había experimentado con los motores a reacción que equipan a los actuales aviones. En dichos motores, la combustión de una sustancia (gasolina o queroseno) produce una cierta cantidad de gases a presión que, al escapar por la tobera del motor a alta velocidad, originan una fuerza de reacción que se transforma en el empuje necesario para desplazar todo el aparato.

A grandes rasgos, el funcionamiento del motor cohete es muy similar al de reacción, pero existe entre ambos una diferencia básica: en el caso del motor de reacción, la combustión tiene lugar gracias al aire tomado directamente de la atmósfera, mientras en el motor cohete (que debe operar en un medio falto de oxígeno) el sistema ha de transportar tanto el combustible como la sustancia oxidante que permitirá la combustión y originará el chorro de gases (jet) inicio del impulso motor.

Según la naturaleza de los propulsantes utilizados, los motores cohete son: de líquidos, de sólidos o de híbridos (cuando un propulsante es sólido y otro líquido). Los dos primeros son de amplia utilización. La diferencia esencial entre ambos consiste en que con los motores de líquidos los propulsantes están almacenados en depósitos desde los que se inyectan en la cámara de combustión, mientras en el motor de sólidos están contenidos en la propia cámara de combustión.

Esta variante conduce a diferencias esenciales en la constitución de ambos tipos de motor, siendo de gran simplicidad en el motor de sólidos. El 12 de abril de 1981, por ejemplo, tuvo lugar el lanzamiento del primer transbordador espacial, el Columbia, impulsado por tres motores de combustible líquido y un par de gigantescos propulsores de combustible sólido, sujetos
al tanque principal, todo ello controlado por cinco complejas computadoras interconectadas.

Los cohetes de líquidos están constituidos por los siguientes elementos: un sistema
de almacenamiento de propulsantes que consta de dos depósitos, uno de oxidante y otro de combustible; un sistema de alimentación basado ya sea en la presurización de los depósitos (mediante helio u otro gas inerte a alta presión) o en una bomba de inyección accionada por un generador de gas o por los mismos propulsantes del motor cohete, y una cámara de combustión con una tobera. En la cámara se produce la combustión de los propulsantes y se generan los gases a alta presión que se inyectan al exterior por la tobera produciendo el empuje.

Los gases de combustión tienen temperaturas entre 2.000ºC y 3.500ºC, más elevadas que la
fusión de la mayoría de los materiales metálicos, por lo que se presentan problemas técnicos severos para la construcción de los motores. En los cohetes de líquidos se utiliza un sistema de refrigeración basado en la circulación de un propulsante alrededor de la cámara antes de su inyección en el interior. Para los cohetes de sólidos se utiliza un material aislante de la pared interior. En las gargantas de las toberas se utilizan materiales especiales, como grafito o cerámicas.

Los elementos del sistema de alimentación en los cohetes de líquidos deben tener alta resistencia a la corrosión y en particular cuando se utilizan propulsantes criogénicos (hidrógeno y oxígeno líquidos) deben satisfacer la condición de operar a temperaturas extremadamente bajas.

Los motores cohete de propulsantes químicos liberan gran cantidad de energía en un tiempo breve, siendo adecuados para conseguir empujes altos y alcanzar las velocidades precisas para la satelización y el escape. Las operaciones espaciales requieren también fases de propulsión de empuje reducido para las que son aplicables otros tipos de motor cohete. Otras operaciones requieren empujes y tiempos muy reducidos; es el caso de los sistemas de control de altitud basados en chorros de gas, el de mantenimiento de un satélite en órbita para compensar las desviaciones de posición y desplazamiento en órbita. Estos dos últimos son especialmente necesarios para los satélites geoestacionarios de aplicación (por ejemplo, de comunicaciones).

Pero, ¿y que hay del viaje espacial? ¿Qué tipo de motores serían necesarios? ¿Con qué
problemas nos encontramos cuando se trata de ir a otro planeta? El problema es que la masa del cohete no permanece constante, ya que el combustible se va gastando y, consecuentemente, el sistema se aligera. Esto hace un poquito más complicado el análisis teórico del problema, pero nada que no tenga solución si uno sabe algo de cálculo diferencial. Cuando se integra la ecuación diferencial resultante, se llega a la conclusión de que la velocidad final de la nave depende de tres parámetros: la velocidad relativa de los gases expulsados con respecto a la propia nave, la masa de la nave vacía (sin combustible) y la masa del propio combustible. Y aquí es donde se pueden hacer números para darse cuenta del problema real que nos espera si queremos llegar a alcanzar astros relativamente lejanos a la Tierra. El caso es que uno podría pensar que basta con aumentar la masa de combustible para incrementar, en consonancia, la velocidad del cohete. Crasos error. Por otra parte, quizá conviniese más elevar la velocidad de los gases expulsados. Craso error. No se puede aumentar indefinidamente ninguna de las dos cantidades.

Con la tecnología de la que disponemos, no es posible llegar más allá de velocidades producto de la combustión de unos 4-5km/s (a medida que aumenta la velocidad se incrementa enormemente la temperatura, pudiendo destruir la propia estructura del cohete). Acelerar la nave hasta esta velocidad requeriría una masa de fuel de 1,7 veces la masa de la nave cuando está vacía. No parece una cosa demasiado seria, si no fuera porque este factor aumenta exponencialmente a medida que se intentan alcanzar cotas cada vez más elevadas en la velocidad del cohete. Duplicar la velocidad anterior, implicaría llevar a bordo el equivalente a 6,4 veces el peso de la nave en combustible. Si tuviésemos la descabellada idea de alcanzar la estrella más cercana a nosotros, Próxima Centauri, a unos 4 años luz de distancia, emplearíamos unos 2.800 años llevando con nosotros una cantidad de combustible del orden de la masa de nuestra galaxia, la Vía Láctea, a una velocidad de poco más de 430 km/s. Más aún, no habría suficiente masa en todo el universo que se pudiera transformar en combustible para alcanzar una velocidad tan mísera como el 0.2% de la velocidad de la luz.

¿Creéis que acaban aquí nuestras desdichas? Pues esto no es nada. Todo lo anterior se cumple para una única aceleración; cada vez que frenásemos ocurriría tres cuartos de lo mismo y necesitaríamos otro tanto de combustible disponible.

Ah, y mejor no planear un viaje de vuelta sin disponer de la posibilidad de repostar en el astro de
destino, pues llevar desde aquí el combustible necesario exigiría unos depósitos monstruosos, y no me estoy refiriendo al doble de grandes, como parecería lógico pensar. Esto es una consecuencia de nuestra graciosa amiga, la ecuación del cohete. Pongo un ejemplo con números. Si quisiésemos viajar hasta Marte y, en el viaje de regreso, necesitásemos una cierta cantidad de combustible para abandonar el planeta rojo igual a 10 veces la masa de la nave vacía, deberíamos partir de la Tierra con una masa de fuel 100 veces superior a la de la nave cuando no tiene propelente. Es decir, las necesidades iniciales de combustible varían con el cuadrado de las necesidades para emprender el viaje de vuelta (siempre que se alcancen velocidades semejantes en ambos trayectos). Y, como la necesidad es la madre de la inteligencia, la moraleja de todo esto es que debemos trabajar para idear sistemas de propulsión nuevos, más eficientes y capaces de lanzarnos a alcanzar el sueño de un viaje interestelar y, quién sabe, quizá intergaláctico.
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sábado, 17 de marzo de 2012

¿Qué es el flato?


Según los conocimientos médicos actuales, es el diafragma el que, en caso de fuertes cargas corporales, puede reaccionar con dolores. Ese nombre nos puede llevar a la confusión, pues el diafragma no es un mullido órgano pasivo sino una pared de separación, provista de nervios y músculos, entre la cavidad torácica y la gástrica. Dicho de una forma más exacta, se trata del más importante músculo de la respiración.

Si una persona está sometida a un gran esfuerzo físico, por ejemplo al hacer footing, los órganos implicados en ese esfuerzo precisan de mucho oxígeno, esto es, riego sanguíneo. En el caso concreto del footing, son las piernas las que demandan más sangre, mientras que las demás zonas corporales quedan insuficientemente abastecidas y padecen una carencia de oxígeno o hipoxia. Este efecto llega también al diafragma, que debe rendir más de lo habitual pues la respiración resulta mucho más rápida y profunda. La consecuencia son esos dolores punzantes que coloquialmente conocemos como flato.

Quien sufra a menudo de este problema debe correr con más lentitud para garantizar a su organismo un abastecimiento suficiente de oxígeno. Por otra parte, no se debe entrenar justo después de comer, o pasado muy poco tiempo, ya que el estómago precisa de mucha sangre para poder realizar adecuadamente su proceso de la digestión.
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jueves, 15 de marzo de 2012

Santo Tomás el Dídimo

Santo Tomás el Dídimo fue uno de los doce apóstoles de Jesús y se le menciona en los cuatro evangelios, donde aparece como Tomás el Dídimo y Tomás el Gemelo, si bien no está claro del todo de quién fue gemelo. Se le conoce, en cualquier caso, por su actitud en ocasiones incrédula.

Sus primeras dudas aparecen ya durante la Última Cena, cuando le dice a Jesús que no sabe dónde va a ir o cómo llegar hasta él. Entonces, Jesús le responde “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí…”.

Pero cuando mostró sus mayores reservas fue cuando los otros apóstoles le dijeron que Jesús, crucificado unos días antes, se les había aparecido en su ausencia. La respuesta del santo fue que si no lo veía y le tocaba sus heridas, no creería lo que le decían. Una semana más tarde, los apóstoles se encontraban todos juntos cuando se les apareció de nuevo Jesús, quien invito a santo Tomás a que tocara las heridas que tenía en sus manos y de su costado. El apóstol, entonces, exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”, y declaró su fe en la condición divina de Cristo, quien aprovechó la ocasión para recalcar una vez más la importancia de la fe diciendo “Porque me has visto, has creído, dichosos los que sin ver creyeron”.

Los textos apócrifos cuentan que santo Tomás volvió a hacer gala de su incredulidad con motivo de la Asunción de la Virgen María hasta que no tuvo en sus manos su ceñidor caído durante la ascensión al cielo. Más tarde viajó a la India donde, en lugar de construir un palacio para un rey, distribuyó el dinero para dicho proyecto entre los más pobres argumentando que así construía un palacio celestial. Se cree que murió cerca de Madrás atravesado por una lanza.

En pintura se le suele representar con una lanza o una daga o bien una escuadra o un cartabón de arquitecto.
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jueves, 8 de marzo de 2012

Jackson Pollock

Jackson Pollock no podía conseguir que el lápiz hiciera lo que él quería. Se inclinaba sobre su cuaderno de dibujo con una mueca de concentración mientras trataba de dirigirlo. A su alrededor había montones de estudiantes de arte realizando sin esfuerzo un dibujo tras otro. Pollock ni siquiera podía trazar líneas correctamente. Aun así, y a pesar del visible desdeño de sus compañeros estudiantes, Pollock no se dio por vencido. Sabía que tenía algo que decir en pintura, pero sencillamente no sabía cómo hacerlo.

Con el tiempo, llegaría a demostrar a todos el gran talento que poseía y se convirtió en el máximo exponente del expresionismo abstracto estadounidense. Su éxito iba a tener corta vida, fatalmente marcado desde el principio por sus propios demonios autodestructivos, pero durante varios años sorprendentes Pollock les pasó por la cara su triunfo a todos aquéllos que habían dudado de él.

Pero nunca aprendió a dibujar.

Roy Pollock era un obrero del Oeste sin pretensiones, pero su esposa Stella, lectora de revistas para mujeres, tenía una idea de lo que era la vida elegante, que la familia no podía permitirse. Jackson, el pequeño de la familia, nació en 1912 en Cody, Wyoming, poco antes de que los Pollock se trasladaran a Phoenix, Arizona. Roy se esforzó al máximo en una mísera granja, pero cuando los tiempos empeoraron, Stella se negó a ahorrar y la granja acabó siendo subastada. La familia se trasladó a California y estuvo dando bandazos de fracaso en fracaso hasta que Roy los abandonó en 1921. Jackson era muy mal estudiante y la única clase que le interesaba era la de arte, en parte porque su hermano mayor, Charles, se había marchado a Nueva York para convertirse en artista. Cuando al final Pollock fue expulsado del instituto, Charles lo animó a que se trasladara al Este.

Pollock entró en la Liga de Estudiantes de Arte, pero, además de sus grandes dificultades para el dibujo, hizo pocos progresos debido a su afición a la bebida. A pesar de la Prohibición, Nueva York ofrecía numerosas posibilidades de emborracharse, y Pollock las aprovechaba todas. Cuando se emborrachaba, se enzarzaba en peleas con desconocidos y corría por las calles amenazando a los coches que pasaban. Una vez atacó los cuadros de Charles con un hacha, y con frecuencia toqueteaba a desconocidas. En una ocasión, despareció durante cuatro días, y al final lo localizaron en el hospital Bellevue. La familia consiguió que Pollock fuera admitido como paciente de caridad en un hospital psiquiátrico privado. Pero, ¿sabían que admitir que se tiene un problema es el primer paso para solucionarlo? Pollock siempre se negó a reconocer que era alcohólico. Cuando estuvo sobrio, aseguró al personal del hospital que estaba totalmente curado. Por alguna razón, le creyeron.

De regreso a Nueva York, Pollock encontró un nuevo patrocinador, John Graham, quien lo invitó a participar en una exposición que estaba organizando. En la lista de Graham estaba también una joven artista llamada Lee Krasner. Ella había conocido a Pollock en 1936 en una fiesta del Sindicato de Artistas. Pollock, borracho, se había abalanzado sobre ella y le había susurrado: “¿Te gusta follar?”. Krasner lo había abofeteado con fuerza en la cara. Parece ser que no sabía su nombre, o lo había olvidado, porque en noviembre de 1941, cuando oyó que Pollock estaba entre los que participaban en la exposición de Graham, decidió que tenía que conocerlo. Se presentó en su estudio, donde lo encontró completamente borracho, pero todavía capaz de enseñarle su obra. A pesar de lo que afirmaría después, se quedó más impresionada por el artista que por su arte, pero en todo caso Krasner persiguió a Pollock con una idea fija, y muy pronto empezaron a vivir juntos.

La dura Krasner, que nunca antes había cocinado ni un plato y había puesto todas sus energías en sus propios cuadros, se convirtió de la noche a la mañana en un ama de casa modelo, excelente cocinera y promotora de primera fila. No volvió a tocar su obra.

Con el apoyo de Krasner y con una razón para mantenerse alejado de la bebida, Pollock se convirtió, en un espacio de tiempo relativamente corto, en una fuerza a la que había que tener en cuenta. En 1942, Peggy Guggenheim lo financió mientras pintaba exclusivamente para su galería y realizaba un mural para su casa. Cuando se inauguró su primera exposición individual, un año más tarde, atrajo la atención de la crítica.

Pero todavía tenía que acabar el mural de Guggenheim, de 2 por 8 metros. La noche de la
víspera de la entrega, Pollock empezó a pintar y se pasó quince horas en pie. El resultado fue un palpitante desfile de gruesas rayas negras verticales con remolinos de colores turquesas, amarillo y rojo intercalados. En cuanto la pintura se secó, él y Krasner enrollaron el lienzo y se apresuraron a llegar al apartamento de Guggenheim, donde con horror se dieron cuenta de que era demasiado grande.

Pollock llamó a Guggenheim y ésta envió en su ayuda a Marcel Duchamp, que le sugirió tranquilamente que cortara 20 cm del cuadro. para entonces, Pollock había encontrado el armario de las bebidas de Guggenheim y estaba más allá de la comunicación racional, de manera que cortaron el lienzo por un lado y lo colgaron en la pared. El artista se presentó en el apartamento en medio de una fiesta, se dirigió a la chimenea de mármol, se desabrochó los pantalones y orinó. Había sido un día infernal.

También fue el principio de un infierno que duraría varios meses. Para acabar con sus borracheras, Krasner pidió a Pollock que se casara con ella. Luego encontró una casa en Spring, una comunidad rural de Long Island, y ambos se marcharon de la ciudad. Poco a poco, la tranquilidad del campo fue como un embrujo para Pollock. Dejó de beber y empezó a pintar. Convirtió en estudio un viejo granero, un enorme espacio apropiado para sus grandes cuadros. Pero los lienzos eran difíciles de manejar, así que decidió colocarlos en el suelo. El siguiente paso fue, de forma extraña, algo lógico: haría gotear la pintura sobre ellos desde arriba.

Se cuentan un montón de historias sobre cómo inventó Pollock la pintura por goteo –que disolvió
demasiado la pintura por accidente, que lanzó una brocha enfadado, que dio una patada a un bote de pintura-, pero en realidad no inventó nada. Otros vanguardistas habían goteado la pintura, por no mencionar los que la habían salpicado, vertido, disparado y lanzado. Lo diferente no era sólo la manera en que Pollock cubría todo el lienzo con el goteo de pintura, sino también la maestría que demostró en esta técnica. Consiguió tal control que podía hacer que las manchas del goteo fueran exactamente a donde él quería. Para alguien que había pasado tanto tiempo peleándose con la maestría artística, para alguien que no sabía dibujar –ni siquiera trazar líneas-, tener un control tan completo y total era muy gratificante.

La primera reacción a las pinturas por goteo fue vacilante, pero al cabo de unos cuantos años se abrieron las esclusas y empezaron a llover los elogios. Lo que hizo que se inclinara la balanza fue un reportaje de agosto de 1949 en la revista Life, que incluía una fotografía de Pollock apoyado contra uno de sus cuadros, vestido con pantalones tejanos y con un cigarrillo colgando de sus labios. Había algo insolentemente yanqui en Pollock, y al público le encantó la idea de un arte que no debía nada a Europa.

Y lo mejor de todo era que Pollock había dejado de beber. En 1948 se había caíd
o de la bicicleta cuando pedaleaba por un camino polvoriento en pendiente con una caja de cervezas bajo el brazo. El médico que le curó las heridas trató de ayudarlo. Le dijo a Pollock que el alcohol era su veneno personal (cuanto más lejos, mejor), que no debería volver a beber (de acuerdo…) y que en lugar de eso podía tomar tranquilizantes (¡oh, vaya!). Por extraño que suene, aquello pareció funcionar. Durante dos años Pollock apenas tocó el licor, aunque tenía una botella de vino para cocinar enterrada en el jardín trasero de su casa –sólo por si acaso-, y utilizó los tranquilizantes sólo de manera ocasional.

Fue por entonces cuando sucedió otra de las anécdotas relacionadas con el pintor. La casa de Spring estaba al final de la carretera de East Hampton, uno de los barrios más ricos de Nueva York. Una noche Pollock iba en coche con un amigo cuando pasaron por la propiedad de un rico hombre de negocios llamado William Seligson, cuya casa estaba ubicada en un enorme e inmaculado césped. “¿Has visto alguna vez un césped como éste? –preguntó Pollock. Es un maldito lienzo verde. Dios, me gustaría pintar en él”. Aquel mismo verano, tras varios días de lluvia, Pollock volvió con el coche hasta aquella casa y condujo por el césped derrapando y haciendo curvas sobre la verde superficie, con lo que creó grandes surcos que muy pronto se llenaron de lluvia.

La policía se imaginó quién era el responsable de aquellos daños, y un enfadado Seligson se dirigió a la casa de Pollock. El artista simplemente le explicó que ahora estaba en posesión del cuadro más grande firmado por Pollock. Seligman, sin impresionarse, insistió en que el artista debía pagar los 10.000 dólares que necesitaba para arreglar el césped, pero en lugar de eso, Pollock se ofreció a regresar allí y firmar el césped, y añadió: “Entonces me podrá pagar usted a mí”. La respuesta de Seligman se ha perdido para la historia, pero no lo llevó ante los tribunales cuando se dio cuenta de que jamás iba a ver ni un céntimo para el arreglo.

El caso es aquel periodo de paz relativa no duró demasiado. En el invierno de 1951, Pollock volvió
a caer en la bebida, y fue una mala recaída. Empezó a amenazar con matarse o con matar a Krasner. Ya antes le había pegado, pero ahora los abusos se convirtieron en una rutina. Al principio ella trató de negar lo que estaba pasando, pero luego tuvo lugar una especie de reflejo de autodefensa. Empezó a hacer terapia y se puso de nuevo a pintar. Su obra puso furioso a Pollock, quien siempre había envidiado su talento. Era inevitable la ruptura, aunque al final la provocó algo inesperado. Pollock, que nunca se acostaba con otras, encontró de pronto una amiguita: Ruth Kligman, una morena voluptuosa que lo persiguió con más determinación todavía que Krasner quince años antes. Alardeó de su lío amoroso ante Krasner, que le contestó con un ultimátum: “Deja de ver a Ruth o me marcharé”. “Bien –le dijo-, pues vete”. Y ella lo hizo.

Pollock se quedó sorprendido. Krasner se marchó a Europa y la encantada Kligman se trasladó a la casa de Spring. Todo fue bien durante más o menos una semana, pero de repente dirigió su furia contra ella. Sólo tres semanas más tarde Kligman se marchó.

A la semana de que se marchara, Pollock se sentía tan solo como nunca lo había estado en su vida. Cuando Kligman regresó a casa para pasar el fin de semana, con una amiga llamada Edith Metzger, Pollock estaba de un humor de perros. Los tres se disponían a ir a una fiesta, pero cuando el artista se puso al volante ya estaba completamente borracho. Se lanzaron a toda velocidad por la carretera y, al llegar a una pequeña curva, Pollock perdió el control. El coche se estrelló contra un árbol y acabó dando varias vueltas de campana. Kligman salió ilesa, sin un rasguño, y Metzger murió aplastada cuando el vehículo le cayó encima. Pollock había caído a unos 20 metros del coche; murió instantáneamente cuando chocaron contra el árbol.

Cuando el teléfono de Krasner sonó en París, a la mañana siguiente, ella parecía que ya imaginaba lo que iban a decirle. Alzó la mirada y dijo, “Jackson ha muerto”.

La influencia de Jackson Pollock fue enorme. Junto con artistas como Willem de Kooning y Mark Rothko, tiene el honor de haber inventado el expresionismo abstracto. Al ser el primer movimiento artístico que se originó en Estados Unidos, el expresionismo abstracto se convirtió en la principal contribución de Estados Unidos al arte moderno, y ayudó a que Nueva York arrebatara a París el título de capital cultural del mundo.

El estilo de Pollock es único, pero tan fácil de imitar que en varias ocasiones ha sido difícil distinguir un Pollock auténtico de una imitación. Un documental de 2006 titulado “¿Quién $#%& es Jackson Pollock?” trata de los esfuerzos de un hombre por averiguar si un cuadro que había comprado por 5 dólares en una tienda de artículos de segunda mano podría ser un auténtico Jackson Pollock. Un ex director del MoMA dice que sí, un amigo de Pollock dice que no.

El Museo de Arte de la Universidad McMullen de Boston expuso en 2007, 32 supuestos cuadros de Pollock, que se habían descubierto en un almacén de East Hampton, cuyo dueño era un amigo del artista. (Una vez más, algunos expertos dicen que los cuadros son originales, pero otros piensan que son falsificaciones).

Es difícil imaginar hasta dónde habría llegado Pollock con su arte de haber vivido, pero todo terminó con su suicidio, pues su muerte fue un suicidio tan seguro como lo fue la de Van Gogh. ¡Cuánta fuerza despilfarrada por un hombre que no necesitó dibujar para ser un gran artista!
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sábado, 3 de marzo de 2012

El Destino Manifiesto


El 20 de marzo de 2003, el entonces presidente de Estados Unidos, George W.Bush se dirigía a la nación: “No esperamos otro resultado que la victoria”. Acababa de desencadenar, junto con su aliado británico, la Segunda Guerra del Golfo con el lanzamiento de cuarenta misiles Tomahawk. El presidente norteamericano justificaba el conflicto invocando la “misión democratizadora” y el afán libertador de su país. En privado, y según la BBC, Bush aseguró que la guerra respondía a una petición divina: “Dios dijo: “George, ve y lucha contra los terroristas en Afganistán”. Y yo lo hice. Y Dios me dijo: “George, pon fin a la tiranía en Iraq”. Y yo lo hice. Y ahora, siento aún la palabra de Dios que me dice: “Da su Estado a los palestinos y a los israelíes, su seguridad y logra la paz en Oriente Medio”. Y por Dios, lo hare”.

En otra ocasión, esta vez ante Jacques Chirac, el presidente Bush sacó a colación, a propósito de la Guerra de Iraq, a Gog y Magog –la encarnación del mal- que, según la Biblia, ha de llegar a Israel, procedente de Babilonia, al final de los tiempos. El ex presidente norteamericano es un “cristiano renacido” que practica un culto protestante basado en la inminente llegada del Armageddon, el fin del mundo. Sus creencias y su visión acerca de la vocación de Estados Unidos hunden sus raíces en la fe de los primeros colonos y enlazan con doctrinas como el Destino Manifiesto.

La hegemonía planetaria de Estados Unidos supone, en cierta medida, la culminación del mesianismo y la vocación imperialista que han alentado a esa nación desde sus orígenes. El puñado de puritanos que desembarcaron en Massachusetts en 1620 bautizó sus asentamientos como “el Israel americano de Dios” y los de Nueva Jersey argumentaron que, como pueblo elegido por Dios, “la causa de América será siempre justa y ningún mal podrá serle reprochado”. Según la versión oficial, los primeros colonos en suelo norteamericano huían de Europa debido a que eran perseguidos por su religión. El heterodoxo escritor norteamericano Gore Vidal considera, por el contrario, que si fueron expulsados de Inglaterra, Irlanda u Holanda fue para impedir que ellos “persiguieran a otros”. Una vez en América, en lugar de defender la libertad de culto, hicieron gala de una gran intransigencia religiosa.

A lo largo del siglo XVIII, el mesianismo religioso se fue transformando en un “mesianismo de las luces”. De ahí que la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 estuviera precedida de un preámbulo sobre los derechos humanos que chocaba de plano con la pervivencia de la esclavitud y el fundamentalismo religioso.

El primer presidente, George Washington, vio a estados Unidos como un imperio naciente pero aislacionista, y advirtió a sus conciudadanos de los riesgos de inmiscuirse en las guerras de Europa. A inicios del siglo XIX, con el quinto presidente, James Monroe, Estados Unidos se dotó de su primera doctrina en materia de relaciones exteriores. La fórmula “América para los americanos” encerraba la voluntad de Estados Unidos de controlar los recursos del continente americano, al tiempo que se comprometía a desentenderse de los conflictos europeos.

Una generación después, en pleno auge del espíritu de frontera, resurgió una nueva doctrina
heredera de las prédicas puritanas: el Destino Manifiesto. La expresión la acuña en la década de 1840 el periodista y político John L.O´Sullivan para justificar la guerra contra México: “Es nuestro destino manifiesto extendernos sobre el continente que la Providencia nos ha otorgado con objeto de asegurar el libre desarrollo de una población que crece por millones”. Estados Unidos estaba llamado a liberar a toda la humanidad.
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