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martes, 26 de junio de 2012

1925-Mein Kampf (1)


El 8 de noviembre de 1923, un antiguo cabo austríaco llamado Adolf Hitler acompañado de otros personajes de la extrema derecha alemana, intentaba en Múnich dar un golpe de Estado que aniquilara la democracia republicana de Weimar para sustituirla por una dictadura de corte nacionalista. El intento estaba mal articulado, carecía de apoyo popular y se saldó con un fracaso total. De forma inmediata (y no muy honrosa), Hitler, que dirigía un pequeño partido denominado nacionalsocialista, se dio a la fuga para hurtarse a la acción de la justicia.
No tuvo, sin embargo, éxito. El día 11 del mismo mes, Hitler fue detenido en Uffing junto al Staffelsee. Del 26 de febrero al 1 de marzo de 1924, el golpista fallido fue juzgado por su intento de acabar con la República. Sin embargo, los acontecimientos se desarrollaron de una manera que no fue del todo desfavorable para él. No sólo logró convertir el tribunal en un foro desde el que exponer sus puntos de vista, sino que además fue condenado (con notable clemencia) a una pena de tan sólo cinco años de prisión y al pago de doscientos marcos oro. Se trataba de una sanción ridícula para alguien que había pretendido acabar con el Estado aun a riesgo de provocar una guerra civil.

Pese a todo, a primera vista, daba la impresión de que el golpe recibido por el nazismo alemán era de enorme consideración y el mismo Hitler llegó a creer en aquellos momentos que sus días estaban contados. En julio renunció a la dirección del partido nazi (NSDAP), que había sido prohibido, y se dispuso a poner por escrito su testamento político, una obra que recibiría el titulo de “Mein Kampf” (Mi Lucha).

Hitler se equivocaba en sus apreciaciones. El 20 de diciembre de 1924 (mucho antes de que cumpliera la condena que le había sido impuesta) fue puesto en libertad y el 26 de febrero de 1925 refundó el NSDAP. Para entonces, el ex recluso no había renunciado en absoluto a sus tesis políticas, pero había llegado a la conclusión de que un nuevo intento de golpe estaba fuera de lugar y de que sólo podría alcanzar el poder si contaba con el apoyo de un sector importante de la población y recurría a los medios legales. Como parte de la batalla propagandística que iba a librar en los siguientes años, en el mes de julio, apareció publicada la primera parte de Mein Kampf. El 10 de diciembre de 1926, se publicó la segunda.

Aunque la imagen que Hitler dio de sí mismo y del origen de sus ideas en esta obra está cuidadosamente
mutilada y alterada para dar una impresión idealizada y negar las posibles influencias de otros autores, no sucedió lo mismo con la exposición de su programa político. Como hemos señalado, en los momentos en que Hitler lo redactó no contaba con vivir mucho tiempo y pensó que tenía que adoptar la forma de un legado ideológico destinado a futuras generaciones de alemanes que lo llevarían a su plena realización.

Dado el carácter fundamentalmente sincero de las pretensiones que aparecen en ”Mein Kampf”, no resulta extraño que Hitler, con el paso del tiempo, se arrepintiera de haber sido tan explícito. En este sentido, se manifestó Otto Wagner, uno de sus confidentes en aquellos años:

“Pero si lo que usted dice es verdad, nunca debería haber escrito “Mein Kampf” con anterioridad”, objeté.

Es cierto. Y frecuentemente lamento haberlo hecho. Pero en aquella época, cuando estaba en Landsberg después del 9 de noviembre de 1923 pensé que todo había terminado. Estaba en cautividad. Me habían privado de mi libertad, el partido había sido expropiado, disuelto –todo me parecía terminado, incluso en peor situación que Alemania después de la Gran Guerra. Escribí “Mein Kampf” como una especie de informe para el pueblo alemán, principalmente en memoria de los mártires del 9 de noviembre. Lo escribí desde la estrechez de mi celda.

Cuando fui liberado, Mein Kampf estaba impreso. Quizá, pensé, serviría para estimular a mis antiguos amigos. ¡Y eso fue lo que verdaderamente sucedió! Así es como pasó.

(…) pensé en retirar el libro. Pero era demasiado tarde. Se había difundido por Alemania e incluso en el extranjero, y no dejaba de ser bueno y positivo que así sucediera. Así que dejé las cosas como estaban. El libro incluso me dio una base financiera para reconstruir el partido. Si tuviera que escribirlo hoy, muchas cosas serían diferentes. ¡Claro que hoy ni siquiera lo escribiría!

Porque he aprendido de esa experiencia. Por eso me digo a mí mismo: si fuera a comunicar a un senado todos mis planes y propósitos más secretos, no conseguirían ni siquiera seguir siendo los secretos del senado (…).


De esta manera, el libro (mal escrito, tendencioso y aburrido) se iba a convertir en una obra clara y
específica en cuanto a los objetivos que perseguía Hitler.

“Mein Kampf”, la denominada biblia del nazismo, no sólo es una obra pésimamente redactada, llena de reiteraciones y de digresiones aburridas, sino que además carece en buena medida de sistematización. Los aspectos ideológicos pueden resumirse en tres cuestiones fundamentales. En primer lugar, los conceptos de raza y del nuevo Estado (el estado patriota); en segundo, la visión hitleriana de los judíos, y, finalmente, el conflicto que, según Hitler, debía desatarse entre ambos.

No resulta exagerado afirmar que el concepto esencial en la cosmovisión de Htiler es el de la raza. Por ello, la meta fundamental del movimiento que capitaneaba no podía ser la de conservar un Estado ni tampoco la de reformarlo, sino más bien la de construirlo ex novo sobre la base de la raza aria y de su pureza:

(…) no debería ser olvidado que el objetivo más elevado de la existencia humana no es la preservación de un estado, y no digamos de un gobierno, sino la preservación de las especies.
Partiendo de esa visión racista, había llegado a la conclusión de que resultaba irrenunciable la unificación de Alemania y Austria:

Austria debe regresar a la gran patria alemana y no por consideraciones económicas. No otra vez: incluso si tal unión careciera de importancia desde un punto de vista económico; sí, incluso si fuera dañina, no obstante debe tener lugar. Una sola sangre exige un solo Reich.

De acuerdo con este punto de vista, Hitler no dudaba en afirmar, en contra de todo el testimonio de la historia, que la caída del imperio austríaco se había debido a la presencia de otras razas en su seno, algo que había provocado ya su aversión en los años de juventud:

(…) mi repulsión interior hacia el estado de los Habsburgo creció enormemente (…) Me sentía repelido por el conglomerado de razas que la capital me mostraba, repelido por esta mezcla completa de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios y croatas y, por todas partes, el eterno parásito de la humanidad –judíos y más judíos. La ciudad gigante me parecía la encarnación del desastre racial.

Tal cuestión tiene una enorme importancia porque –malinterpretando a Darin- sólo las naciones que consigan
mantener la pureza de raza pueden aspirar a sobrevivir y las otras se extinguirán merecidamente.

Todas las grandes culturas del pasado perecieron sólo porque la raza originalmente creativa pereció por envenenamiento de la sangre. La última causa de tal decadencia fue que olvidaron que toda cultura depende de los hombres y no a la inversa; de aquí que para preservar una cultura concreta tenga que conservarse al hombre que la crea. Esta preservación está vinculada a la rígida ley de la necesidad y al derecho a la victoria de los mejores y más fuertes en este mundo. Aquellos que quieren vivir que luchen, y aquellos que no deseen vivir en este mundo de eterna lucha no merecen vivir.

Hasta qué punto Hitler creía en este aspecto puede verse en el hecho de que afirma que la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial no se debió a la mítica puñalada por la espalda a la que se referiría tan a menudo en sus discursos, sino a su inferioridad (mejor, a su degeneración) en la lucha:

Desgraciadamente la derrota militar del pueblo alemán no es una catástrofe inmerecida, sino el castigo merecido de retribución eterna. Nos merecimos más que de sobra esa derrota (…) ¡fueron los alemanes los que colocaron sobre sus cabezas tal desgracia!.

Este combate entre pueblos y razas, sin embargo, no sólo se debe ceñir a elementos de aspecto ideológico. También cuenta con características cargadas de contenido mítico y casi religioso. La mezcla de razas pasa así a convertirse en el pecado máximo, en la falta suprema:

Una vez más nos encontramos con la piedra de toque del valor de una raza-la raza que no pueda pasar la prueba simplemente debe morir, dejando su lugar a otras razas más sanas o más duras o más resistentes.

Porque dado que esta cuestión afecta fundamentalmente a la descendencia se trata de uno de esos casos en los que con terrible justicia se dice que los pecados de los padres son vengados hasta la décima generación (…) El pecado de la sangre y la contaminación de la raza son el pecado original en este mundo y el final de una humanidad que se rinde ante él.

Continúa en la siguiente entrada

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