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miércoles, 4 de julio de 2012

1925-Mein Kampf (y 3)




(Continúa de la entrada anterior)

No se trataba de privar a los judíos de la ciudadanía o de expulsarlos de determinados terrenos sociales. Se trataba de su exterminio físico. De haberse dado éste, según Hitler, Alemania no habría perdido la Primera Guerra Mundial. El gaseamiento de unos cuantos millares de judíos habría tenido, según él, un efecto salvífico sobre los obreros alemanes:

Si al principio de la Guerra y durante la Guerra se hubiera arrojado gas venenoso sobre doce o quince mil de estos hebreos corruptores del pueblo como sucedió con centenares de miles de nuestros mejores obreros alemanes en el campo de batalla, el sacrificio de millones en el frente no habría sido en vano.

Sin embargo, Mein Kampf no solo anunciaba un nefasto futuro para las libertades alemanas, los enfermos mentales, los inválidos y los judíos. Preconizaba el estallido de una guerra en pro de la expansión de Alemania, que se convertiría en el mayor conflicto de todos los siglos. La base legitimadora se encontraba una vez más en el carácter darwiniano de la ideología hitleriana que creía en una lucha por la supervivencia de la que sólo la raza aria debería emerger como vencedora.

Una raza más fuerte expulsará a los débiles porque el impulso vital en su última forma, una y otra vez, acabará con todas las limitaciones de la denominada humanidad de los individuos para reemplazarla por la humanidad de la Naturaleza que destruye a los débiles a fin de entregar su lugar a los fuertes.

(…) la Naturaleza como tal no ha reservado este suelo para la posesión futura de ninguna nación o raza particular; por el contrario, este suelo existe para la gente que posee la fuerza para tomarlo y la industria para cultivarlo. La Naturaleza (…) confiere el derecho del amo a su hijo favorito, el más fuerte en el valor y la habilidad.

Obviamente, Hitler era consciente de que el intento de arrebatar el territorio de otro país provocaría un
conflicto armado de dimensiones mundiales. Sin embargo, afirmaba que existían distintas legitimaciones para semejante acción bélica. La primera era que el hecho de que Alemania privara a otros pueblos de su tierra sólo podía ser considerado un acto de justicia divina. La segunda era, nuevamente, darwiniana y se definía como la convicción de que la Naturaleza ha establecido la ley del más fuerte y por lo tanto éste debía conquistar cualquier territorio en disputa. Alemania, por lo tanto, sólo tenía una salida para sus problemas, y ésa no era otra que la guerra de expansión en el continente europeo, una guerra encaminada sobre todo a despojar a Rusia de sus territorios:

En consecuencia para Alemania la única posibilidad de llevar a cabo una política territorial saludable descansa en la adquisición de nuevo territorio en la misma Europa. Si se deseaba tierra en Europa, podía ser obtenida sólo en la medida deseada a costa de Rusia y esto significaba que el nuevo reich tiene que caminar de nuevo por la senda de los Caballeros Teutónicos de antaño, para obtener gracias a la espada germánica terreno para el arado alemán y pan diario para la nación.

Para lograr esos objetivos, Alemania debía aliarse no sólo con su congénere racial (Gran Bretaña) sino también con su congénere político (la Italia fascista) y lograr aislar a Francia, la segunda potencia territorial de Europa.

El testamento político de la nación alemana para gobernar su política exterior debería ser y tiene que ser: nunca tolerar el surgimiento de dos poderes continentales en Europa. Considerar cualquier intento de organizar una segunda potencia militar en las fronteras alemanas, incluso si eso significara solamente la creación de un estado capaz de tener fuerza militar como un ataque contra Alemania, y en ello ver no sólo el derecho, sino también el deber de emplear todos los medios incluyendo la fuerza armada para prevenir el surgimiento de un estado así o, si ya hubiera surgido, destrozarlo (…).

Puesto que para esto necesitamos poder, y puesto que Francia, el enemigo mortal de nuestra nación
de manera inexorable, nos estrangula y nos priva de nuestra fuerza, tenemos que aceptar cualquier sacrificio cuyas consecuencias están calculadas para contribuir a la aniquilación de los esfuerzos franceses encaminados a la hegemonía en Europa (…) ninguna renuncia puede parecer inaceptable si el resultado final que ofrece es la posibilidad de acabar con tan vil enemigo.

La visión geopolítica de Hitler no podía quedar más claramente establecida. Se trataba de crear, mediante la utilización de una visión militar-racista de corte darwiniano, un imperio ario construido a expensas de los países del Este. Los aliados indispensables serían los británicos y los italianos. Francia, por su parte, se vería reducida a un puesto subordinado. En cuanto al resto de los países europeos, quedarían convertidos en meros satélites destinados a proveer a Alemania de aquello que pudiera necesitar:

La protección poderosa de nuestro flanco, por un lado, y la garantía completa de nuestros alimentos y materias primas, por el otro, constituirían el efecto benéfico de la nueva constelación de estados. Pero casi más importante sería el hecho de que la nueva liga incluiría estados que en su productividad técnica casi se complementan entre sí en muchos aspectos. Por primera vez, Alemania tendría aliados que no drenarían nuestra economía como parásitos, sino que podrían contribuir y de hecho lo harían a suplir de la mejor manera nuestro armamento técnico.

En buena medida, los planes y propósitos expuestos por Hitler en Mein Kampf parecían más propios de una utopía (siniestra, pero utopía al fin y al cabo) que de un análisis político y social que pudiera contar con unas mínimas posibilidades de éxito. Sin embargo, el libro (que, curiosamente, convertiría en multimillonario a su autor) iba a verse cumplido de manera meticulosa.

Nada más llegar al poder, Hitler puso de manifiesto cuál iba a ser el resultado del conflicto ario-judío. En su
discurso de 30 de enero de 1933, afirmó que una nueva guerra mundial (precisamente la que había anunciado en “Mein Kampf”) concluiría con la aniquilación de la raza judía en Europa. No se trataba de retórica. El 29 de marzo de ese mismo año, el partido nazi constituyó un comité encargado de la defensa contra el horror judío y el boicoteo. Se trataba sólo del inicio. A continuación se expulsó a los judíos de áreas como las escuelas (25 de abril de 1933), la prensa y el arte. Dos años después, en septiembre de 1935, las leyes de Nüremberg proscribieron el matrimonio y las relaciones sexuales entre arios y judíos, y disolvieron los matrimonios entre ambos. Desde entonces a 1938, los judíos fueron excluidos del funcionariado, de los negocios y del trabajo, obligándoseles incluso a cerrar y liquidar sus negocios por cantidades casi simbólicas. Después del pogromo conocido como la Kristallnacth, los judíos no sólo no fueron indemnizados sino que además se les impuso colectivamente una pesada multa. Sin embargo, aún quedaba por llegar lo peor.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial puso en manos de los nazis a millones de judíos, que fueron hacinados en gigantescos guetos a la espera de que llegara el momento más oportuno para proceder con ellos según lo indicaba “Mein Kampf”. La prolongación del conflicto, la entrada en guerra de un país tan importante como Estados Unidos y la invasión de la URSS (que se esperaba concluyera con una rápida victoria) permitió iniciar un proceso en gran escala de asesinatos masivos de judíos. Las fuentes nazis nos muestran, vez tras vez, un ansia por aumentar el número de exterminados a la vez que por reducir el tiempo necesario para llevar a cabo esta tarea. En los guetos morían decenas de miles por hambre, enfermedad y miseria, y de la misma manera los fusilamientos en masa llevados a cabo por los Einsatzgruppen significaban la posibilidad de acelerar el proceso de exterminio asesinando a millares de personas casi diariamente. Pero no era bastante. Finalmente, se recurrió al uso del gas, como se había hecho antes de estallar la guerra, para asesinar a los enfermos mentales. De hecho, buen número de los encargados de utilizarlo para exterminar a los judíos ya habían adquirido experiencia en la eliminación de inválidos y enfermos.

Hasta entonces el nazismo no se había diferenciado excesivamente en sus campos de trabajo esclavo del horror del Gulag o de otros sistemas de muerte a medio plazo. A partir de entonces, se caracterizó por la creación de un nuevo tipo de campo, el de exterminio, en el que los ejecutores, como los matarifes, esperarían a las víctimas para eliminarlas al cabo de apenas unas horas de su llegada.

Las castraciones, las esterilizaciones, los experimentos médicos, los asesinatos en masa tradujeron así a la realidad los proyectos de Hitler expresados en “Mein Kampf”. El 23 de marzo de 1943, el inspector de estadística del Reichsfürher de las SS, el doctor Korherr, enviaba a Rudi Brandt, el secretario de Himmler, un informe sobre “La solución final de la cuestión de los judíos europeos”. Sus conclusiones no podían resultar más obvias:

(…) cuando se produjo en 1933 la toma del poder, el número de judíos en Europa era superior a los
diez millones. Esa cifra ha descendido a la mitad. El descenso de unos cuatro millones se debe a la influencia alemana.

A más de dos años del final de la guerra, los nazis habían logrado deshacerse de cuatro millones de judíos. De no haberse producido la serie de ofensivas soviéticas que destrozaron al ejército alemán en el frente del Este y que lo obligaron a retroceder, la cifra de judíos asesinados, que hoy podemos situar entre los seis y los siete millones de personas, habría sido aún mayor. Sin embargo, nadie podía llamarse a engaño sobre un proyecto que Hitler había anunciado ya en 1923.

Algo similar había sucedido con el estallido de la guerra mundial. El 14 de octubre de 1933, Alemania abandonó la Conferencia de Desarme; en marzo de 1935, Htiler implantó el servicio militar obligatorio, denunció las cláusulas militares del Tratado de Versalles e inició una política abierta de rearme; en la primavera de 1936, denunció el tratado de Locarno y remilitarizó Renania; en julio del mismo año, prestó ayuda a Franco en su sublevación contra la II República española, etc. No resulta extraño que el 5 de noviembre de 1937 anunciara su propósito de iniciar una guerra en Europa a los jefes de los tres ejércitos y al ministro de asuntos exteriores (Protocolo Hossbach). El 4 de febrero de 1938, Hitler asumía el mando de los tres ejércitos. En marzo, invadió Austria y en la primavera cursó órdenes para que se procediera a invadir Checoslovaquia. Si el estallido del conflicto, largamente planeado por Hitler, se retrasó entonces se debió únicamente a la política de apaciguamiento de Gran Bretaña y Francia, que entregaron Checoslovaquia en manos del dictador.

Aunque Hitler afirmó, en un alarde de cinismo político, que los Sudetes constituían su última reivindicación
territorial en Europa, lo cierto es que sabía que el estallido de la guerra se acercaba. En marzo de 1939, Alemania creó con los restos de Checoslovaquia un Estado satélite que recibió el nombre de protectorado de Bohemia-Moravia, exigió de Polonia la devolución de Dantzig y la construcción de una carretera y un ferrocarril, obligó a Eslovaquia a colocarse bajo la protección del Reich y a Lituania a entregarle Memel, unció a la España de Franco al Pacto antikomintern y concluyó con Italia la alianza militar denominada Pacto de Acero. Finalmente, el 1 de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia. El día 3 del mismo mes, Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra. Acababa de empezar la conflagración más espantosa de todos los tiempos.

En los meses siguientes, ante el avance imparable de los ejércitos nazis, cayeron Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia. Así concluyó con un extraordinario éxito la primera fase del programa bélico de Hitler: se había evitado la guerra en dos frentes, Francia había quedado aniquilada como potencia, Italia había actuado como una fiel aliada y un buen número de naciones estaba situado bajo la explotación nazi. El paso siguiente, según “Mein Kampf”, era ampliar el territorio del Reich atacando Rusia. Efectivamente, así sucedió.

Al mes siguiente de firmado el armisticio con Francia, Hitler anunció al Alto Mando de la Wehrmacth su proyecto de atacar a la URSS. Previamente, el Führer intentó llegar a una paz, como había anunciado en “Mein Kampf”, con Gran Bretaña. Sin embargo, sus argumentos chocaron con la resolución del primer ministro británico, Winston Churchill, que contaba con la entrada en guerra de Estados Unidos.

Sólo las derrotas de su aliado italiano en Grecia y África, así como la invasión de Yugoslavia retrasaron unas
semanas el ataque nazi contra la URSS. Finalmente, se llevó a cabo el 22 de junio de 1941. Los mandos habían sido instruidos en el sentido de que se trataría de una guerra de exterminio en la que no se respetaría ninguna convención militar. Asimismo, se habían organizado los Einsatzgruppen, que llevarían a cabo las matanzas masivas de judíos en el territorio de la URSS. Hasta finales de 1942, las armas alemanas resultaron imbatidas en todos los frentes y hasta la primavera de 1945 no se produciría su derrota definitiva. Para entonces, habrían muerto más de cincuenta millones de personas, correspondiendo el mayor número de víctimas a eslavos y judíos. Además, media Europa quedó sometida al comunismo, se inició el período denominado guerra fría y la misma Alemania fue dividida y perdió una parte de su territorio oriental a favor de Polonia.

De todas aquellas catástrofes, sólo la derrota de Alemania y el avance del comunismo no habían sido anunciados por Hitler. La visión expresada en su “Mein Kampf” había cambiado el mundo, pero el resultado había sido mucho peor, más terrible y sangriento, que el del contexto que él conoció y que tanto se esforzó por destruir.

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