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viernes, 8 de marzo de 2013

Comer o Nutrirse (2)


 (Viene de la entrada anterior)

Que la comida tiene que ver principalmente con la salud corporal es una idea relativamente nueva y, en mi opinión, destructora –destructora no sólo del placer de comer, que ya sería bastante nefasto, sino también, paradójicamente, de nuestra salud-.

Los científicos no han probado la hipótesis todavía, pero estoy dispuesto a apostar a que cuando lo hagan encontrarán una correlación inversa entre la cantidad de tiempo que la gente pasa preocupándose por su nutrición y su estado general de salud y felicidad. Eso es, después de todo, lo que se desprende de la “paradoja francesa”, así llamada no por los franceses, sino por los nutricionistas norteamericanos, que no se explican cómo un pueblo que disfruta de la comida tanto como lo hacen los franceses, y que alegremente comen muchos nutrientes considerados tóxicos por los nutricionistas, puede tener unos porcentajes de cardiopatías bastante más bajos que los americanos, con sus dietas bajas en grasas minuciosamente confeccionadas.

No pretendo insinuar que todo iría mejor si sencillamente dejáramos de preocuparnos por la comida y el estado de nuestra salud alimenticia: ¡que coman chocolatinas! En realidad hay algunas muy buenas razones para preocuparse.

El surgimiento del nutricionismo revela una inquietud justificada: la de que la dieta norteamericana, que lleva camino de convertirse en la dieta mundial, ha sufrido una serie de transformaciones que están provocando que nos encontremos cada vez más enfermos y más gordos. Cuatro de las diez primeras causas de mortalidad hoy en día son enfermedades crónicas cuya conexión con la dieta está comprobada: cardiopatía coronaria, diabetes, infarto y cáncer. Efectivamente, el que estas enfermedades crónicas hayan adquirido importancia se debe en parte al hecho de que ya no morimos a edad temprana de enfermedades infecciosas, pero sólo en parte. Aun teniendo en cuenta la edad, muchas de las supuestas enfermedades de la civilización eran menos corrientes hace un siglo, y siguen siendo raras en lugares donde la gente no come como lo hacemos nosotros.

Todas nuestras incertidumbres sobre la nutrición no deberían ocultarnos el hecho evidente de que las
enfermedades crónicas que nos están matando provienen directamente de la industrialización de la comida: el auge de los alimentos muy procesados y los cereales refinados; el uso de productos químicos para el desarrollo de animales y plantas en enormes monocultivos; la sobreabundancia de calorías vacías del azúcar y la grasa producida por la agricultura moderna; y la reducción de la diversidad biológica de la dieta humana a unos pocos productos de primera necesidad, fundamentalmente trigo, maíz y soja. Esos cambios nos han proporcionado la dieta occidental que damos por sentada: muchos alimentos procesados y mucha carne, mucha grasa y azúcar añadidas, mucho de todo, excepto verduras, frutas y cereales de grano entero.

Que semejante dieta hace que la gente enferme y engorde se sabe desde hace mucho tiempo. A principios del siglo XX, un intrépido grupo de médicos y sanitarios que trabajaban en el extranjero observó que dondequiera que la gente renunciaba a su forma tradicional de comer y adoptaba la dieta occidental, pronto aparecía una predecible serie de enfermedades occidentales, como son la obesidad, la diabetes, los problemas cardiovasculares y el cáncer. “Enfermedades occidentales” las llamaron, y aunque los mecanismos causales exactos eran (y siguen siendo) inciertos, aquellos observadores albergaban pocas dudas respecto a que esas enfermedades crónicas compartían una etiología común: la dieta occidental.

Y lo que es más, las dietas tradicionales reemplazadas por los nuevos alimentos occidentales no podían ser más diversas: había poblaciones muy distintas que prosperaban con dietas que eran lo que nosotros llamaríamos ricas en grasas, bajas en grasas o ricas en hidratos de carbono; basadas totalmente en carne o íntegramente en vegetales; en efecto, ha habido dietas basadas prácticamente en cualquier alimento entero que podamos imaginar. Lo que eso sugiere es que el animal humano se adapta bien a una gran cantidad de dietas diferentes. La dieta occidental, empero, no es una de ellas.

Ése es un hecho sencillo pero crucial sobre la dieta y la salud; sin embargo, curiosamente, es un
hecho que el nutricionismo no ve, quizá porque se desarrolló a la par que la industrialización de los alimentos y lo da por sentado. El nutricionismo prefiere juguetear con la dieta occidental, ajustar los distintos nutrientes (disminuyendo las grasas, incrementando las proteínas) y enriquecer los alimentos procesados en vez de, en primer lugar, poner en duda su valor. El nutricionismo es, en cierto sentido, la ideología oficial de la dieta occidental y por lo tanto no puede esperarse que plantee cuestiones radicales o significativas al respecto.

Pero nosotros sí podemos. Podemos empezar a desarrollar una forma diferente de pensar en la comida. Para hacerlo contamos con dos hechos contundentes: primero, que históricamente los seres humanos han seguido de manera saludable muchas dietas diferentes; y segundo, que gran parte del daño que la industrialización de los alimentos ha causado en nuestra comida y en nuestra salud es reversible. Dicho de manera sencilla: podemos escapar de la dieta occidental y sus consecuencias.

No es que la ciencia de la nutrición no tenga nada que enseñarnos –que sí, al menos cuando evita los peligros del reduccionismo y el exceso de confianza-, sino porque creo que, sobre la comida, tenemos tanto, si no más, que aprender de la historia, la cultura y la tradición. Nos han acostumbrado a que la ciencia debe tener la última palabra en todos los asuntos relacionados con la salud, pero, por lo que respecta a comer, otras fuentes de conocimiento y formas de saber pueden ser igual de convincentes, y a veces más.

Y aunque inevitablemente dependemos de la ciencia (incluso de la ciencia reduccionista) al tratar de entender muchos temas de alimentación, también es cierto que aquélla adolece de severas limitaciones en algo tan complejo y multifacético como es la comida. La ciencia tiene cosas buenas que enseñarnos sobre la alimentación, y quizá algún día los científicos resuelvan el problema de la dieta –si es que hay un problema- creando la comida óptima desde el punto de vista nutricional en una píldora, pero, de momento y en un futuro previsible, dejar que los científicos decidan el menú sería un error. Sencillamente, no saben suficiente.

Casi todo lo que tenemos que saber sobre cómo comer ya lo sabemos, o lo supimos en su momento, hasta que permitimos que los expertos en nutrición y los publicistas nos hicieran dudar del sentido común, la tradición, el testimonio de nuestros sentidos y la sabiduría de nuestras madres y abuelas.

Tampoco es que hayamos tenido elección. Allá por la década de los sesenta, más o menos, se hizo del todo imposible mantener las formas tradicionales de comer ante la industrialización de la comida. Si queríamos comer productos cultivados sin sustancias químicas artificiales o carne de animales criados al aire libre y sin fármacos, mala suerte la nuestra. El supermercado se había convertido en el único lugar en el que comprar comida. La verdadera comida desapareció rápidamente de los estantes y fue reemplazada por la moderna cornucopia de alimentos altamente procesados parecidos a la comida. Y como muchas de esas novedades deliberadamente engañaban a nuestros sentidos con edulcorantes y aromas artificiales, ya no podíamos confiar en el sabor o el olor para saber lo que estábamos comiendo.

Antes del resurgimiento de los mercados de agricultores, el auge del movimiento orgánico y el renacimiento de la agricultura local, salirse del sistema convencional de alimentación sencillamente no era una opción realista para la mayoría de las personas. Ahora comienza a serlo. Estamos entrando en la era postindustrial de la comida. Por primera vez en una generación es posible dejar a un lado la dieta occidental sin tener que dejar también la civilización. Y cuantos más consumidores haya que voten con su tenedor por una clase diferente de comida, más corriente y accesible será esa comida.

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