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martes, 18 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (1)






Durante el siglo XVI, Europa se vio agitada por un gran número de movimientos reformistas que desafiaban a la Iglesia católica, que se había vuelto mundana y perdido gran parte de su autoridad. Estos movimientos, conocidos colectivamente como la Reforma, alteraron la faz de la cristiandad. Iniciaron un nuevo tipo de relaciones entre las personas y Dios, y las autoridades religiosas y el pueblo. Y dieron origen a las iglesias protestantes, llamadas así porque “protestaban” contra la Iglesia católica romana.

El movimiento reformista más importante fue el originado por Martín Lutero, un monje agustino alemán de humildes orígenes que llegó a ser profesor de teología. Su figura, y es lógico que así haya sucedido, ha sido objeto durante siglos de exposiciones que han ido de la alabanza más rendida al juicio denigratorio más encarnizado. Si para Durero podía ser un profeta o un padre, para Denifle era una sentina de vicios y maldades. Ninguna de esas versiones hace justicia a la documentación histórica.

Remontémonos un poco en el tiempo para obtener algo de perspectiva. El siglo XV estuvo caracterizado, entre otros aspectos de relieve, por un sentimiento de creciente crisis en el seno de la Iglesia católica. Durante aquellas agitadas décadas, la corte papal se trasladó de Roma a Aviñón para satisfacer los intereses de los reyes de Francia; se produjo el denominado cisma de Occidente (en virtud del cual existieron simultáneamente dos papas que se excomulgaban entre sí y que se presentaban como el único pontífice legítimo); fracasaron los intentos por restaurar la unidad entre el papado y el patriarca de Constantinopla pese a la amenaza turca, que terminó aniquilando Bizancio en 1453; y se multiplicaron las voces de aquellos que, como John Wycliffe o Jan Huss, deseaban una reforma en profundidad de la Iglesia no sólo en el ámbito moral sino también en el teológico.

No resulta extraño que en un contexto tan crispado como el del siglo XV los mejores teólogos de Occidente sostuvieran la tesis de la superioridad del concilio general sobre el Papa (¿quién podía asegurar que el Papa no podía convertirse en un hereje tras antecedentes en ese sentido como los de Honorio o Vigilio?) o que se iniciaran los primeros intentos de publicar textos críticos del Nuevo Testamento en su lengua original.

Desde luego, si algo parecía indiscutible a finales del siglo XV era que la Iglesia necesitaba una reforma, que ésta tenía que operarse en profundidad y que el momento de su inicio no podía verse retrasado indefinidamente. Una posición de ese cariz era defendida por personajes que iban de Lorenzo Valla a Erasmo, de Tomás Moro a Luis Vives.

Curiosamente, los primeros pasos para realizar esa reforma no fueron dados en aquellos países donde
las deficiencias morales y doctrinales del clero y del pueblo llano resultaban mayores, sino en España. Además, los esfuerzos reformadores comenzaron no en la base (más o menos ilustrada) sino en la cúpula jerárquica. La figura dominante de este período, y no sólo en el área espiritual, fue el cardenal Cisneros. Nacido en 1436, su muerte se produjo en noviembre de 1517, tan sólo ocho días después de que, según se dice, Martín Lutero clavase en las puertas de la iglesia de Wittenberg las Noventa y cinco tesis a las que nos referiremos en esta entrada. La fecha de su fallecimiento no pudo resultar más significativa, porque lo cierto es que coincidió con el final de un ciclo histórico muy concreto y el comienzo de otro totalmente distinto.

Cisneros otorgó, por ejemplo, una enorme importancia a la lengua vernácula en medios religiosos e impulsó la traducción de obras latinas a aquélla. De esa forma, antes de que se produjeran las primeras traducciones protestantes del Nuevo Testamento, los españoles contaban con versiones impresas de los evangelios y de las Epístolas en lengua vulgar. Asimismo, decidió fundar una escuela o universidad donde un Colegio de Artes Liberales debía formar al estudiante en el conocimiento del latín, del hebreo y de otras lenguas semíticas, y tendría que dar una especial importancia al aprendizaje del griego, ya que en esta lengua se había redactado originalmente el texto del Nuevo Testamento. Esta visión cristalizó en buena medida en la fundación de la Universidad de Alcalá, que buscó inspirarse sobre todo en el estudio del Nuevo Testamento con la intención de formar de manera especialmente atenta a la gente de a pie.

Cisneros no persiguió a personas que, supuesta o realmente, defendieran posturas heterodoxas, y estimuló la crítica y el estudio del texto de las Sagradas Escrituras. Fruto de esta actitud fue la elaboración de la Biblia Políglota Complutense en hebreo, griego y latín, o las obras de Pedro de Osma, un profesor de teología de la Universidad de Salamanca, y de Nebrija, un discípulo del anterior. Anticipándose a Erasmo y, por supuesto a Lutero, ambos eruditos realizaron importantísimos estudios sobre el texto original del Nuevo Testamento y acerca de la historia católica. Estos últimos ciertamente no contribuían a fundamentar las pretensiones del pontífice romano, pero aun así Cisneros protegió a Nebrija y Osma.

El impacto de Cisneros tuvo una repercusión considerable no sólo entre el sector más culto de la sociedad, sino muy especialmente entre la gente del pueblo, que comenzó (décadas antes que los anabaptistas suizos, por ejemplo) a reunirse en las casas para estudiar sencilla y libremente los textos del Nuevo Testamento. Una universalización de sus puntos de vista es posible que hubiera evitado la fractura histórica que significó la lucha entre Reforma y Contrarreforma, las guerras de religión relacionadas con ella y también la destrucción, no por lenta menos real, del Imperio español. No fue así. Finalmente, la Reforma iba a convertirse en una llama que destruiría en buena medida un mundo antiguo para, sobre sus ruinas purificadas, levantar uno nuevo. La chispa de esa hoguera no vendría, sin embargo, de España sino de Alemania, aunque el que la encendería sería también un monje, en este caso agustino, llamado Martín Lutero.

Martín Lutero nació en 1843 en Eisleben, Alemania. Su padre, de origen campesino, trabajaba en las
minas y, según testimonio de Martín, era partidario de una severa educación que, no pocas veces, se traducía en castigos corporales. Esa misma norma, también según los recuerdos de Lutero, se mantuvo en la escuela y, a juzgar por sus propias palabras, debió de dejar no escasa huella en su carácter.

Durante el verano de 1505, Martín fue sorprendido por una tormenta y en medio de los rayos, aterrado por la perspectiva de la muerte y del castigo eterno en el infierno, prometió a Santa Ana en oración que si lograba escapar con bien de aquel trance se haría monje. Así fue y, como el mismo Lutero confesaría tiempo después, en ello influyó no sólo la promesa formulada a la santa, sino también el deseo de escapar de un hogar demasiado riguroso y de los deseos de su padre, que pretendía que cursara los estudios de Derecho. Éste se sintió muy contrariado por la decisión del joven, pero no pudo impedirla.

El ambiente que Lutero encontró en el monasterio constituía una acentuación del espíritu católico de la Baja Edad Media. Éste se resumía en un énfasis extraordinario en lo efímero de la vida presente (algo que había quedado más que confirmado mediante episodios como las epidemias de peste o la Guerra de los Cien Años) y en la necesidad de prepararse para el Juicio de Dios, del que podía depender el castigo eterno en el infierno o, aun para aquellos que fueran salvados, los tormentos prolongadísimos del Purgatorio. Esta cosmovisión convertía los años presentes en un simple estadio de preparación para la otra vida y contribuía a subrayar la necesidad que cada ser humano tiene de estar a bien con Dios.

Lutero comenzó a padecer las consecuencias de esta perspectiva al poco tiempo de entrar en el
monasterio. Tras pronunciar sus votos y ser elegido por sus superiores para que le ordenaran sacerdote en 1508, su primera misa se convirtió en una experiencia aterradora al reflexionar que lo que estaba ofreciendo en ella era al mismo Jesucristo. Esta sensación se fue agudizando a medida que Lutero captaba en profundidad los engranajes del sistema católico de salvación: ésta quedaba asegurada sobre la base de realizar buenas obras y de acudir a la vez al sacramento de la penitencia de tal manera que, tras la confesión, quedaran borrados todos los pecados.

Para los católicos de todos los tiempos que no han sentido excesivos escrúpulos de conciencia, tal sistema no tenía por qué presentarse complicado, ya que el concepto de buenas obras resultaba demasiado inconcreto y, por otro lado, la confesión era vista como un lugar en el que podía hacerse borrón y cuenta nueva con Dios. Sin embargo, para gente más escrupulosa, como era el caso de Lutero, el sistema estaba lleno de agujeros por los que se filtraba la intranquilidad.

En primer lugar, se encontraba la cuestión de la confesión. Para que ésta fuera eficaz, resultaba indispensable confesar todos y cada uno de los pecados, pero ¿quién podía estar seguro de recordarlos todos? Si alguno era olvidado, de acuerdo con aquella enseñanza, quedaba sin perdonar y si ese pecado era además mortal el resultado no podía ser otro que la condena eterna en el infierno. En segundo lugar, Lutero comprobaba que las malas inclinaciones seguían haciéndose presentes en él pese a que para ahuyentarlas recurría a los métodos enseñados por sus maestros, como podían ser el uso de disciplinas contra el cuerpo, los ayunos, la frecuencia en la recepción de los sacramentos, etc. Cuando su director espiritual le recomendó que leyera a los místicos, Lutero encontró cierto consuelo pasajero pero, finalmente, éste acabó también esfumándose.

Resultaba obvio que aquel sistema no era suficiente para remediar el tormento que sufría. Fue entonces cuando su superior decidió que quizá la solución podría derivar de un cambio de aires espirituales. El ambiente del monasterio era muy estrecho y podía tener efectos asfixiantes sobre alguien tan escrupuloso como Lutero. Quizá la solución estaría en que dedicara más tiempo al estudio y en que después se dedicara a labores docentes, que le pondrían en contacto con un mundo más abierto. Así, se le ordenó que se preparara para enseñar Sagrada Escritura en la Universidad de Wittenberg, tarea que desempeñó desde 1508.

Dos años después visitó Roma –un viaje del que regresó profundamente decepcionado- y en 1515, fue nombrado vicario de su orden, teniendo a su cargo once monasterios. Pero su crisis espiritual no se había solucionado y su desconfianza hacia el sistema sacramental católico como garantía de que el hombre pueda ser perdonado y aceptado por Dios no hizo sino aumentar.

Su doctorado en Teología y su labor como docente en Sagradas Escrituras le proporcionó un
conocimiento nada despreciable de la Biblia. Precisamente fue el contacto con el texto sagrado el que empezó a mostrarle una vía de salida a las angustias de los últimos años. Ya en 1513, cuando enseñaba los Salmos con una perspectiva cristológica, se percató de los sufrimientos psicológicos de Cristo y aquel descubrimiento le reportó un notable consuelo en la medida en que podía encontrar una cierta solidaridad entre sus padecimientos y los de Jesús.

Con todo, el gran paso lo dio en 1515, cuando enseñaba la epístola de Pablo a los romanos. En ella, el apóstol insiste en el hecho de que la salvación nunca puede derivar de las propias obras, sino que es un regalo que Dios hace al ser humano por su gracia y que éste puede recibir sólo mediante la fe en el sacrificio expiatorio que Cristo realizó en la cruz.

Lutero, que leía estos escritos de Pablo a través de la teología de Agustín (en especial de sus tratados contra Pelagio, donde se resaltaba el papel de la gracia de Dios en la salvación humana), comenzó a percibir nueva luz al llegar al versículo 17 del capítulo primero de la carta, donde se indica que el evangelio es un mensaje de salvación pero de salvación por la fe ya que, como afirma el texto, "el justo por la fe vivirá". En otras palabras, no se es justo a través de las propias obras, sino que se es justo porque Dios imputa esa justicia al que cree en Jesús. Lutero confesaría posteriormente que aquel descubrimiento le había llevado a captar el amor de Dios, que no era tanto un juez terrible como Aquel que se había encarnado para morir en la cruz en pago por los pecados del género humano.

Aún no era consciente de ello, pero su descubrimiento iba a hacer añicos el entramado doctrinal del sistema católico-medieval de salvación. Porque la conclusión era que el individuo no necesita para salvarse la mediación de la institución eclesial o de los sacerdotes, sino solo tener fe en la expiación realizada por Jesús en la cruz. Por lo tanto, se produce una liberación de aquellos requisitos formales que, supuestamente, se traducen en la obtención de la salvación y se opera una experiencia del amor de Dios que repercute en una visión más alegre de la existencia: la del hombre que ha sido perdonado sin merecerlo gracias a la pura misericordia divina. Liberado el ser humano del formalismo sacramental, se iba a subrayar su libertad de conciencia, su autonomía individual y su capacidad de acción.

Pese a todo, Lutero no pensó al principio que sus tesis sobre la justificación por la fe chocaran con la ortodoxia católica. Esa actitud se debía a varias razones: la primera, que el peso de san Agustín en la teología católica continuaba siendo extraordinario en la relativo a la gracia; y la segunda, que la misma Iglesia no definiría de manera excluyente determinados aspectos relacionados con la justificación hasta el Concilio de Trento, ya en plena controversia protestante. Así que en los años inmediatamente posteriores a su descubrimiento de la enseñanza bíblica sobre la justificación por la fe, Lutero vivió una época de tranquilidad espiritual.

Muy posiblemente, no se habría percatado de la incompatibilidad entre ambas visiones de la salvación. El choque se produjo cuando Lutero cuestionó no tanto las prácticas eclesiales en sí como unas conductas que eran enorme (y repulsivamente) lucrativas. 


(Continúa en la siguiente entrada)






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