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martes, 30 de julio de 2013

Madame Butterfly : la amante china y el espía




En 1964, en la Ciudad Prohibida de Pekín, tuvieron lugar unos acontecimientos que, aparentemente, carecían de trascendencia. Era algo repetido miles de veces en la historia de la humanidad: chico conoce chica, chico se enamora de chica, chica tiene problemas para vivir con chico y chico se une a chica. En este caso, la romántica historia de amor tuvo unos efectos tremendos en los acontecimientos que durante 20 años asolaron Europa y Asia, y más concretamente, dejó su huella indeleble en la guerra de Vietnam, que pasaría a la historia como una de las mayores pesadillas de Estados Unidos.

Bernard Boursicot era un diplomático francés de poco relieve, destinado en la embajada de Pekín como técnico contable. Vigilar los gastos y dietas de sus compañeros de delegación era una “apasionante” tarea que no llenaba una vida simple y aburrida, carente de verdaderos estímulos. Su mujer, una atractiva francesa con la que no había tenido descendencia, era más amante que él de acudir a fiestas para relacionarse con los pocos occidentales que vivían en una China hosca encerrada en sí misma. ¿Qué se podía hacer para divertirse y salir del tedio del trabajo en un país con una cultura tan propia, tan distinta a la europea y tan excluyente, salvo ir de fiesta en fiesta por las embajadas? Siempre eran las mismas aburridas caras, idénticas conversaciones de trabajo y los mismos cotilleos soporíferos. La relación de la pareja era tan tediosa que cuando su mujer decidía quedarse en casa, Bernard aprovechaba para acudir en solitario a las fiestas alegando su necesidad de progresar en el trabajo.

Un día, en uno de esos festejos cambiaría para siempre la vida de Bernard. Para intentar distraer a los invitados, las embajadas acostumbraban a organizar algún pequeño acto cultural que casi siempre terminaba siendo el mismo concierto con músicos chinos interpretando canciones clásicas del país anfitrión. Pero aquella noche, cuando Bernard se sentó, como el resto de los invitados, en las butacas del improvisado teatro al aire libre, salió al escenario una preciosa mujer china, delicada como una porcelana, embutida en un tradicional vestido ajustado hasta los pies.

Bernard, inicialmente desinteresado por el espectáculo, quedó inmediatamente prendado de la belleza oriental de la protagonista. Poco amante de la música, por primera vez puso sus cinco sentidos en escuchar a la cantante, que recitaba fragmentos de la ópera Madame Butterfly. Embobado, pidió que le contaran lo que narraba aquella canción: el apasionado amor de una mujer japonesa y un hombre estadounidense. El occidental Bernard, como el protagonista masculino de la ópera, había sentido una pasión loca por su Madame Butterfly, sólo que ella se llamaba Shi Pei Pu.

Cuando acabó la representación fue a esperarla a la puerta de la embajada, se acercó a ella y pasearon un rato juntos, siguiendo el camino de regreso a casa de la mujer. Al rato se despidieron, no sin que antes la cantante le invitara a que fuera a verla actuar en su verdadero ambiente: en la Ópera de Pekín, donde –le dijo- podría disfrutar de verdad de la buena música.

Durante las siguientes horas, días y semanas, el diplomático galo no pudo arrancarse del pensamiento el recuerdo de aquella dama oriental, su belleza, su estilo refinado y su voz envolvente. Como si fuera el primer amor, la tentación de conocer más a la chica superó cualquier reparo (su matrimonio, su puesto oficial…) y fue a verla actuar a la Ópera de Pekín. Al final de la representación se armó de valor, la esperó nuevamente a la puerta del teatro y la acompañó a dar un paseo. Hablaron y hablaron. Cuando llegaron a la puerta de su casa, se detuvieron un momento. Él esperó nervioso una discreta invitación para entrar. Deseaba seguir charlando con ella y quizás que le permitiera rozar su piel. Pero la magia del momento se hizo añicos. La cantante bruscamente dio por zanjada la conversación y se despidió azorada. Él, sorprendido, la vio cerrar la puerta. Se había enamorado de Shi, su Madame Butterfly.

La separación se le hizo insoportable y a los pocos días ya no aguantaba más. Una noche fue a verla a su casa. Ella pareció sorprenderse de su osada visita, pero sólo lo parecía. Le dejó entrar y se sentaron a charlar. Bernard se sintió embargado por la mezcla de la belleza suave de Butterfly y el ambiente tradicional chino de su hogar. Dudó, pero después de unos eternos minutos se atrevió a rozarle suavemente la mano. Ella la retiró inocentemente. Shi le transmitió, bajando los ojos, su preocupación por el escándalo que podría levantarse si alguien llegaba a enterarse del hecho gravísimo –normal para un francés- de haberle abierto las puertas de su casa a un hombre, que además era occidental.

En lugar de frenarle, el riesgo estimuló a Bernard, que puso su mano nuevamente sobre la de ella.
Después, con la misma suavidad, la acarició y la besó. Pero ella se puso tensa, le retiró nuevamente la mano y le pidió nerviosamente que se fuera. El diplomático abandonó la casa precipitadamente. Esta vez comprendió de inmediato que había intentando una relación imposible y se propuso borrar completamente de su mente la imagen de Butterfly.

Los días siguientes fueron un calvario. Luchaba minuto a minuto para arrancarse la imagen de la cantante, que se aferraba a su cabeza y su corazón. La relación con su mujer fue convirtiéndose en un estorbo y se estropeaba rápidamente. Su trabajo tampoco quedó al margen y sus compañeros comprobaron que había perdido su reconocida capacidad para concentrarse, aunque trabajaba más y mejor que en todo el tiempo que llevaba destinado en Pekín. A Barnard las personas de su alrededor empezaron a importarle poco. Había decidido no volver a ver a su deseada Butterly.

Pero entonces empezó a recibir cartas veladamente cariñosas de Butterfly. Para complicarlo todo, el embajador francés se quedó sorprendido por la calidad de sus últimos trabajos en el descubrimiento de cuentas que no funcionaban bien dentro de la delegación y decidió nombrarle vicecónsul responsable del servicio de información de la embajada. Estados Unidos, sumergido en la guerra de Vietnam, no tenía representación en China y toda la información que pudiera conseguir de su socio francés sería bienvenida.

Con el importante puesto conseguido, rompió con su mujer, atendió las cartas de Butterfly y fue a visitarla después de varios meses de separación. Esta vez, se dejó de rodeos y fue directo a conseguir lo que ansiaba, preguntándole si quería ser su amante. No hubo largos preámbulos amorosos. Empezaron a besarse y acariciarse y Bernard no tardó en empezar a desnudarla, momento en el que ella, hasta entonces pasiva, le frenó: “nunca he hecho el amor. Soy virgen”. Él no podía creer que una mujer tan bella, cercana a los treinta años, no hubiera tenido relaciones nunca. Dudó un momento pero decidió seguir adelante. “no, por favor –le paró Butterfly-, no me desnudes”.

La cantante le explicó que le daba miedo la situación, que su madre, como todas las madres chinas, la
educó de una forma extremadamente conservadora, que el pudor era algo connatural en su vida y en la de todas las chinas, que su madre le enseñó a practicar unas formas de amor especial, pensadas para hacer felices a los hombres. Le dijo, con valentía pero bajando los ojos con timidez, que a pesar de no haberlo hecho nunca, era una experta en artes amatorias, que tuviera confianza en ella y la dejara hacer.

Cuando varias horas después el diplomático abandonó la casa, estaba fascinado de la trepidante, enloquecida y romántica noche de sexo que había pasado. Y eso que prácticamente no la había tocado y ni siquiera la había visto completamente desnuda, algo que no haría durante los veinte años que duró la relación que comenzaron esa noche.

A partir de ese día, convertidos ya en amantes, Bernard dedicará su jornada de trabajo al espionaje y las noches a Butterfly. Por la mañana quitaba un micrófono oculto en el despacho del embajador, por la tarde montaba un operativo para conseguir datos sobre la ayuda que China prestaba a Vietnam y por la noche se relajaba con su musa.

Así pasaron los meses. El diplomático siguió haciendo su trabajo de espionaje, con unos resultados y recomendaciones sorprendentes para el embajador, que se había puesto en sus manos y le hacía caso en todo lo que le decía, reenviando a Francia y Estados Unidos una copia de lo que él consideraba certeros análisis de su espía. Mientras, la cantante seguía cumpliendo perfectamente su trabajo. Un trabajo que iba más allá de sus actuaciones diarias en la Ópera de Pekín. Butterfly informaba periódicamente al servicio secreto chino, para el que trabajaba, de los datos que noche tras noche obtenía sin mucho esfuerzo de su amante. Un amante relajado y despreocupado que, tras hacer el amor con su novia, le contaba hasta los más pequeños detalles de su trabajo diario. Y que guiado por su amor ciego, dejaba que sus conclusiones, que luego reflejaría por escrito en informes para el embajador, fueran tamizadas e incluso modificadas por la experta manipuladora que era Shi Pei Pu.

Un día ocurrió lo que no debería haber ocurrido nunca. Una Butterfly compungida le comunicó a
Bernard que se había quedado embarazada. El diplomático reaccionó bien, pero a las pocas semanas la chica tuvo un aborto. Tras la decepción, que le dejó varias semanas hundido, volvió la alegría. Butterlfy se quedó de nuevo embarazad a y esta vez, con mucho más cuidado, todo marchó bien. Sin embargo, la mujer, a la que nunca había visto completamente desnuda, le comunicó que la costumbre china era que cuando una mujer se quedaba embarazada sin tener marido, debía viajar al pueblo de sus padres a dar a luz para ocultar su vergüenza. Él se opuso, intentó convencerla de que no lo hiciera, pero su educación pudo más e impidió a la chica comportarse de una forma distinta.

El francés, destrozado íntimamente por la separación, se volcó en su trabajo de espionaje para intentar olvidar su desgracia. Mientras, Butterfly despareció de su vida, pero no para irse al pueblo de sus padres, sino para esconderse en un recóndito barrio de Pekín, en un piso que le había buscado el servicio secreto chino. Porque Butterly no estaba realmente embarazada. Todo era una estratagema para acrecentar al máximo la dependencia emocional de Bernard y dejarle enganchado definitivamente a la cantante.

Los nueve meses siguientes fueron muy crudos para el diplomático francés. Sus informes como jefe del espionaje francés, intoxicados sin él saberlo por el espionaje chino gracias a su Butterfly, terminaron por levantar la alarma entre sus compañeros en Francia y, sobre todo, en la CIA, que había recomendado a sus fuerzas militares la toma de muchas decisiones fundamentándose en la credibilidad que concedían a los análisis de Boursicot. Sus datos se habían demostrado falsos una y otra vez y, como conclusión, fue destituido de su puesto y enviado de regreso a París.

La inteligencia china se enteró rápidamente de su cese y aceleró el regreso de la cantante. Butterfly apareció de repente en casa del diplomático con un bebé chino rubio -¡lo que les debió costar encontrarlo!-, se lo mostró e inmediatamente le dijo que debía abandonarle porque el régimen comunista había decidido recluir en campos de concentración a los “peligrosos” intelectuales y artistas.

Ese último instante con Butterfly fue como una montaña enorem que se le cayera encima. Fracasado
en el trabajo y en el amor, Bernard volvió a París solo, sin saber el paradero de su amante, para dedicarse a un trabajo en el que le aparcaron como a un trasto viejo y en el que además le miraban mal.

Se convirtió en un solitario que trabajaba lo justo para poder vivir y sin ganas de conocer a más mujeres, porque después de estar con Butterfly ya no le apetecía ninguna otra. Bernard, al igual que el concienzudo espionaje francés, desconocía que había sido utilizado genialmente por los chinos para obtener información de primera mano y al mismo tiempo intoxicar a los estadounidenses.

Cuando corría el año 1968, un día apareció Butterfly opr sorpresa nuevamente en su vida. Poco importaba lo que había pasado durane tanto tiempo de separación sin tener noticias de ella y cómo había conseguido escapar de China. Estaban juntos y bastaba. Un locamente enamorado Boursicot prefería no hacerse pregutna y limitarse a disfrutar con las manos abiertas de la suerte que nuevamene le había deparado el destino.

Pocos meses después, la relación se había asentado y la cantante-espía se decidió a contarle su gran drama: las autoridades chinas tenían secuestrado a su hijo. Si querían volver a verle, si deseaban que pudiera vivir con ellos en París, debían colaborar pasándoles información secreta del Ministerio de Asuntos exteriores francés.

Bernard se lo tragó todo como un niño y se dedicó a buscar el camino que le diera acceso a papeles
secretos. Lo terminó encontrando cuando consiguió ganar el puesto de motorista para transportar documentos confidenciales. Durante muchos meses, Bernard estuvo entregando informes secretos franceses a cambio de la esperanza, nada más que esperanza, de que le entregaran a su inexistente hijo chino y rubio. Sin embargo, sus maniobras de coger los sobres lacrados, abrirlos, fotocopiarlos, quedarse con una copia, cerrarlos nuevamente y entregarlos al destinatario como si nada hubiera pasado, eran demasiado complicadas como para que no fuera finalmente descubierto. Y así ocurrió. Un día los servicios de contrainteligencia franceses sospecharon y fue detenido in fraganti.

En el primer interrogatorio, Bernard no tardó en hundirse. Contó –justificándose como lo haría cualquier padre- que había traicionado a su país porque los chinos tenían secuestrado al hijo que había tenido con Shi Pei Pu. Uno de los interrogadores le contestó: “Pero, ¿cómo va a haber tenido un hijo con otro hombre?” El diplomático francés se quedó helado.

El juicio, celebrado en un tribunal especial francés, fue una experiencia durísima. A los dos se les acusó del grave delito de espionaje. Shi Pei Pu apareció en el juicio vestido con un traje oscuro cerrado, asumiendo ser un agente secreto chino, mientras Benard Boursicot era el retrato perfecto de la desolación. Durante una de las primeras sesiones, el tribunal le preguntó a Shi, si Bernard sabía que era un hombre: “Yo nunca se lo pregunté”.

Las investigaciones posteriores coinciden en reconocer que Shi representó el papel de su vida y que Bernard fue un tipo fácil de engañar. Y también era ignorante, pues desconocía que los papeles de mujer en la Ópera de Pekín eran habitualmente representados por hombres. Lo que nunca se llegó a saber es si el francés supo en algún momento a lo largo de tantos años de relación el verdadero sexo de Butterfly, hecho que él aparentemente desmintió. Y si lo supo, como parece normal, ¿por qué prefirió ignorarlo? Él amaba, no cabe duda, a una mujer perfecta, y siempre la amó.

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lunes, 29 de julio de 2013

¿Cuánto tiempo se puede sobrevivir en el espacio sin protección?


Probablemente se puede sobrevivir poco más de un minuto, siempre que después de ello te pongan a salvo y te den atención médica. Al exponerte súbitamente al vacío del espacio, lo primero que debes hacer es exhalar. Si contuvieras la respiración el gas de expandiría en los pulmones debido a la nula presión externa y los rompería.

En unos diez segundos empezarías a perder el conocimiento y la vista debido a la falta de oxígeno. A causa de la baja presión, los fluidos corporales empezarían a vaporizarse, provocando una hinchazón de los tejidos. Si estuvieras expuesto a la luz solar sufrirías quemaduras muy serias porque no tendrías la protección de la atmósfera terrestre. La experiencia derivada de accidentes sufridos durante el entrenamiento sugiere que si los astronautas vuelven a un entorno presurizado con oxígeno en un plazo de 90 segundos, los daños son reversibles.

Sin embargo, son tantos los factores que entran en juego, que es difícil saber cuál es el límite para sobrevivir.

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miércoles, 24 de julio de 2013

De los alimentos a los nutrientes



Si hubieran pasado ustedes un rato en un supermercado de la década de los ochenta, podría haberse dado cuenta de que sucedía algo extraño. La comida estaba desapareciendo poco a poco de los estantes. No es que se esfumara literalmente; no era escasez. No, los estantes y las cámaras frigoríficas estaban repletos de envases, cajas y bolsas de diversos comestibles, y más que aparecían todos los años, pero muchos de los alimentos tradicionales del supermercado fueron sustituidos de manera continuada por los nutrientes, que no son lo mismo.

Donde antes los nombres familiares de comestibles reconocibles –cosas como huevos o cereales para el desayuno- ocupaban los lugares de honor en los coloridos envases que atestaban los pasillos, ahora nuevos términos con resonancias científicas como “colesterol”, “fibra” y “grasas saturadas” empezaron a adquirir importancia y a aparecer en letra grande. Más importantes que los meros alimentos, en general se creía que la presencia o ausencia de esas sustancias invisibles redundaba en beneficio de la salud de los que las comían. El mensaje implícito decía que, en comparación, los alimentos eran cosas bastas, anticuadas y decididamente acientíficas -¿quién podía decir lo que contenían realmente?-. Pero los nutrientes –esos compuestos químicos y minerales de los alimentos que los científicos han identificado como importantes para nuestra salud- brillaban con la promesa de la certeza científica. Si usted comía más de los buenos y menos de los malos, viviría más, se libraría de las enfermedades crónicas y perdería peso.

Los nutrientes existían ya como concepto y terminología desde principios del siglo XIX, que fue
cuando William Prout, médico y químico inglés, identificó los tres principales componentes de los alimentos –proteínas, grasas e hidratos de carbono- que después se conocerían como “macronutrientes”. Basándose en el descubrimiento de Prout, Justus von Liebig, el gran científico alemán, considerado uno de los fundadores de la química orgánica, añadió unos cuantos minerales a los tres grandes y declaró que el misterio de la nutrición animal –cómo la comida se convierte en carne y energía- estaba resuelto. Se trata del mismo Liebig que identificó los macronutrientes de la tierra: nitrógeno, fósforo y potasio (que los agricultores y jardineros conocen por sus iniciales en la tabla periódica: N, P y K). Liebig aseguraba que lo único que las plantas necesitaban para vivir y desarrollarse eran estas tres sustancias químicas, y punto. Y otro tanto ocurría con las personas: en 1842, Liebig propuso una teoría del metabolismo que explicaba la vida exclusivamente en términos de un puñado de nutrientes químicos, sin recurrir a fuerzas metafísicas como el “vitalismo”.

Una vez descifrado el misterio de la nutrición humana, Liebig pasó a desarrollar un extracto de carne –el extractum Carnis de Liebig-, que nos ha llegado como cubito de caldo, e inventó el primer preparado para lactantes, que consistía en leche de vaca, trigo, harina malteada y bicarbonato potásico.

Liebig, padre de la moderna ciencia de la nutrición, había puesto a la comida entre la espada y la pared y la había obligado a que revelara sus secretos químicos. Pero el consenso habido tras Liebig respecto a que la ciencia tenía ya una idea bastante clara de lo que pasaba en los alimentos no duró mucho. Los médicos empezaron a darse cuenta de que los niños alimentados exclusivamente con la leche de Liebig no se desarrollaban adecuadamente. (No es de extrañar, dado que el preparado carecía de vitaminas y de varios aminoácidos y grasas esenciales). Que a Liebig podrían habérsele pasado por alto algunas cosillas de los alimentos también empezó a ocurrírseles a los médicos que observaron que los marineros que hacían largos viajes oceánicos enfermaban a menudo, aun cuando tomaran las cantidades apropiadas de hidratos de carbono, proteínas y grasas. Era evidente que a los químicos se les escapaba algo: algunos ingredientes esenciales presentes en alimentos frescos de origen vegetal (como las naranjas y las patatas) que milagrosamente curaban a los marineros. Esa observación llevó al descubrimiento, a principios del siglo XX, del primer grupo de micronutrientes, a los que el bioquímico polaco Casimir Funk, en 1912, volviendo a las antiguas ideas vitalistas de los alimentos, bautizó con el nombre de “vitaminas” (de vita, “vida”, y aminas, compuestos orgánicos que se forman alrededor del nitrógeno).

Las vitaminas hicieron mucho por el prestigio de la ciencia nutricional. Esas moléculas especiales,
que en un principio fueron aisladas a partir de los alimentos y más tarde sintetizadas en el laboratorio, curaban a la gente de enfermedades carenciales como el escorbuto y el beriberi casi de la noche a la mañana, lo que demostraba de manera convincente la capacidad reduccionista de la química.

A partir de 1920, las vitaminas disfrutaron del favor de la clase media, un grupo no particularmente aquejado de beriberi ni de escorbuto. Pero la creencia estableció que esas mágicas moléculas también estimulaban el crecimiento de los niños, ayudaban a alargar la vida de los adultos y, dicho con una frase del momento, fomentaban la “salud positiva” de todo el mundo. Las vitaminas habían otorgado cierto glamur a la ciencia de la nutrición y aunque algunos segmentos de élite de la población empezaron a comer de acuerdo con la opinión de los expertos, fue a finales del siglo XX cuando en la imaginación popular los nutrientes pasaron a ocupar el lugar antes reservado a los alimentos a la hora de comer.

No hubo un único acontecimiento que marcara la transición entre comer comida y comer nutrientes. Aunque mirando hacia atrás parece que una pelea política en Washington en 1977, que pasó prácticamente inadvertida, ayudó a que la cultura americana –y, por extensión, occidental- se precipitara por ese camino nefasto y escasamente iluminado.

En respuesta a varios informes que daban cuenta de un aumento alarmante de enfermedades crónicas asociadas a la dieta –entre ellas, cardiopatías, cáncer, obesidad y diabetes-, el Comité del Senado de Investigación sobre Nutrición y Necesidades Humanas, presidido por el senador de Dakota del Sur, George McGovern, celebró varias audiencias para tratar el problema. Ese comité se había formado en 1968 con el cometido de acabar con la desnutrición, y su trabajo había llevado al establecimiento de varios importantes programas de ayuda alimentaria. Procurar por todos los medios solucionar el problema de la dieta y las enfermedades crónicas entre la población en general representaba de alguna manera una expansión indebida de la misión encomendada, pero todo por una buena causa a la que nadie podría oponerse.

Después de dos días de audiencias sobre dieta y enfermedades mortales, los miembros del comité
–formado no por científicos o médicos, sino por abogados y periodistas- empezaron a trabajar en la preparación del que tenían todas las razones para suponer que sería un documento nada controvertido llamado Objetivos dietéticos para Estados Unidos. El comité se enteró de que mientras que los índices de cardiopatías coronarias habían aumentado vertiginosamente en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, otras culturas con dietas tradicionales a base de vegetales tenían unos índices de enfermedades crónicas sorprendentemente bajos. Los epidemiólogos también habían observado que en Estados Unidos, durante los años de la guerra, cuando la carne y los productos lácteos estaban estrictamente racionados, el índice de enfermedad cardiovascular había caído, de forma pasajera, en picado, para volver a subir de repente una vez que hubo terminado la guerra.

A comienzos de la década de los años cincuenta, un creciente número de científicos sostenía que el consumo de grasas y colesterol alimenticio, que en su mayor parte provenía de la carne y de los productos lácteos, era el responsable del aumento de los índices de la enfermedad cardiaca en el siglo XX. La “hipótesis lipídica”, como se la llamó, ya contaba con la adhesión de la Asociación Americana del Corazón, que en 1961 había empezado a recomendar una “dieta prudente”, baja en grasas saturadas y colesterol procedentes de productos animales. Cierto, en 1977 la hipótesis lipídica carecía de pruebas reales, aún no era más que una hipótesis, pero llevaba camino de obtener el beneplácito de todos.

En enero de 1977, el comité hizo pública una serie de directrices bastante sencillas, exhortando a los norteamericanos a reducir el consumo de carnes rojas y productos lácteos. A las pocas semanas, el comité recibió un aluvión de críticas, procedentes sobre todo de las industrias cárnicas y lácteas, y el senador McGovern (que contaba con muchos ganaderos entre sus electores de Dakota del Sur) se vio obligado a dar marcha atrás. Las recomendaciones del comité se reescribieron apresuradamente. La referencia directa a productos alimenticios concretos –el comité había aconsejado a los norteamericanos “reducir el consumo de carne”- se sustituyó por ingeniosas fórmulas de compromiso: “elija carnes, aves y pescado que reduzcan el consumo de grasas saturadas”.

Dejemos a un lado de momento las virtudes, si es que las tiene, de la dieta baja en carne y/o baja en grasas, y centrémonos por un momento en el lenguaje. Porque con estos sutiles cambios de redacción toda una forma de pensar sobre la comida y la salud sufrió una transformación de capital importancia. Primero, fíjense en que el sucinto mensaje de “comer menos” de un determinado alimento –en este caso, la carne- había volado; no volverá encontrarse en ninguna declaración oficial sobre la dieta. Puede decirse cualquier cosa sobre tal o cual alimento, pero lo que no está permitido es aconsejar oficialmente que se coma menos de uno en particular o la industria en cuestión se merendará al que lo haga.

Pero hay una forma de sortear ese obstáculo inamovible, y fueron los empleados de McGovern quienes la difundieron: No hablemos de alimentos, sólo de nutrientes. Fíjense en que en las directrices corregidas ha desaparecido la discriminación entre entidades tan distintas como la carne de vaca, el pollo y el pescado. Esos tres venerables alimentos, que representan cada uno no sólo una especie diferente sino un grupo taxonómico completamente distinto, son englobados ahora como meros sistemas de reparto de un único nutriente. Fíjense también en cómo el nuevo lenguaje exonera a los alimentos en sí. Ahora el culpable es una sustancia misteriosa, invisible, insípida –y sin conexión política- que puede o no acechar en ellos, llamada “grasa saturada”.

Esta capitulación lingüística no consiguió salvar a McGovern de su metedura de pata. En las siguientes elecciones, en 1980, el lobby ganadero consiguió retirar al tres veces elegido senador, enviando al mismo tiempo una inconfundible advertencia a cualquiera que pusiera en entredicho la dieta norteamericana y en particular el enorme pedazo de proteínas animales que tenían en el plato. En lo sucesivo, en sus directrices dietéticas, el Gobierno evitaría referirse directamente a alimentos enteros, cada uno de los cuales tenía su asociación gremial representada en el Capitolio, las revestiría con eufemismos científicos y hablaría de nutrientes, entidades que pocos (incluidos los científicos) entendían realmente, pero con la notable excepción de la sacarosa, carecían de poderosos lobbys en Washington.

La sacarosa es la excepción que confirma la regla. Sólo el poder del lobby azucarero de Washington
puede explicar el hecho de que la recomendación oficial en Estados Unidos del nivel máximo aceptable de azúcares simples en la dieta sea un pasmoso 25% de las calorías diarias. Para que se hagan una idea de lo permisivo que es eso, la Organización Mundial de la Salud recomienda que sólo un máximo del 10% de las calorías diarias provengan de azúcares añadidos, un parámetro que el lobby azucarero norteamericano ha tratado frenéticamente de invalidar. En 2004, consiguió el apoyo del Departamento de Estado de Bush para tratar de modificar esa recomendación y amenazó con presionar al Congreso para que suprimiera la financiación de la OMS a no ser que la organización se retracte.

Todos aquellos que se pronunciaron sobre la dieta norteamericana aprendieron muy bien la lección del fiasco McGovern. Cuando unos años más tarde la Academia Nacional de Ciencias estudió el asunto de la dieta y el cáncer, tuvo cuidado de formular sus recomendaciones de nutriente en nutriente en lugar de citar alimentos, para no perjudicar a los intereses de ningún poderoso negocio. Ahora sabemos que la comisión de trece científicos de la Academia adoptó este enfoque por encima de las objeciones de al menos dos de sus miembros, que argumentaron que la mayor parte de las investigaciones científicas del momento apuntaban hacia conclusiones sobre alimentos, no nutrientes.

Según T.Colin Campbell, bioquímico de la nutrición de la Universidad de Cornell que estaba en la comisión, todos los estudios de población humana que vinculaban las grasas alimenticias y los índices de cáncer mostraban que los grupos con índices más altos de cáncer consumían no sólo más grasas, sino más productos animales y menos vegetales. “Esto significaba que esos cánceres podían perfectamente estar causados por proteínas animales, por el colesterol de la dieta, por algo que se encuentra exclusivamente en alimentos de origen animal o por la ausencia de alimentos de origen vegetal”, escribió Campbell años después. Su razonamiento cayó en saco roto.

También en el caso de los “alimentos buenos”, los nutrientes ganaron la batalla: el lenguaje del
documento final destacaba los beneficios de los antioxidantes de las verduras más que las verduras en sí. Joan Gussow, nutricionista de la Universidad de Columbia e integrante de la comisión, expuso sus razones en contra de que se hiciera hincapié en los nutrientes en lugar de en los alimentos enteros: “El mensaje verdaderamente importante de la epidemiología, que era lo único en lo que podíamos basarnos, consistía en que algunas verduras y cítricos parecían proteger contra el cáncer. Pero esos apartados del informe estaban redactados como si la vitamina C de los cítricos o el beta-caroteno de las verduras fueran los responsables de ese efecto protector. Yo seguía cambiando las palabras para hablar de “alimentos que contienen vitamina C y alimentos que contienen beta-caroteno”. Porque, ¿cómo sabemos que no se trata de las otras cosas que contienen las zanahorias o el brócoli? Hay cientos de carotenos. Pero los bioquímicos tenían su respuesta: “No se pueden hacer experimentos con el brócoli”.

Así que los nutrientes se impusieron a los alimentos. El que el comité recurriera al reduccionismo científico tuvo la enorme ventaja de ser a un tiempo políticamente apropiado –en el caso de la carne y los productos lácteos- y, respecto de los herederos científicos de Justus von Liebig, intelectualmente comprensivo. Con cada capítulo dedicado a un solo nutriente, en el borrador definitivo del informe de la Academia Nacional de Ciencias, “Dieta, Nutrición y Cáncer”, se formulaban las recomendaciones en términos de “grasas saturadas”, y “antioxidantes” en vez de “carne de vacuno” y “brócoli”.

Y así, el informe de 1982 de la Academia Nacional de Ciencias contribuyó a codificar el nuevo lenguaje de la alimentación, en el que aún seguimos hablando todos. La industria y los medios de comunicación no tardaron en seguir el ejemplo, y términos como “poliinsaturado”, “colesterol”, “monosaturado”, “carbohidratos”, “fibra”, “polifenoles”, “aminoácidos”, “flavonoides”, “carotenoides”, “antioxidantes”, “prebióticos” y “fitoquímicos” pronto colonizaron gran parte del espacio cultural previamente ocupado por el material tangible antes conocido como “comida”.

Había llegado la era del nutricionismo.

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domingo, 21 de julio de 2013

La Telepatía (y 3)






(Viene de la entrada anterior)

Algunos han criticado con razón las exploraciones cerebrales porque, pese a sus espectaculares fotografías del cerebro pensante, son simplemente demasiado crudas para medir pensamientos individuales y aislados. Probablemente millones de neuronas se disparan a la vez cuando realizamos la más simple tarea mental, y la fMRI detecta esta actividad solo como una mancha en una pantalla. Un psicólogo comparaba las exploraciones cerebrales con asistir a un ruidoso partido de fútbol y tratar de escuchar a la persona que se sienta al lado.

Los sonidos de dicha persona están ahogados por el ruido de miles de espectadores. Por ejemplo, el fragmento más pequeño del cerebro que puede ser analizado con habilidad por una máquina fMRI se llama un «voxel»; pero cada voxel corresponde a varios millones de neuronas, de modo que la sensibilidad de una máquina fMRI no es suficientemente buena para aislar pensamientos individuales.

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domingo, 14 de julio de 2013

La Telepatía (2)





(Viene de la entrada anterior)

En la última década se han introducido nuevos instrumentos cuánticos que por primera vez en la historia nos permiten mirar dentro del cerebro pensante. Al frente de esta revolución cuántica están las exploraciones del cerebro por PET (tomografía por emisión de positrones) y MRI (imagen por resonancia magnética). Una exploración PET se crea inyectando azúcar radiactivo en la sangre. Este azúcar se concentra en regiones del cerebro que son activadas por los procesos mentales, que requieren energía. El azúcar radiactivo emite positrones (antielectrones) que son fácilmente detectados por instrumentos. Así, rastreando la pauta creada en el cerebro vivo, también se pueden rastrear las pautas del pensamiento y aislar las regiones precisas del cerebro que están comprometidas en cada actividad.

La máquina MRI actúa de la misma manera, excepto que es más precisa. La cabeza del paciente se coloca dentro en un intenso electroimán en forma de donut. El campo magnético hace que los núcleos de los átomos del cerebro se alineen paralelos a las líneas del campo. Se envía al paciente un pulso de radio, que hace que estos núcleos se tambaleen. Cuando los núcleos cambian de orientación emiten un minúsculo «eco» de radio que puede ser detectado, lo que señala la presencia de una sustancia particular. Por ejemplo, la actividad general está relacionada con el consumo de oxígeno, de modo que la máquina MRI puede aislar los procesos mentales apuntando a la presencia de sangre oxigenada.

Cuanto mayor es la concentración de sangre oxigenada, mayor es la actividad mental en esa región del cerebro. (Hoy «máquinas MRI funcionales» [fMRI] pueden apuntar a minúsculas regiones del cerebro de solo un milímetro de diámetro en fracciones de segundo, lo que hace que estas máquinas sean ideales para seguir la pauta de los pensamientos del cerebro vivo).

Con máquinas MRI hay una posibilidad de que algún día los científicos puedan descifrar las líneas generales de los pensamientos en el cerebro vivo. El test más simple de «lectura de la mente» sería determinar si alguien está mintiendo o no. Según la leyenda, el primer detector de mentiras del mundo fue creado por un sacerdote indio hace siglos. Metía al sospechoso en una habitación cerrada junto con un «burro mágico», y le instruía para que tirase de la cola del animal. Si el burro empezaba a hablar, significaba que el sospechoso era un mentiroso. Si el burro permanecía en silencio, entonces el sospechoso estaba diciendo la verdad. (Pero, en secreto, el viejo ponía hollín en la cola del burro).
Una vez que el sospechoso había salido de la habitación, lo normal era que proclamara su inocencia porque el burro no había hablado al tirar de su cola. Pero entonces el sacerdote examinaba las manos del sospechoso. Si las manos estaban limpias, significaba que estaba mintiendo. (A veces, la amenaza de utilizar un detector de mentiras es más efectiva que el propio detector).

El primer «burro mágico» de los tiempos modernos fue creado en 1913, cuando el psicólogo William Marston propuso analizar la presión sanguínea de una persona, que aumentaría al decir una mentira. (Esta observación sobre la presión sanguínea se remonta en realidad a tiempos antiguos, cuando un sospechoso era interrogado mientras un investigador le sujetaba las manos). La idea caló pronto, y el Departamento de Defensa no tardó en crear su propio Instituto Poligráfico.

Pero con los años se ha hecho evidente que los detectores de mentiras pueden ser engañados por sociópatas que no muestran remordimiento por sus acciones. El caso más famoso fue el del doble agente de la CIA Aldrich Ames, que se embolsó enormes sumas de dinero de la antigua Unión Soviética por enviar a numerosos agentes de Estados Unidos a la muerte y por divulgar secretos de la armada nuclear norteamericana. Durante décadas, Ames superó una batería de pruebas de detectores de mentiras de la CIA. También lo hizo el asesino en serie Gary Ridgway, conocido como el infame asesino del río Verde; llegó a matar hasta cincuenta mujeres.

En 2003 la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos publicó un informe sobre la fiabilidad
de los detectores de mentiras, con una lista de todas las formas en que los detectores de mentiras podían ser engañados y personas inocentes calificadas como mentirosas.

Pero si los detectores de mentiras solo miden niveles de ansiedad, ¿qué hay sobre medir el propio cerebro? La idea de observar la actividad cerebral para descubrir mentiras se remonta a veinte años atrás, al trabajo de Peter Rosenfeld de la Universidad de Northwestern, quien observó que registros EEG de personas que estaban mintiendo mostraban una pauta en las ondas P300 diferente de cuando estas personas estaban diciendo la verdad. (Las ondas P300 se suelen estimular cuando el cerebro encuentra algo nuevo o que se sale de lo normal).

La idea de utilizar exploraciones MRI para detectar mentiras se debe a Daniel Langleben de la
Universidad de Pensilvania. En 1999 dio con un artículo que afirmaba que los niños que sufrían de trastorno de déficit de atención tenían dificultad para mentir, pero él sabía por experiencia que esto era falso; tales niños no tenían ningún problema para mentir. Su problema real era que tenían dificultad para inhibir la verdad. «Ellos simplemente cambian las cosas», señalaba Langleben. Conjeturó que, para decir una mentira, el cerebro tiene que dejar primero de decir la verdad, y luego crear un engaño. Langleben afirma: «Cuando uno dice una mentira deliberada tiene que tener en su
mente la verdad. Eso significa que razonar debería implicar más actividad cerebral». En otras palabras, mentir es una tarea difícil.

Mediante experimentos con estudiantes universitarios en los que se les pedía que mintieran, Langleben descubrió pronto que las personas que mienten aumentan la actividad cerebral en varias regiones, incluido el lóbulo frontal (donde se concentra el pensamiento superior), el lóbulo temporal y el sistema límbico (donde se procesan las emociones). En particular, advirtió una actividad inusual en el giro cingulado anterior (que está relacionado con la resolución de conflictos y la inhibición de la respuesta).

Langleben afirma que ha alcanzado tasas de éxito de hasta un 99 por ciento al analizar sujetos en experimentos controlados para determinar si mentían o no (por ejemplo, pedía a los estudiantes universitarios que mintiesen sobre las cartas de una baraja). El interés en esta tecnología ha sido tal que se han iniciado dos aventuras comerciales que ofrecen este servicio al público. En 2007 una compañía, No Lie MRI, asumió su primer caso, una persona que estaba en pleitos con su compañía de seguros porque ésta afirmaba que él había quemado deliberadamente su tienda de delicatessen. (La exploración fMRI indicó que él no era un estafador).

Los defensores de la técnica de Langleben afirman que es mucho más fiable que el detector de
mentiras a la antigua usanza, puesto que alterar pautas cerebrales está más allá del control de nadie. Aunque las personas pueden entrenarse hasta cierto punto para controlar su pulso y respiración, es imposible que controlen sus pautas cerebrales. De hecho, los defensores señalan que en una era en la que cada vez hay más amenazas terroristas, esta tecnología podría salvar muchas vidas detectando un ataque terrorista a Estados Unidos.

Aun concediendo este éxito aparente de la tecnología en la detección de mentiras, los que critican esta técnica han señalado que la fMRI no detecta mentiras realmente, sino solo un aumento de la actividad cerebral cuando alguien dice una mentira. La máquina podría dar resultados falsos si, por ejemplo, una persona llegara a decir la verdad en un estado de gran ansiedad. La fMRI solo detectaría la ansiedad que siente el sujeto y revelaría incorrectamente que estaba diciendo una mentira. «Hay muchas ganas de tener tests para separar la verdad del engaño», advierte el neurobiólogo Steven Hyman, de la Universidad de Harvard.

Algunos críticos afirman también que un verdadero detector de mentiras, como un verdadero telépata, podría hacer que las relaciones sociales ordinarias resultasen muy incómodas, puesto que cierta cantidad de mentira es un «lubricante social» que engrasa las ruedas de la sociedad en movimiento. Por ejemplo, nuestra reputación quedaría arruinada si todos los halagos que hacemos a nuestros jefes, superiores, esposas, amantes y colegas se revelaran como mentiras. De hecho, un verdadero detector de mentiras también podría revelar todos nuestros secretos familiares, emociones ocultas, deseos reprimidos y planes secretos. Como ha dicho el periodista científico David Jones, un verdadero detector de mentiras es «como la bomba atómica, que debe reservarse como una especie de arma definitiva. Si se desplegara fuera de los tribunales, haría la vida social completamente imposible».




(Finaliza en la siguiente entrada)
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sábado, 13 de julio de 2013

La telepatía (1)


 



Históricamente, la lectura de la mente se ha visto como algo tan importante que con frecuencia se relacionaba con los dioses. Uno de los poderes más fundamentales de cualquier dios es la capacidad de leer nuestra mente y responder con ello a nuestras más profundas oraciones. Un verdadero telépata que pudiera leer mentes a voluntad podría convertirse fácilmente en la persona más rica y poderosa de la Tierra, capaz de entrar en las mentes de los banqueros de Wall Street o hacer chantaje y extorsionar a sus rivales. Plantearía una amenaza para la seguridad de los gobiernos. Podría robar sin esfuerzo los secretos más sensibles de una nación.

Aunque la ciencia ficción está llena de historias fantásticas sobre telépatas, la realidad es mucho más trivial. Puesto que los pensamientos son privados e invisibles, charlatanes y estafadores se han aprovechado durante siglos de los ingenuos y los crédulos. Un sencillo truco de salón utilizado por magos y mentalistas consiste en utilizar un gancho —un cómplice infiltrado en el público cuya mente es «leída» por el mentalista.

Las carreras de varios magos y mentalistas se han basado en el famoso «truco del sombrero», en el que la gente escribe mensajes privados en trozos de papel que luego se colocan en un sombrero. Entonces el mago procede a decir a los espectadores qué hay escrito en cada trozo de papel, lo que sorprende a todos. Hay una explicación engañosamente simple para este truco.

Uno de los casos más famosos de telepatía no implicaba a un cómplice sino a un animal, Hans el
Listo, un caballo maravilloso que sorprendió a la sociedad europea en la última década del siglo XIX. Hans el Listo, para sorpresa del público, podía realizar complejas hazañas de cálculo matemático. Si, por ejemplo, se le pedía que dividiera 48 por 6, el caballo daba 8 golpes con el casco. De hecho, Hans el Listo podía dividir, multiplicar, sumar fracciones, deletrear palabras e incluso identificar notas musicales. Los fans de Hans el Listo declaraban que era más inteligente que muchos humanos o que podía ver telepáticamente el cerebro de la gente.

Pero Hans el Listo no era el producto de un truco ingenioso. Su maravillosa capacidad para la aritmética engañó incluso a su entrenador. En 1904 el destacado psicólogo profesor C. Strumpf analizó el caballo y no pudo encontrar ninguna prueba obvia de truco u ocultación que señalara al animal, lo que aumentó la fascinación del público con Hans el
Listo. Sin embargo, tres años más tarde un estudiante de Strumpf, el psicólogo Oskar Pfungst, hizo un test mucho más riguroso y al final descubrió el secreto del caballo. Todo lo que este hacía realmente era observar las sutiles expresiones faciales de su entrenador. El animal seguía dando golpes con su casco hasta que la expresión facial de su entrenador cambiaba ligeramente, momento en el cual dejaba de dar golpes. Hans el Listo no podía leer la mente de la gente ni hacer aritmética; simplemente era un agudo observador de los rostros de las personas.

Ha habido otros animales «telepáticos» en la historia. Ya en 1591 un caballo llamado Morocco se hizo famoso en Inglaterra y ganó una fortuna para su propietario reconociendo a personas entre el público, señalando letras del alfabeto y sumando la puntuación total de un par de dados. Causó tal sensación en Inglaterra que Shakespeare lo inmortalizó en su obra “Trabajos de amor perdidos” como «el caballo bailarín».

Los jugadores también son capaces de leer la mente de las personas en un sentido limitado. Cuando
una persona ve algo agradable, las pupilas de sus ojos normalmente se dilatan. Cuando ve algo desagradable (o realiza un cálculo matemático), sus pupilas se contraen. Los jugadores pueden leer las emociones de sus contrarios con cara de póquer examinando si sus ojos se contraen o dilatan. Esta es la razón por la que los jugadores suelen llevar gafas negras para ocultar sus pupilas. También se puede hacer rebotar un láser en la pupila de una persona y analizar hacia dónde se refleja, y determinar con ello adonde está mirando exactamente. Al analizar el movimiento del punto de
luz láser reflejado es posible determinar cómo una persona examina una imagen. Si se combinan estas dos tecnologías se puede determinarla reacción emocional de una persona cuando examina una imagen, todo ello sin su permiso.

Los primeros estudios científicos de la telepatía y otros fenómenos paranormales fueron llevados a cabo por la Sociedad para las Investigaciones Psíquicas, fundada en Londres en 1882.(El nombre de «telepatía mental» fue acuñado ese año por F.W. Myers, un miembro de la sociedad). Entre los que habían sido presidentes de dicha sociedad se encontraban algunas de las figuras más notables del siglo XIX. La institución, que existe todavía hoy, fue capaz de refutar las afirmaciones de muchos fraudes, pero con frecuencia se dividía entre los espiritistas, que creían firmemente en lo paranormal, y los científicos, que querían un estudio racional más serio.

Un investigador relacionado con la sociedad, el doctor Joseph Banks Rhine, empezó el primer estudio riguroso y sistemático de los fenómenos psíquicos en Estados Unidos en 1927, y fundó el Instituto Rhine (ahora llamado Centro de Investigación Rhine) en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Durante décadas, él y su mujer, Louisa, realizaron algunos de los primeros experimentos controlados científicamente en Estados Unidos sobre una gran variedad de fenómenos parapsicológicos y los divulgaron en publicaciones con revisión por pares. Fue Rhine quien acuñó el nombre de «percepción extrasensorial» (ESP) en uno de sus primeros libros.

De hecho, el laboratorio de Rhine fijó el nivel para la investigación psíquica. Uno de sus asociados, el
doctor Karl Zener, desarrolló el sistema de cartas con cinco símbolos, ahora conocidas como cartas Zener, para analizar poderes telepáticos. La inmensa mayoría de los resultados no mostraban la más mínima evidencia de telepatía. Pero una pequeña minoría de experimentos parecía mostrar pequeñas pero apreciables correlaciones en los datos que no podían explicarse por el puro azar. El problema era que con frecuencia estos experimentos no podían ser reproducidos por otros investigadores.

Aunque Rhine intentaba establecer una reputación basada en el rigor, ésta se puso en entredicho tras un encuentro con un caballo llamado Lady Maravilla. Este caballo podía realizar desconcertantes hazañas de telepatía, tales como dar golpes sobre bloques de alfabeto de juguete y deletrear así palabras en las que estaban pensando los miembros del público. Al parecer, Rhine no sabía nada del efecto Hans el Listo. En 1927 Rhine analizó a Lady Maravilla con algún detalle y concluyó: «Solo queda, entonces, la explicación telepática, la transferencia de influencia mental mediante un proceso desconocido. No se descubrió nada que no estuviera de acuerdo con ello, y ninguna otra hipótesis propuesta parece sostenible en vista de los resultados».

Más tarde Milbourne Christopher reveló la verdadera naturaleza del poder telepático de Lady Maravilla: sutiles movimientos de la fusta que llevaba el dueño del caballo. Esas indicaciones eran la clave para que Lady Maravilla dejara de golpear con el casco. (Pero incluso después de que fuera revelada la verdadera naturaleza del poder de Lady Maravilla, Rhine siguió creyendo que el caballo era verdaderamente telépata aunque, de algún modo, había perdido su poder mental, lo que obligó al dueño a recurrir a los trucos).

La reputación de Rhine sufrió un golpe decisivo, sin embargo, cuando estaba a punto de retirarse. Estaba buscando un sucesor con una reputación sin tacha para continuar la obra de su instituto. Un candidato prometedor era el doctor Walter Levy, a quien contrató en 1973. El doctor Levy era una estrella ascendente en ese ámbito; de hecho, presentó resultados sensacionales que parecían demostrar que los ratones podían alterar telepáticamente el generador de números aleatorios de un ordenador. Sin embargo, trabajadores suspicaces del laboratorio descubrieron que el doctor Levy se introducía subrepticiamente en el laboratorio por la noche para alterar el resultado de los tests. Fue pillado con las manos en la masa mientras amañaba los datos. Tests adicionales demostraron que los ratones no poseían poderes telepáticos, y el doctor Levy se vio obligado a renunciar avergonzado a su puesto en el instituto.

El interés por lo paranormal tomó un giro importante en el apogeo de la Guerra Fría, durante la cual
se realizaron varios experimentos secretos sobre telepatía, control de la mente y visión remota. (La visión remota consiste en «ver» un lugar distante solo con la mente, leyendo los pensamientos de otros). Puerta de las Estrellas era el nombre en clave de varios estudios secretos financiados por la CIA (tales como Sun Streak, Grill Fíame y Center Lane). Los proyectos comenzaron en torno a 1970, cuando la CIA concluyó que la Unión Soviética estaba gastando 60 millones de rublos al año en investigación «psicotrónica». Preocupaba que los soviéticos pudieran estar utilizando ESP para localizar submarinos e instalaciones militares estadounidenses, identificar espías y leer documentos secretos.

La financiación de los estudios empezó en 1972, y fueron encargados a Russell Targ y Harold Puthoff, del Instituto de Investigación de Stanford (SRI) en Menlo Park. Inicialmente trataron de entrenar a un cuadro de psíquicos que pudieran introducirse en la «guerra psíquica». Durante más de dos décadas, Estados Unidos gastó 20 millones de dólares en la Puerta de las Estrellas, con más de cuarenta personas, veintitrés videntes remotos y tres psíquicos en la plantilla. En 1995, con un presupuesto de 500.000 dólares al año, la CIA había realizado centenares de proyectos que suponían miles de sesiones de visión remota. En concreto, a los videntes remotos se les pidió:

Localizar al coronel Gaddafi antes del bombardeo de Libia en 1986.
Encontrar almacenes de plutonio en Corea del Norte.
Localizar a un rehén secuestrado por las Brigadas Rojas en Italia en 1981.
Localizar un bombardero soviético Tu-95 que se había estrellado en África.

En 1995 la CIA pidió al Instituto Americano para la Investigación (AIR) que evaluara estos programas. El AIR recomendó cancelarlos. «No hay ninguna prueba documentada que tenga valor para los servicios de inteligencia», escribió David Goslin, del AIR.

Los defensores de la Puerta de las Estrellas se jactaban de que durante esos años habían obtenido resultados de «ocho martinis» (conclusiones que eran tan espectaculares que uno tenía que salir y tomarse ocho martinis para recuperarse). Sin embargo, los críticos mantenían que una inmensa mayoría de los experimentos de visión remota daba información irrelevante e inútil, y que los pocos «éxitos» que puntuaban eran vagos y tan generales que podían aplicarse a cualquier situación; en definitiva, se estaba malgastando el dinero de los contribuyentes. El informe del AIR afirmaba que los «éxitos» más espectaculares de la Puerta de las Estrellas implicaban a videntes remotos que ya habían tenido algún conocimiento de la operación que estaban estudiando, y por ello podrían haber hecho conjeturas informadas que parecieran razonables.

Finalmente, la CIA concluyó que la Puerta de las Estrellas no había producido un solo ejemplo de
información que ayudara a la agencia a guiar operaciones de inteligencia, de modo que canceló el proyecto. (Persistieron los rumores de que la CIA utilizó videntes remotos para localizar a Sadam Husein durante la guerra del Golfo, aunque todos los esfuerzos fueron insatisfactorios).

Al mismo tiempo, los científicos estaban empezando a entender algo de la física que hay en el funcionamiento del cerebro. En el siglo XIX los científicos sospechaban que dentro del cerebro se transmitían señales eléctricas. En 1875 Richard Caton descubrió que colocando electrodos en la superficie de la cabeza era posible detectar las minúsculas señales eléctricas emitidas por el cerebro. Esto llevó finalmente a la invención del electroencefalógrafo (EEG).


En principio, el cerebro es un transmisor con el que nuestros pensamientos son emitidos en forma de minúsculas señales eléctricas y ondas electromagnéticas. Pero hay problemas al utilizar estas señales para leer los pensamientos de alguien. En primer lugar, las señales son extremadamente débiles, en el rango de los milivatios. En segundo lugar, las señales son ininteligibles, casi indistinguibles de ruido aleatorio.

De este barullo solo puede extraerse información tosca sobre nuestros pensamientos. En tercer lugar, nuestro cerebro no es capaz de recibir mensajes similares de otros cerebros mediante estas señales; es decir, carecemos de antena. Y, finalmente, incluso si pudiéramos recibir esas débiles señales, no podríamos reconstruirlas. Utilizando física newtoniana y maxwelliana ordinaria no parece que sea posible la telepatía mediante radio.

Algunos creen que quizá la telepatía esté mediada por una quinta fuerza, llamada la fuerza «psi». Pero incluso los defensores de la parapsicología admiten que no tienen ninguna prueba concreta y reproducible de esta fuerza psi.

Pero esto deja abierta una pregunta: ¿qué pasa con la telepatía que utilice la teoría cuántica?


((Continúa en la siguiente entrada))
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jueves, 11 de julio de 2013

La meca de la hamburguesa


McDonald´s es la más importante cadena de hamburgueserías y restaurantes de fast-food y junk food de todo el mundo, iniciada en 1940 con un pequeño drive-in abierto en la localidad californiana de San Bernardino por los hermanos Richard y Maurice McDonald.

En 1955, el industrial Ray A.Kroc compró el nombre comercial de ese establecimiento, así como su secreto de elaboración de hamburguesas –un bocadillo de carne picada también de origen estadounidense, inventado por un ciudadano americano de origen hamburgués, aunque parece tener antecedentes en la región báltica, donde surgió como adaptación del tradicional steak tartar de los tártaros-. La nueva cadena de establecimientos de comida rápida adoptó el famoso emblema de la marca –un doble arco dorado- y la extendió en muy pocos años por todo el mundo.

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El Archivo Mormón de Granite Mountain




El archivo de Granite Mountain, gestionado por los mormones, está excavado en las profundidades de una montaña de Utah, y las visitas del público o de periodistas rara vez se autorizan. A lo largo de los años este secretismo ha levantado sospechas acerca de por qué la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es tan celosa de su intimidad. La iglesia, por su parte, justifica el acceso limitado a sus instalaciones por motivos de seguridad.

Granite Mountain contiene un almacén excavado en sus profundidades donde se guarda una enorme cantidad de documentos relacionados con la Iglesia mormona, sus actividades, su estructura y su historia. También contiene un archivo de información genealógica sin parangón en el mundo. Se dice que guarda más de 35.000 millones de datos genealógicos y casi dos millones y medio de rollos de microfilm –y cada año se va incrementando con 40.000 rollos más-. El archivo tiene a 50 personas contratadas para catalogar, almacenar, copiar y, desde 2002, digitalizar el archivo.

La historia de la Iglesia mormona comienza en Nueva York durante la década de 1820 con un hombre llamado Joseph Smith, que aseguraba haber tenido unas visiones. Según él, en una de ellas un ángel le llevaba a la ladera de un monte en donde se encontraba enterrado un libro escrito en tablas de oro. En 1830 publicó El Libro de Mormón, del que dijo que era la traducción de estas tablas, y fundó una nueva iglesia basada en sus enseñanzas. Todavía se conserva algo más de una cuarta parte del manuscrito original de Smith, y se guarda en Granite Mountain.

El movimiento se extendió rápidamente, pero a menudo entraba en conflicto con algunos ciudadanos debido a sus creencias poco ortodoxas –entre las cuales se encontraba la poligamia-. El propio Smith falleció a manos de una masa enfurecida en Illinois en 1844. El liderazgo de los mormones pasó a manos de Brigham Young, quien trasladó la iglesia a Salt Lake City (Utah), que ha sido desde entonces su hogar espiritual.

Las creencias mormonas enfatizan las relaciones con los ancestros, por lo que la iglesia comenzó a
acumular registros genealógicos a finales del siglo XIX. En los años treinta del pasado siglo, comenzó a microfilmar estos datos y una década más tarde ya tenía más de 100.000 rollos que necesitaban ser urgentemente almacenados en un lugar permanente. Se consideraron varios sitios en Salt Lake City, pero se desestimaron hasta que un arquitecto que vivía en Little Cottonwood Canyon propuso excavar en Granite Mountain. No solo sería una ubicación de máxima seguridad, dijo, sino que ofrecería la posibilidad de controlar la temperatura, una de las mayores preocupaciones de los encargados del archivo.

Las obras empezaron en mayo de 1960 y se excavaron túneles abovedados a 250 metros de la cima de la montaña y hasta 700 metros de profundidad. Se construyeron tres corredores principales para llegar al archivo y cuatro túneles que atravesaban estos pasillos transversalmente. Las galerías se forraron de cemento y acero (según varios testigos, están pintados de bonitos tonos pastel) y se hicieron seis cámaras que también se forraron de acero –el proyecto le costó a la iglesia dos millones de dólares-. El complejo tiene una superficie de más de 6.000 metros cuadrados. En la entrada, unas enormes puertas que pesan entre 9 y 14 toneladas y que pueden soportar un ataque nuclear ayudan a impedir el acceso a intrusos.

El material se guarda en unos archivadores de más de tres metros de altura. El traslado de los
microfilmes comenzó en 1963 y el archivo ya era totalmente operativo en el año 1965. La montaña no solo ofrece protección ante un posible ataque nuclear, sino que también preserva de desastres naturales como incendios o terremotos. La iglesia sostiene que la mejor manera de proteger el material es limitando estrictamente el contacto humano. Por este motivo las visitas guiadas están prohibidas, ya que cosas como las marcas de dedos, el polvo o las fibras de la ropa podrían ser una amenaza para su contenido. Desde 2001 los avances tecnológicos han permitido mantener el archivo a una temperatura constante de 13 ºC y un 35% de humedad.

En 2010, 300 millones de registros de Granite Mountain fueron publicados en Internet y quedaron a disposición de investigadores y del público en general, como un gesto de mayor transparencia. Aun así, el nivel de seguridad que mantiene el archivo lleva a algunos a preguntarse qué otros secretos se ocultan dentro de la montaña.

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