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domingo, 22 de septiembre de 2013

El origen de la lavadora





¿Cómo se las arreglaba el ama de casa antes de que se inventara la lavadora? En la Roma clásica el lavado de la ropa era atendido por lavanderías públicas a menudo ubicadas junto a los caminos. La ropa se pisaba en tanques de agua de la misma manera que la uva en los lagares para hacer vino. Quien no podía pagar este servicio hacía su propia colada. Lo corriente era embadurnar la ropa sucia en barro y golpearla contra los cantos rodados de la orilla del río hasta arrancar la suciedad. Luego se emplearon palas de madera, y más tarde apareció la tabla de lavar, donde se volteaba una y otra vez la prenda.

La tina de madera para el lavado de la ropa fue solución muy recurrida en la Edad Media: se trataba de cubetas a modo de cajas que se llenaban de agua caliente jabonosa, donde la ropa se meneaba una y otra vez con palas; también se empleó la batidora o prensa para la ropa. Pero durante mucho tiempo la colada se hizo a mano, colocándose la ropa en un cubo y agitándola con un removedor. Era el procedimiento más común.

¿Cuándo empezó a sofisticarse un poco la cosa? El procedimiento del lavado comenzó a ser estudiado hacia 1677 por un noble londinense llamado John Hoskins, de quien escribió el científico inglés Robert Hooke, amigo suyo, muy impresionado por algo que vio en su casa:

“Tiene el caballero Hoskins un procedimiento para lavar las telas finas, y en meterlas dentro de una bolsa de cordel de fusta sujeta por un extremo y retorcida por una rueda y cilindros sujetos al otro extremo. Gracias a ello las telas más sutiles se lavan al retorcerlas sin que se dañen”.

El invento de Hoskins alivió los problemas derivados del fétido olor de los vestidos cortesanos, olor que hacía irrespirable el aire de los salones cerrados en bailes y recepciones de gala palaciega. Aquellos vestidos no se lavaban, por impedirlo la naturaleza de sus telas y terciopelos. Las señoras vestían los trajes un número limitado de veces y los abandonaban cuando el olor los hacía insoportables. También se optaba por regalarlos a sirvientas y doncellas de confianza que al vestirlos no decían que estaban tan elegantes como sus señoras, sino que olían como ellas.

Hoskins no solucionó el problema, fue la suya sólo una ocurrencia ingeniosa de difícil aplicación. Hoskins sólo estaba interesado en solucionar el problema de su casa, cosa que logró, pero lo ingenioso de su idea resultaba impracticable a gran escala.

A fin de dar con un remedio práctico el ingeniero británico John Tyzacke patentó en 1691 en Londres
una lavadora industrial para eliminar del tejido los restos del proceso de fabricación, invento que acabó con el hervido de las prendas en calderas gigantes donde eran removidas con palas manejadas por un par de fornidos operarios, proceso que se sustituyó por palas accionadas a manivela mientras el tejido hervía en gigantes calderos de cobre. Aunque todavía no se había descubierto la relación existente entre la suciedad y la salud, entre los gérmenes y la enfermedad, la gente se daba cuenta de que el tejido tratado con la fórmula de Tyzacke tenía dos ventajas: tardaban más en oler mal y resultaban más suaves al contacto con el cuerpo.

Pero aquello no era una lavadora familiar, no estaba concebida para que las amas de casa la tuvieran en su casa. Eso sucedió a mediados del XIX; fue entonces cuando cristalizó la idea de colocar la ropa dentro de una caja de madera y voltearla mediante una manivela o manubrio que la hiciera girar. Era un paso más hacia la solución definitiva del problema del lavado de la ropa, paso que hizo trascendental, en 1858, un fabricante de Pensilvania llamado Hamilton Smith. Fue él quien construyó la primera lavadora de tambor, y se basó para ello en trabajos previos de un empapelador londinense llamado Henry Sidgier. El artilugio
consistía en un tambor de madera que giraba merced a una manivela conectada que removía la ropa en el interior de una pila de agua de forma hexagonal y facilitaba el lavado. A aquella máquina añadió William Thomas en 1884 un procedimiento para calentar el agua con gas, dando lugar a la primera lavadora de agua caliente, de la que decía la publicidad del momento: “Su funcionamiento es tan sencillo que hasta un niño puede lavar seis sábanas en quince minutos; las ropas quedan más blancas con esta máquina que con cualquier otra, y además duran más del doble”.

El anuncio no buscaba desbancar rival alguno, ya que era la primera lavadora de esas características en el mercado; pretendía sólo introducir el producto, poner en el ánimo de las amas de casa la lavadora de Morton. Si pensamos en la lavadora moderna que incluye secado y diferentes programas, la lavadora de Morton nos parece una pieza de arqueología. Y lo es: se trataba de un artilugio muy primitivo, pero era mejor que la cubeta de vapor e infinitamente más cómodo que ir al río o a los lavaderos públicos, como se hizo entre los siglos XVI y XIX.

No hubo nada mejor que ofrecer hasta 1906, en que se aplicó a aquel artefacto un motorcito,
iniciativa de un fabricante de Chicago, Alva J.Fisher y comercializada por la empresa Hurley Machine Company bajo la marca Thor. Pero aquellos primeros motores se colocaban externamente y debajo del cubo, y como a menudo entraba agua originaba peligrosas descargas eléctricas: las amas de casa se acercaban a aquellos artilugios con precaución.

Las cosas fueron así hasta que en 1920 se implantó el tambor mecánico y nació la lavadora moderna. En 1924, la compañía Savage Arms Corporation, de Nueva York, fabricó una lavadora eléctrica combinada con un secador giratorio, expulsando el agua mediante el centrifugado, mejora que no se valoró en su tiempo.

Hasta 1939 no aparecieron lavadoras verdaderamente automáticas, con mandos de tiempo, ciclos de lavado variables y niveles de agua prefijados. En la década de 1960 se hablaba ya de lavadora automática y aparecieron también las máquinas de tambor horizontal que acabaron con los dolores de espalda. El invento estaba perfeccionado y se convertía en un electrodoméstico tan valioso que incluso conoció el tratamiento artístico a manos del escultor Arman, que hacía espectaculares monumentos utilizando sólo tambores de lavadoras que recuperaba de las chatarrerías.

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