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miércoles, 23 de octubre de 2013

La Caza de Brujas en Estados Unidos (2)






(Viene de la entrada anterior)

El 26 de marzo de 1947, el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes (HUAC por sus siglas en inglés) se reunió para escuchar el testimonio público de J.Edgar Hoover, director del FBI. Fue un momento épico en la vida de éste. Tenía entonces 52 años y llevaba dirigiendo el FBI casi un cuarto de siglo. Era el rostro del anticomunismo en Estados Unidos.

Hoover declaró aquel día al Congreso y al pueblo estadounidenses que el Partido Comunista, impulsado por los sueños de dominación mundial de la Rusia soviética, se estaba introduciendo en las estructuras sociales y políticas de Estados Unidos con la misión de subvertir el país, y que la administración de Truman no se estaba tomando en serio la amenaza. “El comunismo, en realidad, no es un partido político –declaró-. Es una forma de vida, una forma de vida maligna y diabólica. Revela una condición semejante a la enfermedad que se propaga como en una epidemia, y, como en una epidemia, es necesaria una cuarentena para impedir que infecte a la nación”.

Sobre el papel, el Partido Comunista podía parecer una fuerza insignificante en la política
estadounidense –Hoover dijo que tenía 74.000 miembros-, pero explicó que su influencia era infinitamente mayor: “Por cada miembro del Partido hay otros diez preparados, dispuestos y capaces de hacer el trabajo del Partido. Aquí reside la mayor amenaza del comunismo, ya que éstas son las personas que se infiltran y corrompen diversas esferas de nuestro modo de vida.”.

Hoover proclamó su apoyo político al Comité de Actividades Antiamericanas y a sus miembros en la guerra contra el comunismo. Ahora formaban un equipo. El FBI reuniría pruebas en secreto, trabajando por el “implacable procesamiento” de los subversivos. El Comité haría su mayor contribución por medio de la publicidad, lo que Hoover denominaba “la revelación pública de las fuerzas que amenazan a Estados Unidos”.

Aquel día Hoover rompió con la más alta autoridad del país. Durante el siguiente cuarto de siglo y hasta el día de su muerte, solo obedecería las órdenes ejecutivas cuando considerara oportuno. Su testimonio fue un acto de desafío a la administración de Truman, una declaración de que Hoover ahora se había aliado con los enemigos políticos más acérrimos del presidente en el Congreso.

Él estaba por encima de los poderes presidenciales. Cinco días antes, después de meses de presión por parte de Hoover, Truman había firmado una orden ejecutiva disponiendo la que sería la mayor investigación gubernamental de toda la historia de Estados Unidos: el Programa Federal de Lealtad y Seguridad. El FBI comprobaría los antecedentes de más de dos millones de funcionarios públicos y realizaría profundas investigaciones de las vidas personales y las creencias políticas de más de 14.000 de ellos. El programa no desvelaría la presencia de ningún espía soviético en el aparato del Estado (aunque se procesaron y despidieron a 378 personas); sin embargo, la caza de los desleales se extendería a todo el sistema político estadounidense.

A estas acciones se asociaron las labores de investigación y seguimiento realizadas por el FBI, cuyos informes permanecieron en secreto para mantener el anonimato de las confidencias o acusaciones de lo que generalmente se conoció como el grupo de soplones, agentes infiltrados en determinados ámbitos que delataban a los elementos más sospechosos. En el proceder de los agentes policiales y del Comité, se institucionalizó la noción de la duda razonable, lo que permitió procesar a los investigados cuando no existían las pruebas suficientes para demostrar los hechos por los que estaban acusados.

A mediados del verano de 1948, el poder político de Harry Truman estaba en su nivel más bajo.
J.Edgar Hoover sabía cómo trabajar en secreto. Pero en esta ocasión escogió la publicidad. Así como antaño había utilizado el cine para acrecentar el poder y la reputación del FBI en la guerra contra los gángsteres de la década de 1930, ahora utilizó a los políticos, los periódicos y la televisión en la guerra contra el comunismo. Su estrategia no tenía nada que ver con el cumplimiento de la ley: sus testigos no eran fiables; la información que recababa mediante escuchas telefónicas sin orden judicial y micrófonos ilegales resultaba inadmisible, y los cables descifrados eran demasiado secretos para compartir su contenido.

Pero Hoover sabía el modo de emplear la inteligencia como instrumento de guerra política. A tal fin, preparó una poderosa arma para los republicanos y los cazadores de rojos del Congreso, quienes, a su vez, asestaron un duro golpe al presidente y los demócratas.

Envió al subdirector Lou Nichols, que gestionaba el departamento de relaciones públicas del FBI y actuaba como enlace entre Hoover y el Congreso, a reunirse con miembros y colaboradores del HUAC, así como de un subcomité de investigación del Senado. Nichols, que llevó un montón de expedientes secretos y confidenciales del FBI, filtró los nombres de dos informadores del FBI a los congresistas y sus colaboradores. Su trabajo no era un secreto en Washington: el periodista sensacionalista Drew Pearson no tardó en divulgar que Nichols entraba y salía de la sede central del HUAC “como una pelota de bádminton animada”.

El 31 de julio de 1948, Elizabeth Bentley compareció ante el HUAC. No era precisamente el testigo ideal. El FBI la había considerado poco fiable durante años; desde 1942 hasta 1944, sus afirmaciones sobre el espionaje soviético se habían archivado en la “caja de los chiflados”. Su testimonio resultaba inutilizable en un tribunal de justicia debido a su inestabilidad y a su alcoholismo Cualquier juicio basado en su testimonio conduciría “a una absolución en circunstancias muy embarazosas”, según advertía un colaborador de Hoover.

Sin embargo, Hoover la envió al Congreso. Allí habló largo y tendido de su trabajo como correo para el servicio de inteligencia soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Dio nombres: 32 en total, entre ellos el subsecretario del Tesoro, Harry Dexter White; siete miembros del personal del cuartel general de la Oficina de Servicios Estratégicos de “Wild Bill” Donovan, incluido el secretario personal de Donovan, Duncan Chaplin Lee; y varios personajes de la administración de Roosevelt, desde las fuerzas armadas hasta la Casa Blanca. Aunque una gran parte de su testimonio fuera de oídas, aquella fue la primera revelación pública que tuvo el gobierno estadounidense de que había sido infiltrado por espías soviéticos. Y aquel conocimiento vino de Hoover.

Al día siguiente, el Comité citó a un jefe de redacción de la revista “Time” llamado Whittaker Chambers.

Chambers solía decir la verdad, pero no toda la verdad, cuando estaba bajo juramento. Había contado
ya su historia al FBI y al subsecretario de Estado, A.A.Berle, más de seis años antes. Por entonces, el FBI había escuchado a Chambers con incredulidad. Hoover y sus hombres simplemente no podían aceptar la palabra de un hombre que antes había sido un comunista comprometido. Pero ahora lo hicieron.

Tenía un aspecto ajado y los ojos enrojecidos y su historia resultó fascinante. Se había afiliado al Partido Comunista en 1925, y en la década de 1930 había sido agente de la inteligencia soviética durante seis años. Explicó que los soviéticos habían tenido espías en puestos destacados en la administración de Roosevelt. Uno de ellos fue Laurence Duggan, un jefe de la división latinoamericana del Departamento de Estado que había trabajado en la formación del Servicio Especial de Inteligencia del FBI. El otro era Alger Hiss, otra figura destacada del Departamento de Estado, que ahora dirigía el Fondo Carnegie para la Paz Internacional. El presidente del Fondo era John Foster Dulles, que sería el próximo secretario de Estado si los republicanos conquistaban la presidencia en noviembre.

La mañana del 3 de agosto de 1948, el investigador jefe del Comité de Actividades Antiamericanas, Robert Stirpling, llevó a Chambers a una sala de audiencias cerrada para iniciar el interrogatorio. Primera pregunta: ¿había sido Chambers “consciente en algún momento, cuando era miembro del Partido Comunista, de la supuesta red de espionaje, que se estaba organizando o que funcionaba en Washington”?

“No, no lo fui”, contestó Chambers.

Aquello era una mentira descarada. Pero cuando el Comité se reunió en público aquella mañana ante una multitud de periodistas y fotógrafos en la sala de audiencias del Comité de Mediación y Arbitraje, el mayor escenario público del Capitolio, Chambers cambió su declaración. Dijo que había pertenecido “a una organización clandestina del Partido Comunista de Estados Unidos” desde 1932 hasta 1938. Nombró a ocho miembros de la red; el nombre más conocido era, con mucho, el de Alger Hiss.

Alger Hiss, de la Oficina de Asuntos Políticos Especiales del Departamento de Estado era una figura
emergente en la diplomacia estadounidense. Había estado en Yalta mientras Roosevelt, Churchill y Stalin trataban de organizar el mundo de la posguerra. Llevaba diez años como agente comunista infiltrado en el gobierno de Estados Unidos.

“El objetivo de aquel grupo por entonces no era principalmente el espionaje –explicó Chambers-. Su objetivo original era la infiltración comunista del gobierno estadounidense. Pero el espionaje era sin duda uno de sus objetivos a la larga”. Este era un aspecto crucial. La infiltración y la influencia política invisible eran inmorales, pero posiblemente no ilegales. En cambio, el espionaje era traición, y tradicionalmente se castigaba con la muerte.

La diferencia no pasó desapercibida al miembro más inteligente del HUAC. El congresista Richard Nixon formuló a Chambers las preguntas más incisivas de la jornada. Él sabía cuáles eran las preguntas exactas que había que plantear porque conocía las respuestas de antemano. Llevaba cinco meses estudiando los archivos del FBI por cortesía de J.Edgar Hoover. Nixon lanzó su carrera política gracias a su encarnizada persecución de Hiss y los comunistas secretos del New Deal.

Truman, que ridiculizaba a los cazadores de rojos como Nixon, denunció la persecución de Hiss. Pero ni una sola vez criticó a Hoover en público: no se habría atrevido a ello.

Las acciones de los agentes federales y del Comité no se limitaron a las personas individuales, sino también a numerosos grupos y partidos políticos a los que se consideraba de dudoso patriotismo. El partido comunista americano no estuvo prohibido legalmente hasta 1954, pero por las acciones de las que fue objeto, es como si lo hubiera estado desde el principio. Desde luego, no todo era limpio en ese partido. En 1948, once de sus dirigentes fueron arrestados y condenados a prisión bajo la acusación de organizar y fomentar una conspiración para derribar al gobierno americano. El Tribunal Supremo confirmó la sentencia.

Los motivos para mirar con desconfianza al comunismo no se limitaron al mencionado arriba y al ya expuesto de Alger Hiss. En 1950, Klaus Fuchs confesó a los británicos que había espiado para los soviéticos y que había pasado los secretos de la bomba atómica a Moscú; de entre sus confidentes o colaboradores en Estados Unidos, figuraban Harry Gold y David Greenglass, que implicaron al matrimonio Rosenberg.

El físico Julius Rosenberg y su esposa fueron acusados de haber entregado al vicecónsul soviético en
Nueva York, A.Jakovlev, información acerca de la bomba atómica, que habrían obtenido del centro nuclear de Los Álamos. El proceso, iniciado en 1950, tuvo una resonancia espectacular en la vida de Estados Unidos; después de un controvertido y discutido desarrollo legal, la pareja fue condenada a muerte en 1951 y ejecutada en 1953.

Los casos Hiss y Rosenberg causaron una inmensa conmoción en la sociedad norteamericana, dieron mayor fuerza a los que defendían la tesis de que los comunistas estaban profundamente infiltrados en las instituciones del país, justificando un endurecimiento de la batalla interior. Y aquí entra McCarthy.

Como dijimos, durante sus dos primeros años como senador su trayectoria fue bastante anodina, a no ser por su encendida defensa de un grupo de soldados nazis de las Waffen SS acusados de perpetrar la matanza de Malmedy, argumentando –sin presentar prueba alguna- que sus testimonios habían sido obtenidos bajo tortura. Fue en febrero de 1950 cuando comenzaría a pronunciar firmes denuncias sobre la infiltración comunista en la Administración norteamericana aprovechando la inicial campaña puesta en marcha por la Administración Truman.

McCarthy logró unir muchas voluntades y apoyos con su demagogia fácil y un tono de voz sin fuerza, monocorde y repetitivo, nada parecido al de un líder carismático. Según las encuestas de 1953, nada menos que el 60% de los norteamericanos apoyaban al Comité de Actividades Antiamericanas y la labor de McCarthy. Las clases medias norteamericanas, desilusionadas por las sucesivas crisis y por las debilidades mostradas por la Administración frente al fortalecimiento del enemigo exterior, inmersas en una campaña en la que tantas veces habían reclamado su participación, vieron en McCarthy al hombre que debía encabezar con fuerza la defensa de los valores esenciales de Estados Unidos.

La cosa comenzó en febrero de 1950, cuando pronunció un discurso en el club de Mujeres Republicanas de Wheeling, Virginia Occidental. Aunque no existen grabaciones del mismo, parece que sacó una hoja de papel que dijo que contenía una lista de 205 comunistas que trabajaban para el Departamento de Estado. Tiempo después McCarthy comentaría que aquella carta, objeto de un inmenso debate histórico, había sido enviada en 1946 por el Secretario de Estado al congresista Adolph J.Sabath. En aquella carta se decía que una investigación interna había resultado en la recomendación de despido para 284 personas, de las que, en el momento del discurso, 79 ya habían sido expulsadas de su puesto de trabajo. Lo cierto es que McCarthy fue cambiando el número de sospechosos y parece que la lista procedía de una investigación llevada a cabo por el FBI unos años antes.

Las acusaciones de McCarthy provocaron la formación de un Subcomité de Investigación en el
Senado, presidido por el senador Millard Tydings, para verificar dichas acusaciones. El número inicial de sospechosos a investigar era de 81, pero McCarthy añadió rápidamente varias docenas de nombres hasta sumar 159. En su momento, ninguno de los acusados fue condenado por la Subcomisión y ello dio motivos para calificar a McCarthy de paranoico que veía comunistas donde había sólo gente de carácter liberal o incluso indiferente. La desclasificación de documentos en los archivos soviéticos –como el archivo Venona (archivo de la Internacional Comunista mantenido en Moscú)- arrojó nueva luz sobre el asunto.

De los 159 sujetos de la lista, los archivos soviéticos proporcionaron evidencia de que nueve eran efectivamente espías al servicio del KGB. Muchos otros pueden, como mínimo, ser considerados riesgos para la seguridad, gente que no sólo entonces sino ahora, nunca serían admitidos a trabajar para agencias gubernamentales de carácter “sensible”. Entre esas personas se encontraba gente con historial de irresponsabilidad financiera y adicción al juego, personas con parientes viviendo en países hostiles a Estados Unidos y vulnerables al chantaje y simpatía probada hacia una potencia extranjera considerada enemiga, lo que en la Guerra Fría incluía a todos aquellos que tuvieran inclinaciones comunistas. De hecho, la desclasificación de archivos ha puesto de manifiesto que varios centenares de norteamericanos que espiaron para la URSS durante las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo, eran miembros –incluso en secreto- del Partido Comunista de Estados Unidos.

Muchos de las listas de McCarthy tenían en su historial factores que podían suponer un riesgo de seguridad. Unos pocos habían sido miembros del Partido Comunista o la Liga de Jóvenes Comunistas. Muchos habían pertenecido a organizaciones alineadas con el mencionado partido y en algunos casos su pertenencia había sido reciente o todavía en vigor. En otros casos, la inclusión en la lista fue incidental, como en el caso de Herbert Fierst, quien se relacionaba en su trabajo con varias personas que tenían lazos con el espionaje soviético.

Pero todo esto no se sabría más que con el tiempo. Mientras tanto, el inicio de la Guerra de Corea, en junio de 1950, con la invasión de Corea del Sur por parte de las tropas comunistas de Corea del Norte y la implicación de Estados Unidos en el conflicto unos meses después, dieron fuerzas renovadas a las acciones de McCarthy. La campaña del senador acusando al Subcomité del Senado de blandura frente al comunismo tuvo una incidencia directa en las elecciones, en donde logró presentar tantas acusaciones contra el presidente de ese Subcomité, Tydings, que cayó derrotado en aquéllas.

McCarthy tenía una gran habilidad para manejar a la prensa, a la radio y a la televisión, en donde realizaba acusaciones complejas mezclando burdamente diferentes asuntos, desde los desastres en la contención comunista exterior de los demócratas hasta los datos de las actividades comunistas en diferentes partes del país. Durante veinte años de traición –utilizando las palabras de McCarthy, los demócratas dirigidos por Roosevelt y Truman, habían conspirado para entregar América y el mundo a los rojos, habían entrado en la Segunda Guerra Mundial para ayudar a Rusia y cedieron todo a Stalin en Yalta. Harry (como llamaba a Truman) había cedido China a los comunistas y había planteado la Guerra de Corea de tal forma que ésta sólo podía acabar en una derrota. La teoría de la conspiración tendría sin lugar a dudas un papel fundamental en la victoria del candidato republicano a presidente, Dwight D.Eisenhower, en 1952. 



(Finaliza en la siguiente entrada)

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