span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} saber si ocupa lugar: La Caza de Brujas en Estados Unidos (y 3)

viernes, 25 de octubre de 2013

La Caza de Brujas en Estados Unidos (y 3)






(Viene de la entrada anterior)

El anticomunismo estadounidense alcanzó su apogeo bajo el mandato de Eisenhower. Los hombres de Hoover investigaban a los candidatos a toda una serie de puestos que iban desde el de embajador en el extranjero hasta el de asesor del Congreso. Y supervisaban las purgas de seguridad interna en todo el gobierno, destruyendo vidas y carreras basándose en sospechas de deslealtad o de homosexualidad.

En el Congreso, tres comisiones de investigación colaboraban ahora con el FBI en su lucha contra la amenaza comunista. El Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes perseguía a los izquierdistas de Hollywood y denunciaba a los simpatizantes entre el clero. El Subcomité de Seguridad Interna del Senado perseguía las intrigas soviéticas en las Naciones Unidas y a los simpatizantes comunistas en los cuerpos docentes universitarios. Y, por último, el Subcomité de Investigaciones del Senado se hallaba ahora bajo el mando de un nuevo presidente, el senador Joseph McCarthy, ensalzado y aclamado en la Convención Republicana como un verdadero héroe nacional.

McCarthy llevaba tres años en pleno apogeo. Debía una parte de su fama y poder a su uso y abuso de informes del FBI proporcionados por los agentes de enlace en el Congreso de Hoover. McCarthy y su principal investigador, un antiguo miembro del FBI llamado Don Surine, leían páginas y páginas de informes de la Oficina sobre la amenaza comunista. A su vez, Surine mantenía informado a Hoover sobre el trabajo de McCarthy.

El orden de su razonamiento era el siguiente: el comunismo es malo y quienes trafican con ese mal 
son ilegítimos y deben ser excluidos del mercado de ideas y del mercado de trabajo. En Washington, McCarthy dirigió una extensa y pública investigación del personal de La Voz de América, que no dio por resultado el descubrimiento de ningún comunista pero, en cambio, provocó el despido o la renuncia de muchos de sus empleados. Para control de las oficinas de empleo en la industria se establecieron listas negras de personal sospechoso. Las bibliotecas de todo el país, con la prohibición de algunos libros y revistas, no pudieron escapar del ambiente dominante de presión y censura. En algunos casos, como ocurriera con la biblioteca de la ciudad de San Antonio (Texas), dos de los libros prohibidos fueron “La Teoría de la Relatividad” de Einstein y “La montaña mágica”, de Thomas Mann.

En 1952 se aprobó la Internal Security Act (lo Ley McCarran, por el nombre de su impulsor. Era ésta
una ley sobre Seguridad Interna que permitía el registro y vigilancia de aquellas asociaciones que se hallasen bajo sospechas de realizar actividades subversivas. Incluso dos senadores de tendencias liberales, como Hubert Humphrey y Herbert Lehman, propusieron la apertura de reservas territoriales vigiladas para aislar y recluir a los subversivos en caso de conflicto. El veto ejercido por el Presidente a estas dos medidas, no muy distantes de la idea de abrir campos de concentración, fue el último intento de la Administración Truman para guardar un equilibrio entre la defensa de los derechos individuales y las exigencias de la seguridad nacional.

La ley McCarran tendría su continuidad en una segunda ley aprobada en 1952 y asociada a ésta, la Inmigration and Nationality Act, también vetada por el Presidente, según la cual se exigía a todos los visitantes extranjeros la prestación de una prueba de lealtad. Ambas leyes serían confirmadas por el Tribunal Supremo. Estas medidas legislativas de contenido anticomunista se prolongarían en los años siguientes, destacando de entre todas ellas, por su contenido simbólico, la confirmación constitucional que realizó el Tribunal Internacional de Justicia en 1951, de una ley de 1940 por la que se prohibía la enseñanza del pensamiento de Marx y Lenin en todos los niveles educativos.

Los ataques del senador McCarthy eran imprecisos y dispersos, pero en ocasiones, cuando los
informes del FBI hacían su pulso firme, su puntería era certera. A veces daba en el blanco, como cuando amenazó con revelar el hecho de que la CIA tenía a un empleado muy bien retribuido que había sido detenido por actividades homosexuales, o cuando intentó arrancar una declaración a un funcionario del Fondo Monetario Internacional que el FBI sospechaba que era un agente soviético.

Hoover entendía a McCarthy. A un periodista le dijo: “Lo veo como un amigo, y creo que él me ve así también. Seguramente es un hombre polémico. Es serio y honesto. Tiene enemigos. Cada vez que ataques a los subversivos de cualquier clase, comunistas, fascistas, o hasta el Ku Klux Klan, vas a ser víctima de la crítica más extremadamente feroz que puede hacerse. Yo lo sé bien”.

Pero cuando McCarthy empezó a arañar los pilares de la seguridad nacional, Hoover hubo de luchar para controlar el daño que el senador infligía al anticomunismo y al gobierno estadounidenses.

En el verano de 1953, el senador comenzó a planear un ataque inquisitorial contra la CIA. McCarthy lanzó acusaciones de pertenencia al Partido comunista o de actividad comunista encubierta contra empleados de la CIA en las sesiones ejecutivas de su comité de investigación. Allen Dulles, el director de la Agencia, estaba profundamente desconcertado: McCarthy le había advertido de que la CIA no era “ni sacrosanta ni inmune a la investigación”.

Los agentes de Hoover le dijeron que “el senador McCarthy había encontrado que la CIA resultaba un “objetivo” muy jugoso”. El enlace del FBI en el Congreso, Lou Nichols, informó de que el senador y su personal habían reunido a “31 testigos potencialmente amistosos” dispuestos a declarar contra 59 empleados y agentes de la CIA.

Los objetivos de McCArthy incluían a James Kronthal, un jefe de delegación de la CIA homosexual sospechoso de haber sucumbido al chantaje soviético, que se suicidaría durante la investigación; un segundo agente de la CIA que mantenía “una relación íntima” con Owen Lattimore, un funcionario del Departamento de Estado falsamente acusado por McCarthy de ser el principal espía soviético en Estados Unidos; y varios empleados de la CIA sospechosos de “alcoholismo, perversión, relaciones sexuales extramatrimoniales, delitos de narcóticos y uso indebido de fondos de la CIA”.

Muchas de las acusaciones de McCarthy se derivaban directamente de borradores de informes del FBI aún no confirmados, entre ellos rumores de tercera mano. Receloso ante la revelación masiva de expedientes del FBI, Hoover mandó aviso al senador de que echara el freno. Lejos de ello, McCarthy recargó su arma y apuntó de nuevo. Esta vez, contra el ejército, un terreno especialmente sensible.

El 12 de octubre de 1953, el senador dio comienzo a una semana de audiencias a puerta cerrada en
relación con las sospechas de espionaje soviético en el centro del Cuerpo de Señales del Ejército en Fort Monmouth, New Jersey, donde había trabajado Julius Rosenberg. Este era ingeniero electrotécnico en el Cuerpo de Señales cuando el FBI se enteró de que era un comunista encubierto. Se sospechaba que siete ingenieros que trabajaban con radares y radios en el Cuerpo de Señales eran miembros de la red de espionaje atómico, y cuatro de ellos todavía andaban sueltos el día en que murieron los Rosenberg.

El senador había obtenido un resumen de tres páginas de una carta de 1951 de Hoover al general Alexander R.Bolling, el jefe de la inteligencia militar, donde se nombraba a 35 trabajadores de Fort Monmouth como presuntos subversivos. Un especialista en radar y un ingeniero electrónico no tardaron en ser despedidos porque habían conocido de antes a Julius Rosenberg. Otros 33 fueron suspendidos mientras duraran las investigaciones de seguridad. Pero el ejército no encontró a ningún espía entre ellos.

La furia de McCarthy se desbordó. Se había creado el marco idóneo para las que se darían en llamar “Audiencias Ejército-McCarthy”, que constituirían el primer gran acontecimiento informativo en vivo en la historia de la televisión. El espectáculo alcanzó su punto álgido el 4 de mayo de 1954. McCarthy sacó su copia de la carta de Hoover sobre los 35 presuntos subversivos de Fort Monmouth y se la arrojó al atildado secretario del Ejército. Hoover se sintió incomodado al ver a McCarthy esgrimir públicamente la carta: no había muchas personas que supieran que el senador había disfrutado de acceso a sus archivos secretos.


Como a la postre el senador no consiguió más que algunos titulares, se centró en Irving Peress, un
dentista de Nueva York que había sido reclutado en 1952 y ascendido a comandante en noviembre de 1953. Resultó que Peress era miembro del izquierdista Partido del Trabajo Americano y se había negado a responder las preguntas referentes a su filiación política en un impreso. Los mandos superiores de Peress recibieron la orden de retirarlo del ejército en 90 días.

Posteriormente, en enero de 1954, McCarthy lo citó ante el Subcomité que presidía, donde Peress se negó a responder acogiéndose a la quinta enmienda. McCarthy entonces escribió una carta al Secretario de Defensa Robert Stevens, exigiendo que Peress fuera sometido a una corte militar. Pero aquel mismo día, Peress presentó su renuncia al Ejército, que le fue concedido con honores. Esto enfureció al senador y sus seguidores anticomunistas, que preguntaban airados: “¿Quién ha ascendido a Peress?”. En realidad, su ascenso se había acogido a la Ley Doctor Draft, que el mismo McCarthy había votado en su día.

Cuando el 18 de febrero de 1954 llamó a declarar al Subcomité al general Zwicker, un héroe de la 2ª Guerra Mundial y superior de Peress, lo maltrató de forma humillante diciéndole que tenía la inteligencia de un niño de cinco años y que no era digno de llevar el uniforme.
Semejante abuso causó un hondo malestar en todos los sectores, desde los propios militares a la prensa pasando por senadores de ambos partidos y veteranos. Cuando McCarthy obligó al Secretario de Defensa Robert T.Stevens a firmar un acuerdo en virtud del cual se plegaba a la mayoría de las demandas del primero, la paciencia de las altas esferas comenzó a llegar al límite. 


En ese momento, Hoover y el presidente Eisenhower llegaron a la conclusión de que el ataque de McCarthy al ejército y a la CIA estaba subvirtiendo la causa del anticomunismo. A instancias de ambos, el fiscal general Brownell promulgó una resolución señalando que la posesión por parte de McCarthy de la carta de Hoover constituía un uso no autorizado de información clasificada, un delito federal. McCarthy respondió haciendo un llamamiento a todos y cada uno de los dos millones de funcionarios públicos de Estados Unidos para que le enviaran todos los secretos que tuvieran sobre corrupción, comunismo y traición. Eisenhower, furioso, promulgó un decreto estableciendo que ningún miembro del poder ejecutivo del Estado respondería al requerimiento de declarar ante el Congreso sobre ningún asunto y en ningún momento, lo que constituiría la reivindicación más radical de privilegios para el ejecutivo de toda la historia de la presidencia estadounidense.

Las presiones sobre McCarthy se incrementaron. Bebía bourbon por la mañana y vodka por la noche, dormía dos o tres horas antes de acudir a la televisión nacional para arremeter contra los comunistas clandestinos del gobierno estadounidense. El drama que se representaba en televisión era tremendo, pero no lo era menos el juego que se desarrollaba entre bastidores.

A esto se unió la petición televisada de McCarthy para poder hacer públicos los archivos del FBI
sobre sus víctimas. Eisenhower se encolerizó. El senador pensaba ir aún más lejos. Había llegado a su conocimiento la Operación Keelhul, un vergonzoso acuerdo en virtud del cual Eisenhower, antiguo jefe supremo de las fuerzas aliadas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, había dejado en manos de los ejércitos soviéticos a millares de anticomunistas rusos y húngaros aun a sabiendas de que serían deportados o incluso fusilados. No sólo lo conocía sino que además estaba dispuesto a sacarlo a la luz pública pidiendo explicaciones por tan miserable comportamiento, mantenido éste por un personaje que, por aquel entonces, era presidente.

La respuesta de Eisenhower fue inmediata. Convocó a los altos mandos del Ejército para preparar su ofensiva contra McCarthy, pero no de manera directa, sino utilizando la vieja técnica de la desautorización. El 8 de junio, en la Casa Blanca, Eisenhower les dijo a sus ayudantes: “Muchachos, estoy convencido de una cosa. Cuanto más podamos hacer que McCarthy amenace con investigar nuestra inteligencia, más apoyo público vamos a conseguir. Si hay alguna forma de que pueda engañarle para que renueve su amenaza, estaré encantado de hacerlo y lograr que haga tal cosa”.

Hoover les dijo a sus hombres que pusieran fin a cualquier clase de colaboración con el senador. Sin la guía de los archivos del FBI, McCarthy se quedó encallado. La CIA, por su parte, inició una operación destinada a confundirle. Uno de los hombres de McCarthy había intentado chantajear a un agente de la CIA, diciéndole que, o bien proporcionaba a McCarthy documentos clasificados de la CIA en privado, o McCarthy le destruiría a él en público. Allen Dulles y su experto en contrainteligencia, Jim Angleton, aconsejaron al agente de la CIA en cuestión que proporcionara desinformación a McCarthy sobre el comunismo en las fuerzas armadas estadounidenses, con la idea de confundirle y engañarle justo cuando su confrontación con el ejército se acercaba a su punto culminante.

El 9 de junio de 1954, McCarthy cayó. El tema del día era su vana búsqueda de espías en Fort Monmouth. El abogado de McCarthy, Roy Cohn, se enfrentaba al abogado del ejército en la audiencia, Joe Welch. Este le estaba machacando, y Cohn parecía un sapo en las garras de un águila. McCarthy, exhausto y con resaca, acudió en su defensa. Cohn había hecho un trato con Welch: si el ejército no preguntaba cómo Cohn había evitado el servicio militar en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, una pregunta que no tenía una buena respuesta, McCarthy no sacaría el tema de Fred Fisher. Welch había mantenido su palabra. Pero ahora McCarthy la rompió. Posiblemente pocas personas entre la enorme audiencia televisiva habían oído hablar de Fisher, un abogado republicano del bufete de Welch. McCarthy, con una voz que destilaba veneno, lo mencionó como miembro del Gremio Nacional de Abogados, “el baluarte legal del Partido Comunista”. Fisher se había unido a dicho gremio en la Facultad de Derecho de Harvard, y lo había dejado poco después de la licenciatura.

Luego McCarthy se volvió contra Welch: “No creo que usted ayudara nunca a sabiendas a la causa comunista. Creo que la ayuda involuntariamente cuando trata de convertir esta audiencia en una parodia”.

Welch se quedó perplejo, pero no mudo. Su reproche resonó con fuerza: “Dejemos de arruinar a este muchacho (Fisher), senador. ¿Es que no tiene ningún sentido de la decencia, señor? ¿Finalmente no le queda ningún sentido de la decencia?”.

Se preparó un dossier contra sus colaboradores, Roy Cohn y G.David Schine, acusando al senador de haber presionado al Ejército para que el último, entonces un soldado raso, recibiera trato de favor. De la noche a la mañana, McCarthy se convirtió en el investigado por su propio Subcomité Permanente de Investigaciones, cuyas audiencias comenzaron en abril de 1954.

Las sesiones, que duraron 36 días, fueron televisadas y seguidas por 20 millones de espectadores. La conclusión a que llegaron, tras escuchar a 32 testigos, fue que McCarthy no había tomado parte en las presiones, pero que Cohn había “persistido en ellas de forma agresiva”. McCarthy –que ya era un alcohólico por aquella época- fue exculpado de los cargos en su contra pero poco después, el Senado, harto de sus filípicas y métodos le censuró (por 67 votos a 22) por “conducta impropia de un miembro del Senado”.

Además, su actuación ante las cámaras bajo otra luz hizo que aquellos que seguían las audiencias
contra él por televisión lo vieran como un individuo agresivo, matón, orgulloso y poco honesto. Su popularidad en las encuestas se desplomó. Y, en medio del torbellino, se encontró también abandonado por sus propios colegas. Sus continuas investigaciones sobre la lealtad de sus compañeros políticos, ridiculizando públicamente a través de los medios de comunicación a altos funcionarios, no sólo habían dejado de tener utilidad para los republicanos después de ganar las elecciones, sino que se habían vuelto contra el propio partido. Un buen número de republicanos, incluido el propio presidente, tan sólo habían tolerado a McCarthy, sintiéndose incómodos ante sus excesos; pero su tolerancia había llegado a su fin.

El propio Eisenhower presionó al senador Everett Dirksen para que abandonara la colaboración con McCarthy; movió a medios afines para denigrarlo (con sangrantes caricaturas y rumores sobre su supuesta –y falsa- homosexualidad- y, finalmente, llegó a un acuerdo con un ambicioso político del partido demócrata llamado Lyndon B.Johnson para iniciar la confrontación contra su compañero de filas.

Sus últimos años fueron los de una sombra política cada vez más alterada psicológicamente. Tras su censura, continuó con su labor senatorial durante otros dos años y medio, pero su carrera estaba arruinada. Sus colegas en el Senado lo evitaban, sus discursos ante una Cámara semivacía los pronunciaba entre las muestras de desinterés de los oyentes. La prensa, que antes había reproducido cada una de sus frases, se olvidó de él.

Las tesis de McCarthy fueron probablemente exageradas, su paranoia excesiva, su egocentrismo colosal y sus métodos repulsivos, pero en la actualidad, conforme se van desclasificando archivos secretos, algunos historiadores van tomando conciencia de que la infiltración comunista en las instituciones norteamericanas era más profunda de lo que se había supuesto en un principio aunque no tanto como avisaban los extremistas como McCarthy.

Éste, sin embargo, fue sólo una figura más, ruidosa eso sí, en un movimiento mucho más amplio. Como Truman confesaría en sus memorias, su Administración había ayudado a crear un “monstruo ideológico que interesaba en ese momento a todo el país, pero sin percibir, si se administraba por locas manos, hasta dónde podía llegar”. Es posible, como señalan algunos estudiosos, que las medidas anticomunistas adoptadas por las Administraciones de Estados Unidos en el periodo 1946-1955, fruto de la evolución de los acontecimientos internacionales, fueran más importantes que la escénica actuación de McCarthy.

No hay comentarios: