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domingo, 3 de noviembre de 2013

Materiales no biodegradables y tóxicos - Desechos letales


En las últimas décadas, nuestro planeta se enfrenta a un problema con el que no había contado hasta la aparición de nuestra especie. La industria ha crecido de manera espectacular en la mayoría de los países de todo el mundo, llevando los peligrosos restos de su imparable crecimiento incluso a lugares a los que aún no ha llegado. Los residuos tóxicos amenazan con destruir la vida.

La Naturaleza ha operado siempre de forma equilibrada por medio de sus complejos y eficientes sistemas de reciclaje y equilibrio. En un bosque, por ejemplo, los árboles y las plantas se nutren del suelo, mientras, a su vez, se convierten en nutrientes de animales u hongos. Éstos, junto a los propios vegetales, devuelven materiales al suelo para cerrar el ciclo y comenzar de nuevo.

En un sistema de este tipo, no hay residuo que no sea reutilizado por la Naturaleza, es decir, el material es siempre el mismo aunque con diferente aspecto: se trata de un sistema cerrado. La industria, sin embargo, utiliza un sistema abierto en el que la energía utilizada deja unos residuos, tanto sólidos –cenizas o residuos radiactivos- como gaseosos –dióxido de carbono o de azufre-, que, por lo general, no son vueltos a utilizar como materia prima.

Por tanto, cuanto mayor es la producción, mayor es el volumen de desechos, lo que genera un doble
problema. Por un lado, la mayoría de estos residuos es totalmente ajena a la Naturaleza, por lo que ésta no es capaz de digerirlos y permanecen durante mucho tiempo sin degradarse: las latas, los vidrios, los plásticos o los neumáticos de un automóvil pueden acumularse durante largos años creando un problema inicial de espacio. Por otro lado, una parte muy importante de los residuos industriales es muy tóxica, con lo que cualquier tipo de vida puede ser destruida en un plazo de tiempo más o menos corto.

Un ejemplo tristemente famoso de este fenómeno es el acontecido en la bahía de Minamata, en Japón, en la que eran vertidos de forma sistemática residuos químicos con ligeros contenidos de mercurio. Esto originó un incremento en los niveles de mercurio de las aguas de la bahía, desencadenando un proceso de concentración en toda la cadena alimentaria. Al aumentar la concentración de mercurio a medida que unos animales iban comiéndose a otros –tanto más cuanto más alta era su posición en la cadena-, el eslabón superior –es decir, la población humana de aquella zona que se dedicaba fundamentalmente a la pesca- se vio trágicamente afectado. Como consecuencia, numerosas personas murieron, quedando paralíticas o sufrieron graves afecciones nerviosas.

No todos los desechos tardan el mismo tiempo en degradarse. Ese tiempo depende del tipo de
material y de las condiciones ambientales en que se hayan depositado las basuras. La temperatura y humedad del suelo, el grado de acidez, la disponibilidad de oxígeno, la cantidad de basura y la naturaleza de los microorganismos descomponedores son factores que influyen en los procesos de biodegradación. En un sitio seco, por ejemplo, el papel tarda más tiempo en degradarse que en un lugar húmedo. El corazón de una manzana, en cambio, tarda mucho más tiempo en desaparecer en lugares fríos –donde la escarcha del suelo ralentiza la capacidad descomponedora de los microorganismos que en él habitan- que allí donde el clima es más cálido. El vidrio tal vez constituye el caso más alarmante, ya que necesita muchos miles de años para degradarse. Los arqueólogos han hallado utensilios de vidrio del año 2000 antes de Cristo.

A modo orientativo, éste es por término medio el tiempo que necesitan para degradarse algunos desechos de materiales cotidianos:

-Papel: alrededor de tres medes.
-Un billete de metro: 3 o 4 meses –más si lleva una banda magnética-.
-Un cigarro con filtro: 1 o 2 años
-Un chicle: 5 años
-Una lata de refresco: 10 años
-Un utensilio de plástico: 100 años
-Una botella de vidrio: más de 4.000 años.

Otro fenómeno que normalmente no es tenido en cuenta a la hora de intentar paliar los efectos de la industria en el medio es el de la sinergia: existen productos que, aunque no supongan un peligro importante para los seres vivos cuando se encuentran de forma aislada, pueden ser extremadamente tóxicos cuando actúan de manera conjunta. Cerca de 60.000 sustancias artificiales diferentes son producidas en todo el mundo, por lo que la probabilidad de que dos de esos compuestos decidan formar una pareja letal es bastante elevada.

Existe, además, otro factor que normalmente se pasa por alto: el factor tiempo. Lo que hoy no es
peligroso no quiere decir que mañana no lo sea. Por ejemplo, se ha descubierto que el DDT debilita hasta tal punto la cáscara de los huevos de las aves que muchas de ellas están comprometiendo muy seriamente su futuro como especie. Curiosamente, el descubridor del DDT recibió el premio Nobel apenas treinta años antes de que su producto fuera prohibido por sus propiedades letales.

Los pingüinos de la Antártida poseen concentraciones de DDT en la gruesa capa de grasa que les sirve de aislante. Nadie es capaz de predecir las consecuencias de esas concentraciones de DDT a largo plazo, es decir, cuando esa grasa sea asimilada y fluya por todo el organismo cargada de veneno.

La enorme cantidad de desechos, tanto urbanos como industriales, ha obstruido el estrecho sumidero con el que cuenta la Naturaleza para reciclar o asimilar. Dado que, además, una buena parte de esos productos no es biodegradable, la velocidad de crecimiento de la basura genera un problema de acumulación que ha venido resolviéndose de manera torpe: utilizando el mar como un enorme vertedero.

Durante el año 1990, se produjo la muerte de miles de delfines listados (Stenella cueruleolaba) en el Mediterraneo occidental. Dado que los productos organoclorados –como el DDT- afectan al sistema inmunológico de muchas especies, la mayoría de los científicos coincide en que el virus causante de la muerte de los delfines actuó de forma letal como consecuencia de sus debilitados sistemas inmunológicos.

El DDT acumulado en la grasa de los pingüinos antárticos, la muerte de los delfines listados del Mediterráneo o la catástrofe de Minamata demuestran que los océanos, por muy grandes que puedan parecernos, no son sacos sin fondo.

La contaminación radiactiva es especialmente peligrosa. Procedente de antiguas pruebas nucleares, fugas en buques o submarinos propulsados por energía nuclear y, sobre todo, de los vertidos procedentes de grandes plantas de procesamiento nuclear, la contaminación radiactiva puede esparcirse de manera rápida desde los fondos, debido a la circulación natural de las masas de agua. La cadena alimentaria se ve rápidamente afectada y las consecuencias, incluso para el hombre, son devastadoras.

El dióxido de carbono está modificando el clima y acelerando un cambio climático cuyas
consecuencias no están haciéndose esperar. Este mismo peligroso gas es también el responsable –junto al cloro emitido a la atmósfera- del deterioro de la capa de ozono. Por si no fuera todo esto suficiente, nuestro planeta se está rodeando de una especie de cinturón de chatarra como consecuencia de la puesta en órbita de una legión de satélites artificiales con diversos fines.

La capacidad de colonización del ser humano parece ilimitada. Casi tanto como su capacidad para hacer evidente tales colonizaciones. La tierra, los océanos, el aire, e incluso el espacio exterior, llevan la huella imborrable, sucia y tóxica de nuestra ambición y de nuestro despilfarro.

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