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lunes, 29 de diciembre de 2014

El Opus Dei - El legado de Escrivá de Balaguer




El Opus Dei es un instituto de sacerdotes y laicos fundado en 1928 por el hoy beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Para sus adeptos, se trata de una organización de cristianos de toda clase y profesión reunidos para vivir las virtudes cristianas con intensidad. Para sus detractores, si la religión fuera el opio del pueblo, el Opus Dei sería heroína pura: una secta opresiva, elitista, materialista y sexista que se halla en decadencia.

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sábado, 27 de diciembre de 2014

Toyo Ito – De la evanescencia a la solidez


Toyo Ito ha sido capaz de proyectar edificios con los elementos más sutiles e inaprensibles de la naturaleza. La evanescencia del viento, la transparencia del agua y sus reflejos, los flujos líquidos o los destellos luminosos. Estos fenómenos y elementos naturales son metáforas y evocaciones que necesariamente se expresan en la arquitectura a través de la corporeidad del aluminio, la nitidez del cristal e, incluso, con la solidez del acero o el hormigón, que ejercen sus funciones de esqueleto estructural sustentante.

La de Toyo Ito es una arquitectura conceptual que evoca la desmaterialización del edificio, la transformación del espacio en luz, a la vez que diluye los límites entre el interior y el exterior. Comparte esa mágica aspiración de la arquitectura de privilegiar la inmaterialidad de la luz, como ocurre en las catedrales góticas, pero también su concepción, plenamente contemporánea, ha explorado la disolución del mundo físico en el mundo virtual, buscando en la arquitectura un correlato del universo digital.

Toyo Ito nació en 1941 en Seúl (Corea del Sur) y se graduó en arquitectura en la Universidad Nacional de Tokio en 1965. Recibió la herencia de las utopías tecnológicas del grupo Metabolista japonés, la enseñanza estructural de Arata Isozaki y el rigor constructivo de Kazuo Shinohara. Su arquitectura funde la alta tecnología con el concepto tradicional japonés de la luz y la penumbra, la búsqueda de la transparencia y lo translúcido, la pureza arquitectónica lograda con exquisita sensibilidad nipona.

Sus obras evocan tanto la hipermodernidad de las metrópolis japonesas, como un arcano interés por las culturas primitivas, especialmente las nómadas. Así, la Torre de los Vientos de la estación de autobuses en Yokohama (1986), proyectada para guiar a esa población errante de las ciudades contemporáneas, se convierte en un faro que absorbe y transmite energía mediante elementos de chapa y espejos móviles, fusionando los elementos naturales con las nuevas tecnologías: luces de neón, anuncios comerciales y enormes pantallas de proyección.

El arquitecto japonés cerró el siglo XX con el legado de una obra que se ha convertido en una
referencia indispensable para los innovadores del futuro: la Mediateca de Sendai (1995-2000). Aquí culmina esa peculiar e íntima fusión de tecnología y naturaleza tan característica de su quehacer. La transparencia es absoluta y la estructura evoca las formaciones orgánicas de los huesos o los árboles. Como dice Toyo Ito: “No hay mejor arquitectura que la de un árbol”, algo que ya demostrara mucho antes Antonio Gaudí, arquitecto admirado por el japonés, en sus famosas columnas de doble giro de la Sagrada Familia.

El edificio de Sendai, que logró permanecer en pie tras el tsunami de 2011, tiene una estructura arborescente, con pilares huecos que sugieren imágenes orgánicas, como los bosques de bambú o el movimiento de las algas marinas, pero que son en realidad haces de tubos de acero estructural soldados entre sí, como el tramado de las cestas, y que aportan a la vez resistencia y fluidez al edificio. Una estructura hipermoderna que, como decimos, remite a metáforas orgánicas, a un origen natural de la arquitectura.

Esa consideración de que el árbol es el esquema radical de toda arquitectura ha derivado en muchas
ramificaciones creativas en la arquitectura de Toyo Ito. Además de en la Mediateca de Sendai, esta imagen se encuentra presente de modo más literal en el Pabellón de Japón de la Bienal de Venecia de 2012, de madera desbastada de troncos de árboles. También en España, en el parque de La Gavia de Madrid, significativamente conocido como “árboles en el agua”, y en las Torres Porta Fira de l´Hospitalet (2004-2010), donde el tronco arbóreo se tiñe de rojo y tierra. En la tienda Tod´s de Tokio la estructura, genialmente llevada a los muros de cerramiento del edificio, se inspira en la complicada geometría de las ramas y troncos de nueve árboles.

Con este sentido orgánico de la arquitectura, Toyo Ito es capaz de levantar un edificio en pleno paseo de Gracia de Barcelona, los apartamentos Suites Avenue (2009), casi enfrente de la Pedrera, y lograr evocar el mismo dinamismo, casi cataclismo, que el referente gaudiano, pero él lo hace con una fachada ondulada con franjas de acero nacaradas. No se trata tanto de imitar la naturaleza, sino de expresar su flujo energético, su poder creativo. Por eso la arquitectura de Toyo Ito consigue evocar los paseos por el bosque, para deambular, pararse, descansar y reflexionar, quizás, sobre el sutil equilibrio entre evanescencia y solidez como esencia de la arquitectura, e incluso de la vida.

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¿Cuánto puede sudar el cuerpo humano antes de deshidratarse?




Depende del tamaño, de la condición física y de la hidratación de la persona en cuestión, pero es posible sudar mucho antes de que se produzca un golpe de calor y nos vayamos al otro barrio.

Después de todo, tenemos unos tres millones de glándulas sudoríparas en nuestro cuerpo (la mayor concentración se halla en la palma de las manos), y una persona normal que está trabajando duramente transpira entre 0.7 y 1.5 litros en una hora. De hecho, si nos conectaran a una cinta de correr y nos suministraran líquido de forma regular, podríamos estar sudando eternamente.

La gente muy activa suele sudar entre 1.5 y 1.8 litros en una hora, mientras que un triatleta puede producir hasta 4 litros de sudor en el mismo periodo.

En el Ironman Hawaii, los participantes transpiran unos 15 litros mientras corren en la maratón, nadan 3.9 km y pedalean 180,2 km. Tras perder entre un 3 y un 5% de nuestro peso corporal, el proceso de transpiración comienza a ralentizarse. Se ha demostrado que el cuerpo humano continúa sudando por mucho que se haya deshidratado. Mientras el hipotálamo siga enviando impulsos a las glándulas sudoríparas, seguiremos transpirando. Si se interrumpe el proceso, entonces es que algo muy grave está pasando.

La clave de la transpiración es mantener el cuerpo frío. Es algo vital: si la temperatura interior supera los 40ºC, el cuerpo empieza a sobrecalentarse hasta el punto de desnaturalizar sus proteínas. Cuando esto sucede, las membranas de los tejidos pierden su integridad y las sustancias empiezan a filtrarse. Los intestinos pueden descargar bacterias en el flujo sanguíneo y el cuerpo entra en estado de shock. Para entonces quizá estaremos ya inconscientes, incluso en coma. Y aunque la gente muere por hipertermia, es muy improbable que se deba a una falta de sudor. Incluso en los casos más extremos es imposible transpirar toda el agua de nuestro cuerpo. La gente no se seca del todo hasta que muere.

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domingo, 21 de diciembre de 2014

La Hipótesis Gaia – La Tierra, un sistema vivo autorregulado




En 1972, el científico británico James Lovelock y la bióloga estadounidense Lynn Margulis expusieron la llamada Hipótesis Gaia, según la cual, nuestro planeta se comporta como un ecosistema gigantesco en el que la comunidad biótica y las características físicas y químicas del entorno interaccionan y evolucionan al unísono. La Tierra, por tanto, no es un mero soporte para que la vida se manifieste, sino un todo hermosamente vivo.

Vista desde el espacio, con toda su brillante belleza destacando sobre el oscuro fondo del infinito, la Tierra se muestra como un planeta diferente: parece estar viva. Las grandes masas de agua que la rodean y su particular atmósfera contrastan con el aspecto apagado e inexpresivo de Venus o Marte, sus planetas vecinos, carentes de vida.

Esta diferencia, vista a través de otras radiaciones de onda que el ojo no percibe, es aún mayor. Por ejemplo, la salida de radiación infrarroja, es decir, su pérdida de calor, es menor de lo que cabría esperar de un planeta que ocupara esa posición en el Sistema Solar o de un mundo que no fuese más que un conjunto de rocas desnudas. La Tierra parece tener una atmósfera que retiene la cantidad justa de calor para que la vida en ella sea posible.

A principios de los años sesenta, la NASA solicitó la colaboración de James Lovelock, un científico británico interdisciplinar que, en su faceta de físico, realizó importantes trabajos, como el de la detección de concentraciones extremadamente pequeñas –trazas- de sustancias químicas mediante
una técnica analítica llamada “detector de captura de electrones”. Esta técnica permitió descubrir que los plaguicidas y otros residuos altamente tóxicos estaban presentes en toda criatura viviente de este mundo.

La NASA solicitó la ayuda de Lovelock para intentar averiguar la existencia de vida en Marte. Lovelock sugirió que para ello bastaría con analizar la composición química de la atmósfera del planeta, ya que el aire de un planeta muerto tiene una composición cercana a lo que se llama estado químico de equilibrio, es decir, un estado en el que todas las reacciones químicas posibles entre los gases han ocurrido ya.

Un planeta que tuviera vida –como el nuestro- tendría una atmósfera muy distinta, puesto que los organismos vivos están obligados a utilizar el aire como fuente de materia prima y como depósito de sus productos residuales. Esta utilización del aire es posible gracias, precisamente, a un estado de desequilibrio en el que los gases oxidantes –como el oxígeno o el dióxido de carbono-y los reductores –como el metano y el hidrógeno- forman una mezcla altamente reactiva con una gran cantidad de
energía disponible.

Lovelock sabía que la atmósfera de la Tierra era una mezcla de gases, inestable y extraordinaria, cuya composición se había mantenido constante durante grandes periodos de tiempo. Partiendo de este dato, comenzó a preguntarse si sería posible que el planeta no sólo hiciera la atmósfera, sino que también la regulara, manteniéndola en una composición constante y favorable para los organismos. La hipótesis Gaia comenzaba a gestarse.

Los antiguos griegos llamaron Gaia a la diosa de la Tierra. Esta diosa, cariñosa, femenina y nutricia, también era cruel y despiadada con todo aquel que no viviera en armonía con el planeta. Gaia parecía encajar con la idea que Lovelock tenía acerca de la Tierra y que, más tarde, daría nombre a la hipótesis que, junto a la bióloga estadounidense Lynn Margulis, expondría en 1972. Esta hipótesis, en palabras del propio Lovelock, propone que “la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener a nuestro planeta sano mediante el control del ambiente físico-químico”; es decir, la Tierra es un superecosistema –no un superorganismo- que regula o mantiene el clima o la composición atmosférica a un nivel óptimo para sí misma.

La hipótesis considera, además, que la evolución de los organismos está tan estrechamente relacionada con la evolución de su medio ambiente físico y químico que ambas forman un único proceso evolutivo. Por tanto, las rocas, el aire y los océanos no son producto sólo de la geología, sino también una consecuencia de la presencia de la vida.

A través de la incesante actividad de los organismos vivos, las condiciones fisicoquímicas del planeta
se han mantenido favorables para la vida durante los últimos 3.600 millones de años. Toda especie que afecte negativamente al medio ambiente, haciéndolo menos favorable, será expulsada de la misma manera que, para un darwinista, los miembros menos adaptados al medio no superarán el definitivo examen de la selección natural.

Una de las analogías que más ayudan a explicar Gaia es la que propuso el físico estadounidense Jerome Rothstein durante una conferencia titulada “¿Es la Tierra un organismo vivo?, celebrada en 1985. Para Rothstein, la forma que todos reconocemos como viva más parecida a Gaia es la secuoya (Sequoia gigantea). Estos árboles son verdaderos gigantes de lignina y celulosa, capaces de alcanzar 100 metros de altura y más de 2.000 kilogramos de peso. Las secuoyas, que, en ocasiones, cuentan con más de 6.000 años de edad, son una de las especies más grandes y longevas que puedan admirarse como un organismo vivo completo.

La secuoya, sin duda, está viva, pero más del 95% de su madera está muerta. Sólo una fina capa
circundante de células vivas –el llamado cambium- que el árbol presenta bajo su corteza, lo mantiene vivo y en crecimiento. De forma similar, la Tierra tiene su propio cambium formado por una fina capa superficial de organismos vivos –de la que los seres humanos somos sólo una ínfima parte- que se extiende por su superficie. Ni el aire de encima ni las rocas de abajo están vivos, pero protegen a esa fina película de vida del hostil medio ambiente externo.

Además, a excepción de un escaso 1%, los gases del aire son enteramente producidos por los organismos vivos de la superficie terrestre. Al igual que la corteza de una secuoya, que crece para proteger y mantener a las células vivas del árbol, el aire ha aumentado en composición para sustentar un clima y un medio ambiente químico favorables para la vida.

La hipótesis de Lovelock no se entiende si no es desde una perspectiva holística en la que el todo es
algo más que la suma de las partes. El paradigma reduccionista de la ciencia más ortodoxa con el que Gaia choca casi frontalmente adopta un enfoque de “abajo arriba” al que se le escapa la cualidad y la esencia misma del sistema como un todo a fuerza de separar sus piezas para comprender sus características individuales. La medicina moderna, por ejemplo, comienza a reconocer a la mente y al cuerpo como parte de un sistema en el que el estado de cada uno puede afectar a la salud del otro.

Como consecuencia, para Lovelock nace una nueva ciencia adaptada a las necesidades de Gaia: la
Geofisiología. De la misma forma que la Fisiología es la ciencia de la medicina que adopta un enfoque holístico de los sistemas de los organismos vivos, la Geofisiología se ocupa de cómo funciona la Tierra viva e ignora las tradicionales divisiones entre la evolución de las piedras y la evolución de la vida como hechos separados.

Sin embargo, pocos científicos comparten el punto de vista de Lovelock. El argumento contrario es que los procesos geológicos producen, independientemente, condiciones favorables para la vida, la cual simplemente se adapta a estas condiciones.

No obstante, en la raíz de la controversia, aparece un problema aparentemente simple pero de difícil solución como es el de la definición de la vida. Todos saben qué es, pero pocos –si es que existe alguno- han ofrecido una definición que satisfaga a la mayoría. Lovelock se defiende de aquellos que consideran que su hipótesis carece de rigor científico o que tan sólo es una metáfora o una fantasía argumentando que si sus colegas son incapaces de ponerse de acuerdo en una definición de la vida, su objeción a Gaia no puede ser ni mucho menos científica.

Lovelock ha llenado los últimos años de su vida pensando, sintiendo e incluso gozando del
convencimiento de que Gaia, nuestro planeta, está, en cierto modo, hermosamente viva. Tal vez no como la veían los antiguos –una diosa sensible con propósito y premeditación-, sino como un árbol, un árbol real que nunca se mueve por voluntad propia, pero que conversa constantemente con la luz del Sol y con la Tierra para –en palabras del propio Lovelock- “crecer y cambiar tan imperceptiblemente que, para mí, el viejo roble sigue igual que cuando yo era un niño”.

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lunes, 15 de diciembre de 2014

Si el Sol desapareciera, ¿durante cuánto tiempo quedaría vida en la Tierra?





Si el Sol se “apagara” (lo que es físicamente imposible), la Tierra seguiría caliente –al menos en comparacion con el universo que la rodea- durante algunos millones de años más. Pero nosotros, los habitantes de la superficie, sentiríamos el frío mucho antes.

En una semana, la temperatura global de la superficie de la Tierra bajaría hasta los -17,8ºC. En un año, hasta los -129º C. Las capas superiores de los océanos se congelarían pero, como si fuera una ironía apocalíptica, el hielo aislaría las aguas profundas y evitaría que los océanos se congelaran por completo durante cientos de miles de años. Millones de años después, nuestro planeta estaría muy cerca del cero absoluto, a unos estables -240ºC. A esa temperatura, el calor que desprendería el núcleo del planeta sería el mismo que la Tierra irradiaría al espacio.

Aunque algunos organismos que viven en la corteza terrestre sobrevivirían, gran parte de la vida solo disfrutaría de una corta existencia postsolar. En la oscuridad, la fotosíntesis no podría producirse, y la mayoría de plantas se morirían en unas semanas. Los árboles más grandes, sin embargo, podrían sobrevivir varias décadas, gracias a su lento metabolismo y a sus sustanciales reservas de azúcar. Con la base de la cadena alimentaria fuera de combate, la mayoría de los animales morirían enseguida, pero los carroñeros que se alimentaran de los restos muertos aun podrían sobrevivir hasta que el frío los congelara.

Los humanos podrían vivir en submarinos en las partes más profundas y calientes de los océanos, pero una opción más atractiva serían los hábitats con energía nuclear o geotérmica. Un buen lugar para irse de acampada: Islandia. La isla ya calienta del 87% de su hogar con energía geotérmica y las personas aún podrían aprovechar el calor volcánico durante cientos de años.

Por supuesto, el Sol no solo calienta la Tierra; también mantiene al planeta en órbita. Si su masa desapareciera de repente (lo que es igualmente imposible, por cierto, porque, ¿adónde iría?), el planeta saldría disparado, como una bola atada a una cuerda que se suelta de repente.

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jueves, 11 de diciembre de 2014

Los materiales de construcción – Una variedad creciente




Frank Lloyd Wright decía que “para el artista creador cada material expresa su propio mensaje”. Para comprender ese mensaje, es necesario meditar sobre las propiedades de cada uno de ellos hasta empaparse de su peculiar modo de ser y de expresarse, porque cada uno representa un mundo diferente y específico.

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viernes, 5 de diciembre de 2014

La colección de arte de los Wildenstein


Muchos coleccionistas de arte están siempre dispuestos a presumir de sus adquisiciones, pero este no es el caso de la familia Wildenstein. Estos multimillonarios franceses guardan celosamente todos los detalles relacionados con su colección –que han ido reuniendo durante más de un siglo-, a pesar de ser la familia más famosa en el mundo del arte.

La relación con el arte de esta dinastía la inició Nathan Wildenstein en la década de 1870. Era un comerciante de telas que se educó a sí mismo en la pintura del siglo XVIII y supo sacar partido de un mercado del arte adormecido para hacer una fortuna. Para cuando finalizó la década de los años veinte ya había extendido su imperio de galerías desde París hasta Nueva York, Londres y Buenos Aires. En 1940, después de la muerte de Nathan, su hijo Georges trasladó su centro de operaciones a Nueva York.

Hace tiempo que la familia está considerada la más importante proveedora de obras de arte entre las galerías y museos más destacados del mundo, pero hay muy pocos detalles sobre el conjunto (y ubicación) de su colección. Se dice que podría estar repartida entre Nueva York, París, Londres, Buenos Aires y Tokio, y que podría constar de unas 10.000 obras.

Los cálculos previos al divorcio entre Alec Wildenstein (nieto de Georges) y su esposa Jocelyn (más conocida por sus horripilantes intentos de transformarse en felino a través de la cirugía plástica) estimaban el valor de la colección en 10.000 millones de dólares. Se rumorea que entre las piezas hay obras de Giotto di Bondone, Vermeer, Caravaggio, Rembrandt, Monet y Van Gogh.

En los últimos años, durante las batallas legales entre miembros de la familia, han salido a la luz algunos detalles más sobre la colección, y en 2011 una redada en el Instituto Wildenstein de París descubrió obras que constaban como robadas o desaparecidas. Como resultado, los Wildenstein estuvieron expuestos a un nuevo escrutinio, pero es improbable que el público llegue a ver su increíble colección en un futuro próximo.

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martes, 25 de noviembre de 2014

La cultura Zen en Occidente – La sencillez budista en la modernidad





Procedente de Japón, el budismo zen fue introducido en Occidente vía Estados Unidos a mediados del siglo XX. Tímido en sus comienzos, fue asentándose y cobrando solidez a medida que iba aumentando el número de adeptos fieles a sus principios. Hoy en día, la cultura zen está universalmente extendida y convive respetuosamente con el resto de las religiones existentes.

Actualmente, la libertad religiosa de Occidente permite un abigarrado conjunto de creencias y de cultos totalmente dispares que conviven diariamente en un mismo ambiente social. Dentro de esa amalgama teológica e ideológica, se halla la cultura zen, que, proveniente de Japón, ha encontrado también un hueco en la moderna sociedad occidental.

Su difusión se produjo a través de Estados Unidos, donde el zen fue conocido a principios del siglo XX –especialmente en la costa oeste-, cuando llegaron los primeros monjes zen acompañando al a fuerte inmigración japonesa. Este contacto continuó produciéndose tras la Segunda Guerra Mundial: al producirse la ocupación estadounidense de Japón, muchos estadounidenses entraron en contacto directo con la tradición japonesa y, a su vuelta a casa, llevaron consigo los libros y las experiencias adquiridas. No obstante, hasta la llegada de los verdaderos maestros zen japoneses, no comenzaron a asentarse realmente los auténticos principios del budismo zen. Una vez arraigado en Estados Unidos
–preferentemente entre la juventud de inspiración hippy-, su exportación a Europa y otras zonas del mundo occidental no se hizo esperar, pasando el zen así a ser una cultura aceptada y practicada mundialmente.

Si bien el zen llegó a Estados Unidos desde Japón, tiene un origen mucho más remoto. Nació como una derivación de la rama budista mahayana (literalmente “El Gran Vehículo”) una escuela doctrinal surgida en el siglo I y que aún hoy se practica en China, Nepal, Tíbet, Corea y Japón Fue fundada por Nagarjuna y su principio básico es la afirmación de que todos los hombres pueden salvarse. Admite el politeísmo, separándose en eso del agnosticismo de Buda y su doctrina original, el theravada, al que denomina peyorativamente hinayana (“vehículo menor”). Además del zen, alberga varias ramificaciones, entre las que destaca el vajrayana o budismo tántrico.

Originalmente, el zen fue una secta budista creada a iniciativa del monje indio Daruma en el siglo VI. Después se difundió por Corea y China, donde fue introducido –bajo el nombre autóctono de ch´an por Bodhidharma (h.520), representante de la 28º generación de discípulos de Buda. Allí se desarrolló a lo largo de los siglos VI y VII, si bien su verdadera difusión no tuvo lugar hasta seis generaciones después, gracias a Hui-neng (638-713), más conocido como Eno. Su doctrina está reunida en su “Sutra del estado”, el texto fundamental de la escuela. Pronto surgieron cinco escuelas: igyo, hongen, soto, unmon y rinzai, de las cuales sólo dos –soto y rinzai- llegaron a Japón; las demás se extinguieron en China.

Su llegada al archipiélago japonés vía Corea se produjo en el siglo XII de la mano de los monjes Dogen y Keizan, que desarrollaron la tradición soto, centrada en seguir la vía e imitar la vida cotidiana de Buda, mejorando cada vez más gracias a la práctica diaria y el esfuerzo sin esperar recibir nada a cambio.

Por su parte, la tradición rinzai, fundada por el budista chino Sin Chi (867) e introducida en Japón
también en el siglo XII, fue desarrollada definitivamente por Eisai. Se basa en la relación maestro-discípulo y en la disciplina destinada a desarticular la rigidez mental. Esto se consigue mediante métodos violentos –golpes, gritos- y las preguntas enigmáticas y las paradojas verbales de difícil o imposible solución –llamadas koan-, destinadas a romper el bloqueo mental y cuya resolución está más allá de la inteligencia y conduce a la experiencia del despertar y a una visión repentina de la realidad –satori (en japonés, “iluminación”)-, que permite la total realización del ser.

El zen, en todas sus ramas, consiste básicamente en la práctica del control del espíritu, la detención del curso del pensamiento que trata de alcanzar la esencia de la verdad. Predica la sencillez de vida, la paz interior y la compenetración con la Naturaleza mediante el silencio, la concentración mental y la meditación. El ideal es llegar a una conciencia trascendental de lo subjetivo y lo objetivo, superando todo dualismo. La única realidad es la mente búdica, que no se puede alcanzar mediante el pensamiento filosófico ni religioso, la meditación, la magia o los ritos; sólo es fruto de la iluminación espiritual, cuando cesan el pensamiento y los sentidos.

La esencia del zen se basa en lo inmediato de sus enseñanzas, que prescinden del estudio intelectual
para conseguir una súbita visión de la realidad. Esto se puede conseguir a través de la meditación sentada: el zazen –equivalente al shikantaza (“sentarse, solamente sentarse”) del soto-, que constituye la médula del budismo zen. La práctica del zazen se realiza con el objetivo de conseguir un resurgir de la conciencia, una libertad interior que lleve a encontrar la fuente inagotable de energía vital que mana desde lo más profundo de cada uno. En Japón y en otros países orientales, la práctica del zazen se suele realizar en los monasterios y demás recintos sagrados, pero en Occidente –donde, como es lógico, no existen santuarios- la meditación sentada se realiza igualmente en centros zen abiertos a tal fin o, particularmente, en una habitación preparada previamente y siguiendo un ritual preciso.

El lugar en cuestión debe ser silencioso, sencillo y estar limpio. En él, se instala un pequeño altar con una imagen de Buda o de un santo –que protegerán el lugar, convirtiéndolo en un verdadero dojo o lugar de alta dimensión espiritual-, se quema un poco de incienso, se enciende una vela y se hace una
ofrenda floral. La meditación se realiza sentados sobre un cojín –zafu-, considerado como el asiento de Buda, situado en un lugar preciso de la estancia. Tradicionalmente, en la entrada a los dojo, se lee: “Sólo aquellos que busquen sinceramente la vía del Buda pueden entrar en este dojo”. Es decir, en ellos no hay lugar para los prejuicios sociales ni raciales, que han de quedar fuera, al margen del momento presente, que es el que únicamente cuenta realmente.

En la práctica del zazen, se sigue toda una serie de pautas para llegar finalmente a la verdadera pureza
–hishiryo-, al subconsciente profundo, a un vacío inmenso, que, a la vez, lo es todo. Esta práctica se ve complementada por una filosofía determinada: el mushotoku o filosofía del no-provecho, doctrina esencial del zen que se basa en dar sin esperar nada a cambio, en ofrecer a los demás todo de forma absolutamente desinteresada.

Teniendo en cuenta los principios que informan la cultura zen, no es de extrañar que haya encontrado una gran aceptación en Occidente, donde el creciente materialismo crea a su vez un vacío espiritual cada vez mayor. Para algunos, el zen es la respuesta, una vía para volver a encontrar la identidad propia, pues como dijo el maestro Nan Quan, las enseñanzas zen consisten en “señalar directamente a la mente del hombre, mirar dentro de la propia naturaleza”.

Para los occidentales, el zen es la forma más conocida de budismo japonés y se suele asociar con las técnicas de meditación, el desarrollo de la intuición y determinadas formas de arte. Pablo Picasso escribió en una ocasión: “El arte verdadero no reside en la belleza de la pintura, sino en la acción de pintar, en ese movimiento dramático y dinámico que va de un esfuerzo a otro esfuerzo. Lo mismo sucede para con el pensamiento. Personalmente, me interesa más su movimiento que él mismo. La caligrafía zen es exactamente esto”. Por eso afirmó en otra ocasión que, caso de haber nacido allí, no hubiera sido pintor, sino escritor.

Efectivamente, la creación artística en la cultura zen está imbuida de un movimiento y de una
espontaneidad que, paradójicamente, son el resultado de todo un proceso previo de meditación y de reflexión. Los trazos de pintores y de calígrafos son únicos e incorregibles; una vez realizados, no se retocan; no son fruto de una inspiración repentina, sino de una larga práctica y de una maduración interior. La sencillez creativa refleja la creencia de los pintores en que la realidad cotidiana y el infinito son parte de la misma y única realidad última. Esta sobriedad también aparece reflejada en la literatura, concretamente en el haiku, un poema de 17 sílabas japonesas que reduce la expresión a su pura esencia y trata de capturar el momento de auténtica realidad.

Pero no hace falta fijarse en el arte para apreciar la esencia del pensamiento zen; éste invade todos los aspectos de la vida, hasta los más cotidianos. Por ello, acciones tan corrientes como barrer, arreglar las flores o hacer el té se convierte en un medio de meditación, en una forma más de llegar a esa esencia pura de las cosas.

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domingo, 23 de noviembre de 2014

Alexander Calder – La escultura en movimiento




Alexander Calder fue uno de los grandes renovadores del arte del siglo XX al conseguir llevar la escultura más allá de sus límites tradicionales mediante la combinación de la geometría y el movimiento. Aunque no fue el primero en experimentar las relaciones entre la escultura y el movimiento, Calder fue el protagonista de un cambio decisivo en la búsqueda de formas cambiantes y aleatorias, dando nombre a toda una nueva corriente artística: las esculturas móviles.

El 22 de julio de 1898, nacía en la localidad estadounidense de Lawnton (Pensilvania) Alexander Calder, uno de los más destacados creadores e innovadores de la escultura del siglo XX. Tanto su abuelo, Alexander Milne Calder (1846-1923) como su padre, Alexander Stirling Calder (1870-1945) fueron escultores, antecedentes a los que se unían los de su madre, que fue pintora. A pesar de todo ello, Calder no comenzó a interesarse por el arte hasta 1922, una vez concluida la carrera de ingeniería mecánica en Nueva Jersey.

En otoño de 1923, Calder se matriculó en la School of the Art Student´s League de Nueva York, entre cuyos profesores se encontraban por entonces los pintores y artistas gráficos George Luks y John Sloan. Calder y sus compañeros se entretenían haciendo concursos de ejecución de apuntes de gente en la calle y en el metro, en los que el artista destacaba sobremanera por su
capacidad para sugerir el movimiento a través de una sola línea continua. Su trabajo destacaba asimismo en el campo de la caricatura periodística, donde su ingenio quedaba ya patente en su capacidad para jugar con la línea, para inventar nuevas formas, utilizando los medios expresivos del arte serio para llevar a cabo sus fugaces bromas. Uno de sus primeros empleos fue como caricaturista en la National Police Gazette, realizando una serie de apuntes rápidos pero muy expresivos de la vida cotidiana de la gran ciudad, así como de boxeo y de otros deportes.

A partir de ahí sólo había un paso para sus primeras esculturas de alambre, la primera de las cuales
–un reloj de sol en forma de gallo- vería la luz en el año 1925. El alambre, más que ningún otro material, es el preferido de Calder. En su infancia, doblaba pedazos desechados de alambre de cobre para hacer joyas para las muñecas de su hermana; en alambre realizó sus esculturas caricaturescas y circenses, y sus primeras esculturas abstractas fueron realizadas en este material. Se trataba de pequeñas esculturas realizadas a base de pequeños alambres de hierro que se enroscaban dando lugar a dinámicas figuras, como en el caso del primero de sus retratos de la cantante Josephine Baker, realizado en 1926 y que fue el primero de una serie sobre la artista estadounidense.

Ese mismo año realizó además una serie de juguetes para la empresa americana Gould Manufacturing Co., al mismo tiempo que se acrecentaba cada vez más su interés por el mundo del circo, realizando pequeñas figuras de caballos, payasos y acróbatas con los que organizaba representaciones circenses en su estudio al modo de un circo en miniatura. Junto a estas obras, el joven Calder realizaba retratos y figuras flexibles en alambre en las que se apuntaba ya el que sería el tema central de su obra posterior: la superación de la gravedad.

Resultaron cruciales para la obra de Calder sus estancias en París, la primera de ellas entre 1926 y
1927, que le sirvieron para reflexionar sobre su propia obra. En aquellos momentos, su ingenuidad le inclinaba hacia los juegos y la improvisación, pero su conciencia artística lo empujaba a más, hacia la construcción. En 1930, Calder visitó el estudio de Mondrian (1872-1944), que le sugirió la idea de hacer móviles los rectángulos de colores clavados en la pared, lo que condujo a su interés por el arte abstracto y desencadenó sus experimentos con el movimiento en la escultura. Tras algunos ensayos pictóricos, Calder se adscribió al constructivismo purista, lo cual quedó patente en su primera exposición parisiense, en la que incluyó a disgusto sus caricaturas en alambre.

A partir de 1930, Calder comenzó a construir objetos metálicos móviles, para cuya designación su amigo Marcel Duchamp le sugirió el término de “mobiles”, que ha llegado a convertirse en la denominación genérica de toda una rama de la escultura. Estas primeras esculturas de impulsión mecánica que formaban composiciones con formas diferentes que seguían unas relaciones programadas, fueron presentadas en febrero de 1932 en la Galería Vignon de París.

A partir de entonces, la obra de Calder siguió dos vías paralelas, ya que, junto a los mobiles, continuó trabajando en sus stabiles, nombre designado en este caso por Jean Arp para las no móviles. La escultura móvil no fue en modo alguno invención del artista estadounidense, ya que mucho antes había sido ensayada por los futuristas o casi
al mismo tiempo por el mismo Duchamp; pero esto no cambia el hecho de que fuera Calder el que consiguió dar una nueva dirección a la búsqueda de una forma cambiable y diversificada.

Los primeros mobiles eran aparatos con motor que producían deslumbrantes juegos de artificio. Pero muy pronto Calder cambió de idea: el viento o la mano del hombre, nunca un artefacto mecánico, se encargarían de producir el movimiento. Calder recurrió a la representación de formas orgánicas inspiradas en la obra de su amigo Joan Miró, con las que insinuaba formas animales, seres deslizantes y voladores, así como plantas y metálicos arbustos trepadores.

A partir de 1934, Calder realizó estos móviles inertes que construía generalmente con piezas de acero recortadas y pintadas, que colgaba de cuerdas o alambres delgados que por su propio peso respondían a la más leve corriente de aire, y que estaban diseñados de tal manera que aprovechaban los efectos de luces cambiantes producidos por su propio movimiento. El escultor los definió como “dibujos de cuatro dimensiones” y, en una carta escrita a Duchamp en 1932, hablaba de su deseo de hacer “mondrians móviles”. En efecto, Calder había quedado profundamente impresionado tras una visita realizada a Mondrian en 1930, pero se trataba de dos personalidades muy diferentes, ya que el desenfado y el gusto por lo cómico y fantasioso del primero chocaban radicalmente con la seriedad del segundo.

La escultura móvil de Calder no siguió un proceso evolutivo claro, desarrollando una forma a partir
de la anterior ya que el escultor trabajó simultáneamente en alambre, escultura mecanizada y móviles. Se estima que realizó un par de miles de móviles a lo largo de su vida, todos ellos muy variados y utilizando muchos materiales, llegando incluso a experimentar con el sonido obtenido de elementos de latón pulido que producían resonancia al golpearse.

Los primeros móviles incorporaban a menudo objetos encontrados tales como trozos de vidrio de colores, cerámica o madera tallada. Más adelante, haría los móviles enteramente de metal, limitando los colores normalmente al rojo, amarillo y azul con blanco y negro. Los de los últimos años eran de mayor tamaño, más complicados en su estructura y realizados en acero, quizá debido a su traslado al campo abierto de Connecticut después de habitar en un reducido estudio parisiense.

Sin embargo, la obra de Calder no se limitó únicamente a la producción de esculturas móviles, quizá su faceta más conocida, ya que sus escultura no móviles, denominadas stabiles, tuvieron la misma importancia dentro de su producción artística. Para los stabiles pequeños, Calder recortaba tiras de plancha de aluminio a las que daba forma en un torno y, tras pulir su superficie y sus aristas, las atornillaba. Poco a poco, y a medida que las piezas se fueron haciendo cada vez más grandes. Calder optó por recurrir a complicados métodos de metalistería industrial. A pesar de ello, incluso los stabiles de mayor tamaño están realizados de forma que pueden desatornillarse y transportarse con facilidad, de la misma manera que los de menor tamaño.

Calder simultaneó la producción de estas grandes obras de metalurgia industrial con sus característicos móviles hasta prácticamente el final de su vida, cuando, tras la inauguración de su exposición en el Whitney Museum, falleció el 11 de noviembre de 1976, en la ciudad de Nueva York.

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