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viernes, 31 de enero de 2014

Francisco Salzillo y la imaginería española – La Edad de Oro de la escultura sacra española





El murciano Francisco Salzillo perteneció a la última generación de grandes escultores barrocos españoles que dedicaron su talento y su trabajo al a imaginería sacra. Sus pasos procesionales, por su belleza clásica, su realismo, su cuidada composición y su fuerte espiritualidad, constituyen la muestra más admirada de su prolífica obra escultórica.

Tras el Concilio de Trento (1545-1546), desde algunos sectores contrarreformistas se intentó frenar sin éxito la imparable demanda y la proliferación de reliquias, objetos y representaciones religiosas, al considerarlos un peligroso estímulo para el desarrollo de la idolatría y de la superstición. Sin embargo, lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII, la Iglesia fomentó más que nunca la producción del art sacro al mostrarse éste como el medio más directo para instruir y acercar a los fieles a los dogmas e ideales católicos, y a la práctica de los ritos.

En España, todos los organismos y centros religiosos comenzaron a encargar cientos de retablos, sillerías, sepulcros y, sobre todo, imágenes con destino a iglesias, monasterios y parroquias. La consideración de tales figuras como objetos de culto devocional de carácter populista propició que estas manifestaciones escultóricas adquirieran tintes cada vez más expresivos y naturalistas. De esta forma, ya se tratase de figuras individuales o de grupos, la creación artística quedó supeditada a la teatralidad y al realismo, algo que se hizo muy evidente en los pasos procesionales.

Las cada vez más numerosas cofradías, como expresión más directa de la religiosidad popular, fueron las principales impulsoras de los pasos procesionales –del latín passus, “escena de pasión”-, que se convirtieron en el reto más estimulante y difícil del escultor religioso, del imaginero. La creación de los pasos –en especial los de varias figuras- suponía pera los imagineros un arduo trabajo debido a su gran complejidad compositiva y técnica. Éstos debían ser concebidos para poder ser observados desde cualquier punto de vista sin perder el equilibro compositivo; además, al tratarse de una temática tan específica y tantas veces repetida, quedaba muy poco margen para la variedad y la originalidad creativa. Por otra parte, debido a su finalidad procesional, se requería el empelo de materiales ligeros que facilitaran su transporte.

El alto coste de materiales como el mármol o el bronce había obligado a sustituir su uso escultórico –limitado a las escasas muestras de arte profano español del periodo barroco- por el de otros más asequibles como la madera o el yeso; pero estas materias todavía resultaban demasiado pesadas para el uso procesional de los pasos, así que, en muchas ocasiones, fue necesario ahuecar las figuras, emplear elementos de cartón o construir con armazones falsos cuerpos –a veces articulados-, que quedaban escondidos bajo telas y ropajes. Esta pobreza de materiales fue la causa de los graves deterioros sufridos por muchas imágenes con el paso del tiempo.

Pero la pobreza de materiales de la imaginería barrroca se vio compensada por la gran verosimilitud
que se lograba mediante la policromía. Las esculturas de madera tallada se recubrían por una amalgama de yeso que era la verdadera receptora de la pintura; por lo general, la talla y la pintura de imágenes eran especialidades separadas, afrontadas por artistas distintos. El reclamado realismo se acrecentó aun más con el uso de postizos como ropajes y adornos –muchas veces pretendidamente contemporáneos-, dientes de pasta, ojos –y, a veces lágrimas- de cristal y cabellos naturales.

La gran demanda y la creciente expansión de la creación imaginera convirtieron al Barroco en la Edad de Oro de la escultura española. Aunque su auge se generalizó por todo el país, las creaciones más numerosas y de mayor calidad se concentraron en zonas artísticas muy concretas. Durante los siglos XVI y XVII, la mayor actividad se centró en los talleres de Castilla –Valladolid y Palencia- y Andalucía –Sevilla, Granada y Málaga-, a los que durante el siglo XVIII se añadieron los de Levante –Murcia-.

Los grandes maestros de la escuela castellana, como Alonso Berruguete (h.14989-1561), Juan de Juni (h.1507-1577) o Gregorio Hernández (1576-1636), se caracterizaron por su naturalismo y su marcada expresividad. La escuela andaluza, más sobria y emotiva, estuvo representada, entre otros, por Juan Martínez Montañés (1568-1649), Juan de Mesa (1586-1627), Alonso Cano (1601-1667) o Pedro de Mena (1628-1688). En cuanto al taller escultórico levantino, fue encabezado por el escultor español más sobresaliente de su tiempo, Francisco Salzillo (1707-1783).

Francisco Salzillo fue uno de los más destacados escultores de pasos procesionales y a esta actividad
pertenecen sus más reconocidas creaciones. Desde pequeño ya dio muestras de su gran talento, heredado de su padre Nicolás Salzillo, un escultor de origen italiano que aprovechó la prosperidad que por entonces disfrutaba la región levantina para establecer un importante taller en Murcia, cuidad en la que nacieron sus hijos Francisco era el mayor de siete hermanos; durante su infancia, compaginó su educación en el colegio de los jesuitas con el aprendizaje del arte escultórico sacro, una actividad a la que renunció cuando decidió ingresar como novicio en el Convento de Santo Domingo.

A la muerte de su padre –en 1727-, se vio obligado a abandonar sus aspiraciones monacales para mantener a su familia, haciéndose cargo del negocio paterno. Salzillo desvió entonces su fervor religioso hacia la creación escultórica. A pesar de que ya con sus primeras obras adquirió una gran reputación, esto no alteró nunca su austero y piadoso modo de vida centrado en el trabajo, tal como muestra el hecho de que sólo se ausentase de Murcia en una ocasión –cuando por cuestiones de negocios tuvo que viajar al a cercana Cartagena- y de que en su haber consten casi 2.000 obras, reflejo evidente de una inagotable actividad.

Durante más de veinte años, Salzillo se dedicó a la imaginería religiosa más variada y elaboró numerosas imágenes de Cristo, la Virgen y los santos, pero su verdadero prestigio lo alcanzó en la madurez gracias a los pasos procesionales. El primero que realizó fue “La Caída” –encargado en 1752-, composición semifrontal de cinco figuras que destaca por un marcado naturalismo y un fuerte idealismo clasicista, la impronta más característica de la obra de Salzillo, y una tendencia que se irá agudizando con el paso de los años. Tras “La Caída”, se dedicó casi exclusivamente a la creación de pasos procesionales.

Con su nombramiento en 1755 como escultor del Consejo de la Ciudad de Murcia, los encargos se
multiplicaron. De su extensa obra sobresalen los pasos que realizó para la cofradía de Jesús el Nazareno, como “La oración en el huerto” (1754), “La Sagrada Cena” (1762) o “El Prendimiento” (1763). Las cinco figuras de “La oración en el huerto” se complementan con un naturalista suelo que imita un irregular terreno natural y la curiosa inclusión de un árbol; la mitología popular que –al igual que sucediera con muchos otros imagineros- rodeó la obra de Salzillo llegó a atribuir la realización de la famosa figura del ángel de este paso –de estudiada belleza clásica- a una misteriosa mano sobrenatural.

En sus últimos años, la obra de Salzillo fue adaptándose a las nuevas tendencias clasicistas que invadieron la cultura desde mediados del siglo XVIII; la imaginería, sometida a la moderación neoclásica, abandonó poco a poco el apasionamiento y el dramatismo de los siglos anteriores, lo que, junto con el progresivo declive de las celebraciones de la Semana Santa, convirtió este peculiar arte escultórico en un vestigio del pasado. A pesar de ello, y hasta hoy en día, las imágenes creadas por Francisco Salzillo siguen siendo fuente de admiración y de veneración populares.


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miércoles, 29 de enero de 2014

El Yoga físico y mental: una técnica milenaria




Para unos se trata de una filosofía, para otros de una gimnasia exótica, un arte, una ciencia, una religión o una forma de estar en el mundo, una actitud ante la vida. Aunque el concepto que se tiene de esta técnica en Occidente tiene poco que ver con la que practican los yoguis de la India, lo cierto es que el yoga proporciona enormes beneficios tanto físicos como psíquicos a quienes lo practican.

La palabra sánscrita “yoga”, que proviene de yug –término que posee el doble significado de “uncir” y “unir” –puede ser comprendida como: “uncir, controlar, someter el cuerpo y la mente a la voluntad, y unirse, de este modo, espiritualmente a la divinidad superior”. Se trata de una disciplina ascética brahmánica o hinduista de meditación y concentración, que busca la perfección espiritual. En la religioso, es una doctrina teísta –existe un dios supremo: Ishvara –sistematizada, hacia el siglo II a.de C. por Patanjali en el Yoga-Sutra. Como práctica iniciática, es una técnica liberatoria que aspira al a supresión de la conciencia mediante diversos preceptos y ejercicios.

Aunque a ciencia cierta no se sabe cuáles fueron sus orígenes, es seguro que se trata de un saber tan viejo como la historia. La tradición cuenta que fue ideado por un grupo de hombres, los rishis –unos sabios hindúes- que abandonaron la vida mundana con el fin de establecerse en el Himalaya. Allí, en la más completa soledad y dedicados, con el más estricto ascetismo, a la contemplación de sí mismos, intentaban encontrar las respuestas a los eternos interrogantes que el hombre se ha formulado a lo largo del a historia: de dónde venimos, adónde vamos, quiénes somos, qué hacemos aquí…

Con la naturaleza como única escuela y la voluntad y su propio cuerpo como tecnología, los rishis
comenzaron a descubrir algunos aspectos desconocidos del cuerpo humano. Así nació la leyenda: curaban a los enfermos solamente con imponerles las manos, levitaban suspendidos en prolongados éxtasis, leían los pensamientos, conocían sus reencarnaciones anteriores, predecían el momento de su muerte, controlaban el hambre y la sed, podían reducir o aumentar de tamaño a voluntad, se hacían invisibles y, al meditar, la temperatura de su cuerpo aumentaba de tal forma que hasta la nieve se derretía a su alrededor.

La primera codificación conocida sobre la doctrina de los yoguis, se cree que fue escrita en el siglo II antes de Cristo por el mencionado maestro Patanjali en su tratado Yoga-Sutra. La práctica del yoga expuesta en ese libro incluye ocho elementos o anajas: el primero es la contención o yama, que engloba las cinco prohibiciones –no matar, no mentir, o violar, no aparearse y no adquirir-; el segundo, la disciplina o niyama, con cinco observancias –pureza, serenidad, estudio de la metafísica yoga y esfuerzo por hacer de Dios el motivo de todas las acciones-; el tercero, las posturas o asanas; el cuarto, la respiración regulada o pranayana; el quinto, la eliminación de las percepciones de los objetos exteriores o pratyahara; el sexto, la concentración o dharana; el séptimo, la meditación o dhyana; y el octavo, la absorción o samadhi

A finales del siglo XIX, los soldados ingleses trajeron el yoga al continente europeo. Estos soldados habían vivido en la India, habían convivido con los yoguis y aprendieron de ellos las distintas técnicas del yoga. También los miembros de la Sociedad Teosófica de Gran Bretaña realizaron una gran labor de difusión de ésta nueva filosofía. Pero no fue hasta los años sesenta del siglo XX cuando fue aceptado de forma masiva, especialmente por los más jóvenes. Tanto en Europa como en Estados Unidos, los jóvenes se entregaron a su práctica con el ánimo de alcanzar las metas que tanto el yoga como el hinduismo proponían: la superación del dolor, el dominio de los sentidos, la conquista de estados psíquicos y físicos de bienestar más próximos a la mística que al hedonismo y el reencuentro del hombre consigo mismo. El movimiento hippy y grupos de música tan conocidos como The Beatles también influyeron decisivamente en la popularidad de estas prácticas, utilizándolas ellos mismos como técnica de relajación y conocimiento e, incluso, haciendo numerosas referencias a la filosofía hindú en sus canciones.

Más, con los años, la práctica del yoga en Occidente fue abandonando su exotismo y espiritual, para
pasar a convertirse en una disciplina psicocorporal apta para todo tipo de personas. De todos los tipos de yoga que existen, Occidente adoptó fundamentalmente dos: el yoga físico y el yoga mental. Tal vez porque su práctica aporta beneficios más inmediatos y tangibles y porque son más fáciles de acoplar a la vida del hombre urbano que otros yogas más místicos que hacían furor en los años sesenta.

Por tanto, el yoga que hoy se practica en Occidente de forma masiva se preocupa más de las cuestiones terapéuticas y prácticas que de lo sobrenatural y de la mística religiosa. Incluso se ha llegado a convertir en un nuevo ejercicio terapéutico que médicos y psicólogos aconsejan a sus pacientes. Además, resulta barato e incluso fácil de poner en práctica. Tan sólo es necesaria una habitación bien ventilada –a ser posible sin ruidos-, ropa suelta –preferentemente de algodón-, algo de paciencia y mucho tesón. Aunque no es peligroso, conviene que su práctica sea dirigida por un experto, sobre todo en aquellos casos en que lo delicado de la dolencia así lo aconseje. Cada día está más extendida su práctica entre las personas mayores, que consiguen con el yoga devolver a su cuerpo cierta elasticidad perdida.

Los yoguis descubrieron hace más de cinco mil años que hay una estrecha relación entre el cuerpo y la mente, y que lo que afecta a aquél repercute en ésta, y viceversa. Por eso, el yoga físico o hatha-yoga actúa sobre el cuerpo, armonizando las energías positivas y negativas, así como las funciones y ritmos vitales, a fin de controlar la mente a través del cuerpo.

El yoga físico desarrolla técnicas encaminadas a eliminar las impurezas del cuerpo, mejorar las funciones orgánicas, equilibrar el sistema glandular, combatir las fluctuaciones mentales y despejar los canales energéticos. En resumen, el hatha-yoga reúne una serie de procedimientos que tienden al desarrollo armónico de todos los elementos que constituyen el ser humano. Las técnicas del yoga físico incluyen sobre el cuerpo –incluso sobre las células-sobre el carácter-ya que exigen una gran atención, voluntad, disciplina y rigor- y sobre la mente y sus facultades –ya que su práctica exige una gran concentración que favorece el desarrollo de las facultades mentales.

El hatha-yoga se sirve de una serie de los asanas o posturas del cuerpo, gestos no habituales que
implican estiramientos, presiones y masajes, que flexibilizan y alargan el músculo aumentando su capacidad de resistencia y que mejoran el riego sanguíneo. Hay un gran número de posturas de yoga, aunque las principales son 20 –todas ellas con nombres de animales, héroes, plantas, sabios y divinidades-que suelen dividirse en varios grupos: los asanas de flexión hacia delante de la espina dorsal, de flexión hacia atrás, de torsión, de flexión lateral, de inversión, de acción sobre las piernas y de meditación. Hay posturas que ayudan a relajar la mente, otras previenen o combaten enfermedades, otras estimulan la función cerebral, pero todas pretenden eliminar las tensiones para conseguir una relajación profunda.

Los asanas deben hacerse y deshacerse lentamente, evitando movimientos bruscos. Hay que llevar la postura hasta un límite razonable, según la capacidad del practicante, y mantenerla durante unos minutos. Mientras se realiza la postura, se debe respirar de forma pausada y siempre por la nariz, mientras la mente está profundamente concentrada. Una sesión de asanas puede durar entre 20 y 30 minutos y debe realizarse en una sala en silencio, con el estómago vacío y usando prendas cómodas. El asana o postura de yoga más conocida es la del loto –la más usada para la meditación-, pero también son conocidos el saludo al sol y el saludo al a luna, que, sin tener el carácter estático de los asanas, son un conjunto de movimientos encadenados que hacen asumir al cuerpo numerosas posturas, consiguiendo así tonificarlo.

Otra de las técnicas utilizadas por el yoga físico es el pranayana o técnica de control de la respiración.
Para los yoguis, prana es el principio vital universal o energía básica que todo lo anima y que proporciona la vida a los seres. Las cinco fuentes de prana son la respiración, la alimentación, el descanso y la relajación, el sueño y las impresiones mentales positivas. El prana se polariza en el ser humano en energía positiva y energía negativa; la primera fluye por la fosa nasal derecha y la segunda, por la izquierda. Así, y puesto que el yoga considera que todo el cuerpo es un depósito de energía, el yogui pretende equilibrar las fuerzas positivas con las negativas. Las técnicas de control respiratorio son una regulación consciente y rítmica de la respiración, en la que juega un papel fundamental la retención del aliento. Con la práctica del pranayana se consigue purificar y despejar los canales de energía, aumentar las reservas energéticas, ejercer masajes sobre el corazón, activar la circulación, controlar el sistema nervioso, aumentar la resistencia del organismo, prevenir enfermedades respiratorias, incrementar la capacidad de concentración y purificar la mente….

Pero el yoga físico o hatha-yoga también utiliza técnicas de limpieza e higienización, que se denominan shatkarmas, con las que se pueden purifican los intestinos, la garganta, las fosas nasales y otros órganos y zonas del cuerpo. Los mudras y bandas son técnicas de control y acción muscular, así como de activación de determinados puntos energéticos, que hace uso del hatha-yoga para conseguir sus objetivos.

Mientras el yoga físico actúa fundamentalmente sobre el cuerpo para beneficiar la mente, el yoga mental o radja-yoga pretende armonizar la mente y otorgar mayor claridad mental. Sus técnicas, englobadas bajo el término genérico de meditación, consiguen activar, purificar y desarrollar la atención del individuo. La atención y la ecuanimidad son los dos factores básicos que intervienen en las técnicas de meditación y con la práctica de esta especie de gimnasia mental se mejora el carácter y, con ello, las relaciones humanas. Eso sí, hay que saber tener paciencia, porque el proceso es lento y los resultados no son inmediatos.

Una sesión de meditación debe durar unos 15 o 25 minutos, y se puede hacer con los ojos abiertos,
cerrados o semiabiertos. Existen muchas técnicas de meditación, como las de concentración y unificación de la mente –que consiste en fijar la mente en un único objeto excluyendo el resto- o las que utilizan el proceso respiratorio para concentrar la mente. En otra los yoguis se sirven de la recitación de mantras o fonemas místicos –los más conocidos son “om” y “ham sa”-. Hay quien usa una imagen mental, la visualiza, la recrea y, gracias a ella, consigue emociones positivas. Otras técnicas de meditación más complicadas consiguen que el yogui tome conciencia de los procesos físicos y mentales para modificar las estructuras de la mente, o consiguen retrotraer la conciencia para conseguir un estado de paz profunda.

Aunque básicamente el yoga es un método de autorrealización personal, muchas de sus técnicas se utilizan desde hace cientos de años para prevenir –e incluso, a veces, curar- enfermedades tanto físicas como mentales. Por ejemplo, el gobierno indio subvenciona el tratamiento del asma y la diabetes con yoga, meditación y medicación convencional y, en Inglaterra, los centros Yoga for Health se ocupan de la esclerosis múltiple, además de utilizarse como técnica para la preparación al parto.

Entre otras cosas, la práctica del yoga puede mejorar el sistema circulatorio, prevenir la hepatitis y
otras enfermedades hepáticas, evitar catarros y enfermedades respiratorias, combatir el estreñimiento o la obesidad, y mejorar la zona lumbar y dorsal. Incluso, se ha practicado en el espacio, ya que el primer cosmonauta de nacionalidad india, Rakesh Sharma, lo introdujo n sus ejercicios preparatorios, demostrando que puede ayudar a disminuir los efectos negativos sobre el organismo de la falta de gravedad. Pero en lo que quizás pueda ser más eficaz es en la prevención y curación de enfermedades mentales tan extendidas en nuestros días como la neurosis, la ansiedad o la depresión. Gracias a la práctica de la meditación y las técnicas de relajación del yoga, el individuo puede dominar su mente y sus emociones.

Aunque las técnicas que han llegado hasta nuestros días tienen poco que ver con lo que unos místicos idearon hace cientos de años en la India y se parezcan más a un ejercicio gimnástico que a una filosofía de vida, parece demostrado que el conocimiento del yoga tiene importantes beneficios tanto físicos como psíquicos. Si además resulta accesible a cualquier edad, sexo, condición y bolsillo, resulta una práctica idónea para seguir estando vigente por mucho tiempo.

Algunas de las hazañas relacionadas con esta práctica las citamos a continuación:

-El francés Guy Goudoux, oriundo de la isla Martinica, que mide 1.85 m y pesa 80 kilos, ha conseguido introducirse en una caja de cristal hermética de 51x41x43 cm y permanecer en ella 6 horas. Un hombre en estado normal agotaría el aire en menos de una hora, pero Guy Goudoux, gracias a sus conocimientos de yoga, pudo controlar su respiración, bajándola de 16 inspiraciones por minuto a 8 o 5. Él afirma que se trata de una concentración de su cuerpo mental, que consigue gracias al dominio de sus funciones sensoriales.

-Algunos yoguis son capaces de parar su corazón y luego hace que vuelva a latir. De hecho, en 1971, un equipo de médicos de la Universidad de Nueva Delhi decidió examinar a tres yoguis que aseguraban que podían parar su corazón. En su investigación constataron que el sonido de los latidos de corazón desaparecía en sus estetoscopios, que las pulsaciones habían desaparecido y que la presión sanguínea había bajado, pero el electrocardiograma presentaba curvas normales y la radiografía mostraba que las contracciones del músculo cardiaco, aunque disminuidas, no habían cesado en ningún momento.

-El yogui Satjamurti fue capaz de permanecer 8 días sin comer ni beber, acostado en una fosa cubierta de tierra. Al segundo día, los científicos pensaron que el yogui había muerto, pero al ayudante de Stjamurti les impidió abrir la tumba. El electrocardiograma permaneció plano hasta media hora antes del momento fijado para poner fin a la experiencia, en que volvió a mostrar la actividad cardiaca del yogui. A pesar de todos los intentos, no fue posible hallar una razón científica al hecho.

-Los yoguis, tras un complicado ritual, son capaces de avanzar lentamente sobre un lecho de brasas sin quemarse. Se ha tratado de explicar esta insensibilidad mediante la acción supresora del dolor de la endorfina, una sustancia parecida a la morfina que segrega el cerebro. Según esto,, los yoguis habrían conseguido dominar de tal forma su cerebro que éste produciría endorfina para evitar el dolor.

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lunes, 20 de enero de 2014

La Armada Invencible (y 2)




(Viene de la entrada anterior)

El descanso en Calais significó un verdadero respiro para la flota española. Francia, a pesar de ser una potencia católica, mantuvo en relación con la expedición de la Armada una actitud relativamente similar a la adoptada con ocasión de Lepanto. No obstante, en este caso la población tenía muy presente los siglos de lucha contra Inglaterra y simpatizaba con los españoles. El gobernador de Calais –antigua plaza inglesa en suelo francés- no tuvo ningún reparo en permitir que la flota española fondeara y se surtiera de lo necesario.

El domingo 7 de agosto llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas. La situación era preocupante y Medina Sidonia decidió enviar en busca del anhelado duque a don Jorge Manrique, inspector general de la Armada.

Advertido por el sobrino del gobernador de Calais de que la Armada se hallaba anclada en una zona de corrientes peligrosas y de que sería conveniente que buscara un abrigo más adecuado, Medina Sidonia volvió a poner en movimiento la flota. La decisión la tomó precisamente cuando los navíos ingleses, ya dotados de refuerzos y aprovisionamientos, llegaban a las cercanías de Calais con un plan especialmente concebido para dañar a la hasta entonces invulnerable Armada. Iba a dar comienzo la denominada batalla de Gravelinas, la más importante de toda la campaña.

Durante el domingo, la moral de las fuerzas españolas había comenzado a descender de tal manera
que Medina Sidonia hizo correr el rumor de que las tropas del duque de Parma se reunirían con la Armada al día siguiente. Para colmo de males, en torno a la medianoche se descubrió un grupo de ocho naves en llamas que se dirigían hacia la flota. Los ingleses habían elegido unidades pequeñas que, una vez desembarcados los pertrechos y la mayor parte de los hombres, fueron cargadas con materiales inflamables. Durante la noche, las tripulaciones, reducidas al mínimo indispensable, hubieran tenido que incendiar los barcos y dejarlos caer sobre el enemigo. Podían haber causado un daño tremendo, pero ocurrió que una de las unidades fue prendida excesivamente pronto, lo cual alertó a los españoles de la inminencia del ataque.

La reacción de Medina Sidonia fue rápida y tendría que haber bastado para contener las embarcaciones. Sin embargo, los españoles pensaron que había sido aparejada por Federico Giambelli, un italiano especializado en este tipo de ingenios, y emprendieron la retirada hacia el norte lejos de la zona de invasión. Medina Sidonia ordenó a su flota cortar los cabos de fondeo y salir al mar abierto para alejarse de los brulotes con la vana esperanza de ponerse más tarde a la vela y dirigirse a la rada de Calais. Lo cierto, no obstante, es que Giambelli se había pasado a los ingleses pero no tenía nada que ver con aquel lance y, de hecho, se encontraba construyendo una defensa en el Támesis que se vino abajo con la primera subida del río. En realidad, la idea había sido de William Winter, el comandante del Vanguard.

Para remate, un episodio que podría haber concluido con un éxito de la Armada tuvo fatales
consecuencias para ésta. Ni uno de los barcos resultó dañado, pero la retirada la alejó del supuesto lugar de encuentro para no regresar nunca a él. De hecho, para algunos historiadores, a partir de ese momento la campaña cambió totalmente de signo. Posiblemente este juicio es excesivo pero no cabe duda de que cuando amaneció la Armada se hallaba en una delicada situación.

Con la escuadra inglesa en su persecución y desprovista de capacidad para maniobrar sin arriesgarse a encallar en las playas de Dunkerque, Medina Sidonia tan sólo podía intentar que el choque fuera lo menos dañino posible. Una vez más, el duque –que no contaba con experiencia como marino- dio muestras de una capacidad inesperada. No sólo hizo frente a los audaces ataques de Drake sino que además resistió con una tenacidad extraordinaria que permitió a la Armada reagruparse. Con todo, quizá su mayor logro consistió en evitar lanzarse al ataque de los ingleses descolocando así una formación que se hubiera convertido en una presa fácil. Aunque no le faltaron presiones de otros capitanes que insistían en que aquel comportamiento era una muestra de cobardía, Medina Sidonia lo mantuvo minimizando extraordinariamente las pérdidas españolas.

La denominada batalla de Gravelinas iba a ser la más relevante de la campaña y tal como narrarían algunos de los españoles que participaron en ella las luchas artilleras que se presenciaron en el curso de la misma superaron considerablemente el horror de Lepanto. Fue lógico que así sucediera porque, al fin y a la postre, Lepanto había sido la última gran batalla naval en la que sobre las aguas se había reproducido el conjunto de movimientos típicos del ejército de tierra. Lo que sucedió en Gravelinas el lunes 8 de agosto fue muy distinto.

Mientras los ingleses hacían gala de una potencia artillera muy superior, incluso incomparable, los
españoles evitaron la disgregación de la flota y combatieron con una dureza extraordinaria, el tipo de resistencia que los había hecho terriblemente famosos en todo el mundo. Estas circunstancias explican que cuando concluyó la batalla, la Armada sólo hubiera perdido tres galeones, lo que elevaba sus pérdidas a seis navíos. Mayores fueron las pérdidas humanas, alcanzando los seiscientos muertos, ochocientos heridos y un número difícil de determinar de prisioneros. Los ingleses perdieron unos sesenta hombres y ningún barco. La fuerza de la Armada seguía en gran medida intacta, pero sin municiones y sin pertrechos –como, por otro lado, les sucedía a los ingleses, que no pudieron perseguirla- la posibilidad de continuar la campaña estaba gravemente comprometida.

Por si fuera poco, el martes 9 de agosto, la Armada tuvo que sufrir una tormenta que la colocó en la situación más peligrosa desde que había zarpado de Lisboa, ya que la fue empujando hacia una zona situada al norte de Dunkerque conocida como los bancos de Zelanda. Mientras contemplaban cómo los barcos ingleses se retiraban, las naves españolas tuvieron que soportar impotentes un viento que las lanzaba contra la costa amenazándolas con el naufragio. La situación llegó a ser tan desesperada que Medina Sidonia y sus oficiales recibieron la absolución a la espera de que sus naves se estrellaran. Entonces sucedió el milagro. De manera inesperada, el viento viró hacia el suroeste y los barcos pudieron maniobrar alejándose de la costa. Posiblemente, el desastre no sucedió tan sólo por unos minutos.

Aquella misma tarde, Medina Sidonia celebró consejo de guerra con sus capitanes para decidir cuál debía ser el nuevo rumbo de la flota. Se llegó así al acuerdo de regresar al canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero, si tal eventualidad se revelaba imposible, las antes pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.

No se cruzaría ya un solo disparo entre las flotas española e inglesa y la expedición podía darse por
fracasada, pero en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta. En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían dado una buena paliza a los ingleses en Gravelinas y los panfletos que ordenó imprimir el embajador de la reina Isabel en París desmintiendo esa versión de los hechos no sirvieron para causar una impresión contraria. El único que no pareció dispuesto a creer en la victoria española fue el papa, que se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y que jamás le entregaría.

Durante las semanas siguientes, la situación de la Armada no haría sino empeorar. Encaraban un viaje de 3.000 km por aguas y pasos sólo indicados de forma aproximada en las cartas náuticas, y con buques en malas condiciones, la mayor parte gobernados por hombres maltrechos y fatigados. El 12 de agosto, la flota llegó al Firth of Forth, en aguas de Edimburgo, todavía perseguida por Howard. Habían cesado los combates, pero sólo porque ambos contendientes estaban sin municiones. Pronto Howard también estuvo falto de víveres y, por tanto, dejó marchar a sus buques y sus hombres.

Para los españoles lo peor aún estaba por llegar. El 13 de agosto, Medina Sidonia confirmó su decisión de dirigirse hacia el oeste y circundar Irlanda. Dado que para hacerlo se requería un mes o incluso más, según las condiciones meteorológicas, la primera medida consistió en racionar los pocos alimentos y agua que quedaban. Así pues, la mayor parte de caballos y mulas transportados (básicamente se trataba de una flota invasora) tuvo que ser lanzada al mar, las raciones diarias por persona se redujeron a poco más de 200 gramos de bizcochos, un cuarto de litro de vino y medio litro de agua. Esta situación hubiera resultado especialmente dura en cualesquiera condiciones, pero resultó penosa en las inusuales condiciones climáticas de aquel avanzado verano de 1588.

La Armada, que se encontró con poco viento al navegar por el canal de la Mancha, ahora que tanto provecho hubiera sacado de un mar en calma, tuvo que afrontar los peores temporales desde hacía muchos años. Uno a uno, los galeones, junto con las galeazas, las galeras y otros buques de la gran flota española, fueron a parar a los bajíos y escollos, perdiéndose 36 unidades antes de que los más afortunados llegaran a superar el extremo sudoccidental de Irlanda y, luchando con la mar, llegar a España.

De manera un tanto ingenua, muchos españoles habían esperado que los católicos irlandeses se
sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo. La realidad fue que los irlandeses realizaron por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles. Hubo excepciones, como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó noblemente con los prisioneros, solicitó que se les tratara con humanidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia. También se produjeron fugas novelescas, como la del capitán De Cuéllar. Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña. No fue mejor en Escocia. Allí también esperaban obtener la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo. No recibieron ni un penique. Mientras tanto, más de la mitad de la flota llegaba a España. Era la hora de aclarar responsabilidades.

En términos objetivos, el comportamiento de Isabel I y Felipe II con sus tropas fue bien diferente. Mientras que Isabel se desentendió de su suerte posterior a la batalla alegando dificultades financieras –una excusa tan sólo a medias convincente-, el monarca español manifestó una enorme preocupación por los soldados. Sin embargo, no pocos de éstos se sintieron abrumados por la culpa. Miguel de Oquendo, que demostró un valor extraordinario durante la expedición, se negó a ver a sus familiares en san Sebastián, se volvió cara a la pared y murió de pena. Juan de Recalde, que aún tuvo un papel más destacado, falleció nada más llegar a puerto. Sin embargo, Felipe II no culpó a nadie –desde luego no a Medina Sidonia o al duque de Parma- y aunque mantuvo en prisión durante quince meses a Diego Flores de Valdés, asesor naval del jefe de la escuadra, finalmente lo puso en libertad sin cargos.

Fue en realidad la opinión pública la que estableció responsabilidades culpando del desastre al mal
tiempo y a un Medina Sidonia inexperto e incluso cobarde. La tesis del mal tiempo pareció hallar una confirmación directa cuando en 1596 una nueva flota española partió hacia Irlanda para sublevar a los católicos contra Inglaterra y fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas y, al año siguiente, otra escuadra que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. La verdad, sin embargo, como hemos visto, es que el tiempo sólo tuvo una parte muy reducida en la incapacidad de la Armada para desembarcar en Inglaterra. Ciertamente, las condiciones climatológicas causaron un daño enorme a la flota, pero ya cuando regresaba a España y bordeaba la costa occidental de Irlanda.

Menos culpa tuvo Medina Sidonia del desastre. A decir verdad, si algo llama la atención de su comportamiento no es la impericia sino lo dignamente que estuvo a la altura de las circunstancias. La misma batalla de Gravelinas podía haber resultado un verdadero desastre si hubiera perdido los nervios y cedido a las presiones de sus subordinados. Ciertamente, era pesimista pero, si hemos de ser sinceros, hay que reconocer que no le faltaban razones.

Papel más importante que todos los aspectos citados anteriormente tuvo, sin duda, la inferioridad técnica de los españoles. Fiados en sus éxitos terrestres y en la jornada de Lepanto, se habían quedado atrás en lo que a empleo de artillería, disposición de fuerzas y formas de ataque se refiere. Lo realmente sorprendente no es que no ganaran batallas como la de Gravelinas sino que ésta no concluyera en un verdadero desastre. Dada su superioridad técnica –y también la de su servicio de inteligencia-, lo extraño verdaderamente es que los ingleses no ocasionaran mayores daños a los españoles, y tal hecho hay que atribuirlo a factores como la extraordinaria valentía de los combatientes de la Armada y a la competencia de Medina Sidonia.

Aunque el duque de Parma tuvo un papel mucho menos airoso en la campaña –y se apresuró a defenderse para no convertirse en el chivo expiatorio de la derrota- tampoco puede acusársele de ser el responsable del desastre. En repetidas ocasiones avisó a Felipe II de la imposibilidad de la empresa, y, al fin y a la postre, no se le puede achacar que no lograra lo irrealizable.

En realidad, las responsabilidades del fracaso de la campaña deben hallarse en lugares más elevados y más concretamente en el propio Felipe II. A diferencia de otras campañas de su reinado, la empresa contra Inglaterra no se sustentaba en intereses reales de España, sino más bien en los de la religión católica tal y como él personalmente los entendía.

En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien
dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así recuperar las Islas Británicas para el catolicismo. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda. ¿Cómo abandonar semejante plan para favorecer a cambio los intereses de España? Vista la cuestión desde esa perspectiva, el papa Sixto V, en teoría al menos, tenía que ver con placer semejante empresa e incluso bendecirla. Aquí Felipe II cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca.

Tampoco fue mejor la disposición del resto de los países católicos. Francia no quiso ayudar a España y lo mismo sucedió con Escocia e incluso con la población irlandesa. De esa manera, se repetía en versión aún más grave lo sucedido años atrás con Lepanto. España ponía nuevamente a disposición de la Iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos, pero en esta ocasión ni siquiera recibió un apoyo real de la Santa Sede que, por añadidura, vio con agrado la derrota de un monarca como el español al que consideraba excesivamente peligroso.

Fue la convicción católica de Felipe II la que le hizo iniciar la empresa en contra de los intereses nacionales de España –algo muy distinto de lo sucedido en Lepanto- y también la que le impidió ver que, sin el apoyo de Parma, la misma era irrealizable. En todo momento –y así lo revela la correspondencia- pensó que cualquier tipo de deficiencia, por grave que fuera, sería suplida por la Providencia, no teniendo en cuenta, como señalaría medio siglo después Oliver Cromwell, que en las batallas hay que “elevar oraciones al Señor y mantener seca la pólvora”.

No faltaron voces entonces y después voces que clamaron en España contra esa manera de concebir
la religión que ni siquiera compartía la Santa Sede. En los cuadernos de cortes de la época se halla el testimonio de quienes se preguntaban si el hecho de que Castilla se empobreciera haría buenas a naciones malas como Inglaterra, o clamaban que “si los herejes se querían condenar, que se condenasen”.

El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres –incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos- y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil. El principal responsable de semejante calamidad no fueron los elementos, ni la pericia militar inglesa, ni siquiera la incompetencia –falsa, por otra parte- de Medina Sidonia. Lo fue un monarca imbuido de un peculiar sentimiento religioso que, ausente en las demás potencias de la época sin excluir a la Santa Sede, acabaría provocando el colapso del Imperio Español.

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sábado, 18 de enero de 2014

La Armada Invencible (1)


A finales de mayo de 1588, una impresionante flota abandonaba el Tajo con rumbo a Inglaterra. Su finalidad era invadir el reino gobernado por Isabel Tudor y, tras derrocar a la hija de Enrique VIII, reimplantar el catolicismo. En apariencia, la empresa no podía fracasar, pero al cabo de unos meses se convirtió en un sonoro desastre. Las causas fueron identificadas por Felipe II con “los elementos” adversos mientras que los ingleses las atribuyeron a su flota supuestamente dotada de una mayor pericia que la ostentada por la española. Tampoco han faltado los que han buscado un elemento sobrenatural que ha ido de la acción de las brujas inglesas a la intervención directa de Dios castigando la posible soberbia española o protegiendo la Reforma. Sin embargo, por encima de consideraciones trascendentes, ¿por qué fracasó la Armada invencible?

A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo. Dos días fueron necesarios para que la flota –que contaba con 138 navíos, entre ellos sesenta y cinco galeones, y 24.000 hombres- se agrupara en alta mar. El propósito de aquella extraordinaria agrupación era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma, Alejandro Farnesio. Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres. De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo. Así, no sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos, donde una guerra que aparentemente iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.

Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años. En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había causado una enorme pérdida a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange. Por un breve tiempo, pareció que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos. Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero.

La acción de Isabel implico un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos, pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo católico en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso, dada la pena de excomunión que contra ella había lanzado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II, trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia a Roma. La ayuda inglesa –a pesar de sus deficiencias- resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587, Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y sobre la que giraba una conjura católica que pretendía asesinar a la soberana inglesa. A todo lo anterior se unían las acciones de los corsarios ingleses, especialmente Francis Drake, que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.

La posibilidad de que la invasión tuviera éxito no se le escapaba a nadie. De hecho, el papa Sixto V
ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición y, por otra parte, resultaba obvio que el poder inglés era muy menguado si se comparaba con el español. A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella, fundamentalmente porque no había fondos. Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras. Sin embargo, la realidad no era tan sencilla y, desde luego, no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.

Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado. En su opinión, ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa.

Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses. En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes. Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad. No sólo eso. En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo, dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. Sin embargo, el monarca español no estaba dispuesto a dejarse desanimar –como no se había desanimado cuando en febrero de 1588 murió el marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, y hubo que sustituirlo deprisa y corriendo por el duque de Medina Sidonia- ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas.

Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no
pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su misión. A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses –a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico- se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina. Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.

El 22 de julio, la armada española se encontró con otra tormenta, esta vez en el golfo de Vizcaya. El 27, la formación comenzó a descomponerse por acción del mar y al amanecer del 28 se habían perdido cuarenta navíos. El Santa María, buque almirante de la escuadra, de 780 toneladas de desplazamiento, fue lanzado contra los acantilados franceses. Durante 24 horas no se tuvo noticia de ellos, pero, finalmente, uno consiguió llegar al lugar donde se encontraba el grueso de la flota para indicar dónde se hallaban los restantes barcos.

Por desgracia para Medina Sidonia, ese grupo de embarcaciones fue avistado por Thomas Fleming, el capitán del barco inglés Golden Hind, que inmediatamente se dirigió a Plymouth para dar la voz de alarma. Allí llegaría el viernes 29 de julio encontrándose con Francis Drake que, a la sazón, jugaba a los bolos. La leyenda contaría que Drake habría dicho que había tiempo para acabar la partida y luego batir a los españoles. En realidad Drake se dio cuenta de que debía esperar el reflujo de la marea para salir a la mar y navegar a toda velocidad con la corriente a su favor.

Francis Drake nació alrededor de 1540 en Tavistock, cerca de Plymouth. Muy joven, se embarcó para convertirse en capitán de pequeños mercantes dedicados al tráfico de cabotaje, pero pronto se hizo famoso por la guerra de corso contra los españoles. En 1565, operó en la costa septentrional de Sudamérica y, dos años más tarde, junto con su primo John Hawkins, tomó parte en una expedición de piratería y trata de esclavos; en el decenio siguiente, con el apoyo secreto del gobierno inglés, llevó a cabo muchos saqueos en posesiones españolas en las Indias Occidentales. En 1577 organizó una expedición de cinco buques para realizar el primer viaje inglés alrededor del mundo. El 3 de diciembre se embarcó en el Pelican. Y el 20 de agostó llegó al estrecho de Magallanes junto con el Marigold y el Judith, habiéndose perdido los otros dos buques. Una serie de grandes tempestades causaron el hundimiento del Marigold, obligando al Judith a regresar, pero Drake, a bordo de su
buque rebautizado Golden Hind, siguió rumbo al norte y se apoderó de los aprovisionamientos españoles en Valparaíso. Incapaz de hallar un paso para volver al Atlántico, puso rumbo al Oeste, llegando al cabo de 68 días a la isla de Pellew. Reparó su buque en Java siguió hacia el Oeste hasta doblar el cabo de Buena Esperanza. A su llegada a Inglaterra, el 26 de septiembre de 1580, fue nombrado baronet por la reina. En 1585, Drake mandó una flota de 25 buques contra los asentamientos españoles en el Caribe. A su regreso, devolvió a su patria a 190 colonos ingleses de Virginia e introdujo en el país la patata y el tabaco. En 1587, atacó la flota española, que se estaba preparando para invadir Inglaterra, en el puerto de Cádiz. Drake era pues, uno de los peores enemigos de los españoles.

Para la flota española fue una desgracia el que la descubrieran tan pronto. Mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma. Para la flota inglesa, la llegada de los españoles significó una desagradable sorpresa. Habían especulado con la idea de atacar la Armada mientras se hallaba fondeada en La Coruña –una idea defendida por el propio Drake- y ahora los navíos de Medina Sidonia estaban a la vista de la costa cuando distaban mucho de poder considerarse acabados los preparativos de defensa. Ahora, lo quisieran o no, los navíos ingleses no tenían otro remedio que enfrentarse con los españoles e intentar abortar el desembarco. La noche del viernes, 24 barcos ingleses salieron de Plymouth virando con el ancla, maniobra consistente en embarcar el ancla principal en un bote y transportarla lo más lejos posible que permita su cabo y luego echarla de nuevo al mar: de este modo la tripulación va cobrando cabo, haciendo avanzar el barco. A causa de la marea, no resultó posible ejecutar la maniobra antes de las 21 horas, obligando a la tripulación a trabajar la mayor parte de la noche.

Este primer grupo de buques ingleses, que representaban la mitad de los disponibles en Plymouth,
puso rumbo al sur y luego hacia el Oeste, con objeto de cruzar el frente de la flota española y de sus aliados, y luego virar de bordo para perseguirla. Otros 11 buques, que salieron del puerto después que el grueso de la flota, pusieron inmediatamente rumbo al Oeste para seguir la costa, y se unieron al resto procedente del Norte. Entre los españoles, muchos consideraban que hubieran tenido que atacar Plymouth de inmediato, pero las órdenes de Felipe eran muy estrictas: el principal objetivo de la Armada era el estrecho de Dover, desde donde debían proteger el previsto desembarco del ejército del duque de Parma.

El domingo 31 de julio, hacia las nueve de la mañana, mientras la Armada avanzaba por el canal de la Mancha en formación de combate, un barco inglés llamado Disdain navegó hasta su altura y realizó un único disparo. En el lenguaje de la época, aquel gesto equivalía al lanzamiento de un guante previo al inicio del combate. El enfrentamiento de aquel día duraría cuatro horas y a su término, la flota española, la vencedora de Lepanto, iba a descubrir que en tan sólo unos años su táctica se había quedado atrasada.

La Armada española se desplazaba en forma de V invertida. Este tipo de formación no sólo permitía
enfrentarse con ataques lanzados desde ambos flancos, sino que además, situando los galeones en las alas, facilitaba entablar combate con las naves enemigas que, finalmente, eran abordadas por los infantes españoles, a la sazón los mejores de Europa. Esa forma de combate naval había dado magníficos resultados en el pasado y de manera muy especial en Lepanto, pero durante los años siguientes los españoles no habían reparado en los avances de la guerra naval. Sus cañones tenían un calibre inferior al de los ingleses, sus proyectiles eran de peor calidad, sus naves –aunque impresionantes- eran más lentas en la maniobra y, sobre todo, su formación implicaba un tipo de maniobra que, en realidad, repetía en el mar la disposición de las fuerzas de tierra. Para sorpresa suya, los barcos ingleses se acercaban en una formación nunca vista, es decir, en una sola fila, lo que llevó a pensar que debía existir otra fila que podía aparecer en cualquier momento.

Para colmo, a diferencia de los turcos de Lepanto, los ingleses no se acercaban hasta los barcos enemigos buscando el combate casco contra casco, sino que disparaban y, a continuación, se retiraban evitando precisamente que se produjera el abordaje. El enfrentamiento resultó desconcertante pero no se puede decir que fuera adverso para los españoles. Para cuando concluyó, habían perdido dos naves. El buque almirante andaluz Nuestra Señora del Rosario colisionó con el Santa Catalina, perdiendo el bauprés y el palo trinquete que, a su caída, también arrastró el palo mayor, con lo que el buque quedó fuera de servicio. Los intentos para remolcarlo no tuvieron éxito debido a que se estaba levantando mar.

La flota de Howard, cuyo número de buques no llegaba ni a la mitad de los españoles, se mantuvo retrasada toda la noche mientras aguardaba otras 40 unidades inglesas que habían zarpado de Plymouth y que debían unirse a la formación principal. Su buque insignia, el Ark Royal, estuvo en contacto con la flota enemiga toda la noche, pero al amanecer del día siguiente, el 1º de agosto, Howard descubrió que todos sus buques, salvo el Bear y el Mary Rose, se encontraban cerca. Los demás habían quedado retrasados por falta de órdenes.

Sir Francis Drake, al que se había conferido el honor de llevar la luz que indicaba a los otros barcos la
ruta que debían seguir, impidió a Howard realizar otro ataque al amanecer. Drake, corsario más que otra cosa, había previsto la posibilidad de capturar una presa y se había apartado de la flota inglesa sin encender una luz que habría puesto sobre aviso a su potencial captura. El resultado fue que el resto de la flota se mantuvo inmóvil y tan sólo el buque insignia de lord Howard y un par de barcos más persiguieron a los españoles. Drake capturó al Nuestra Señora del Rosario, hizo prisioneros al comandante Pedro Valdés y a su tripulación y, lo que es más increíble, se apoderó del tesoro real español. Este barco, y el San Salvador –posteriormente destruido por una explosión de pólvora-, fueron las únicas presas de los ingleses en toda la operación.

Toda esta circunstancia fue captada por la flota española y Medina Sidonia decidió junto con la mayoría de sus mandos aprovecharla para asestar un golpe de consideración a los ingleses. Para llevar a cabo el ataque resultaba esencial la participación de las galeazas que estaban al mando de Hugo de Moncada, el hijo del virrey de Cataluña. Sin embargo, Moncada no estaba dispuesto a colaborar. Tan sólo unas horas antes Medina Sidonia le había negado permiso para atacar a unos barcos ingleses y ahora Moncada decidió que respondería a lo que consideraba una ofensa con la pasividad. Ni siquiera el ofrecimiento de Medina Sidonia de entregarle una posesión que le produciría tres mil ducados al año le hizo cambiar de opinión. Se trató, no puede dudarse, de un acto de desobediencia deliberada y de no haber muerto Moncada unos días después seguramente hubiera sido juzgado, pero, en cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Cuando finalmente se produjo la batalla, los ingleses se habían recuperado.

Los españoles se encontraron, navegando por aguas de cabo Berry, en el Devon meridional, con los
ingleses que navegaban al Oeste a gran distancia. Los buques requirieron todo el día para ponerse en formación, aunque algunos no lo lograron hasta el martes. Los españoles estaban en formación en una larga línea, pero ahora adoptaban el dispositivo de batalla en forma de media luna con las puntas dirigidas hacia delante. En el centro, para atacar cualquier embarcación inglesa que tratase de acercarse por detrás, había galeazas equipadas con remos y velas.

Poco después del amanecer del 2 de agosto de 1588, lord Howard dirigió su flota hacia la costa de Portland Bill en un intento de desbordar el flanco español que daba sobre tierra, pero Medina Sidonia lo captó impidiéndolo. Durante las doce horas que duró la lucha, los españoles hicieron esfuerzos denodados por abordar a los barcos enemigos y en alguna ocasión estuvieron a punto de conseguirlo. No lo lograron, pero tampoco pudo la flota inglesa, a pesar de los intentos de Drake, causar daños a la española. Por la noche, en el Canal de la Mancha, se habían reconstruido dos imponentes formaciones navales, una siguiendo a la otra.

La Armada no había perdido un solo barco en este último encuentro y continuaba su rumbo para encontrarse con el duque de Parma y, ulteriormente, desembarcar en Inglaterra. A decir verdad, esta última parte de la operación era la que seguía mostrándose angustiosamente insegura. La noche antes de la batalla de Portland Bill, el duque de Medina Sidonia había despachado otro mensajero hasta el duque de Parma y para cuando se produjo el combate ya eran dos los correos españoles que se habían entrevistado con él. Las noticias no eran, desde luego, alentadoras, porque el duque de Parma no tenía a su disposición ni las embarcaciones ni las tropas necesarias.

Sin embargo, los ingleses carecían de esta información y, para colmo de males, al hecho de no haber causado daño alguno a la Armada se sumaba el agotamiento de sus reservas de pólvora y proyectiles y el pesimismo acerca de la táctica utilizada hasta entonces. Mientras sus navíos se rearmaban, lord Howard convocó un consejo de guerra para decidir la manera en que proseguiría la lucha contra la Armada. Finalmente se decidió dividir las fuerzas inglesas en cuatro escuadrones –mandados por lord Howard, Drake, Hawkins y Frobisher- que atacarían a las fuerzas españolas para romper su formación y así impedir su avance hacia el este.

La nueva batalla duró cinco horas –desde el amanecer hasta las diez de la mañana- y los ataques
ingleses tuvieron el efecto de empujar a la flota española con un rumbo norte-este- un hecho que muchos han interpretado como una hábil maniobra, ya que hubiera significado desviar a la flota enemiga contra una de las zonas más peligrosas de la costa-, pero Medina Sidonia captó rápidamente el peligro y evitó el desastre. Ciertamente, la Armada no había sufrido daños pero se vio desplazada al este del punto donde Medina Sidonia esperaba noticias del duque de Parma y, finalmente, el mando español decidió seguir hacia el este hasta encontrarlo. Ya eran cinco los días que ambas flotas llevaban combatiendo y con sólo un par de barcos españoles fuera de combate y ninguno hundido, la moral de los ingleses estaba comenzando a desmoronarse.

Medina Sidonia se dirigió entonces hacia Calais con la idea de encontrarse posteriormente con el duque de Parma a siete leguas, en Dunkerque, y desde allí atacar Inglaterra. Sin embargo, Medina Sidonia seguía abrigando dudas y volvió a enviar un mensajero al duque de Parma con la misión de informarle de que si no podía acudir con tropas, por lo menos enviara las lanchas de desembarco.



(Finaliza en la siguiente entrada)

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