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domingo, 3 de agosto de 2014

Claudio, emperador por accidente


Antes de que las espléndidas novelas de Robert Graves y la consiguiente serie televisiva lo hicieran famoso, el emperador Claudio (10 a.C. – 54 d.C.) era sin duda el menos conocido de la familia Julio-Claudia, que gobernó Roma desde el año 31 a.C. hasta el 68 d.C. La fuerte personalidad de Augusto y Tiberio y las locuras de su antecesor, Calígula, y de su heredero, Nerón, le relegaron a un papel secundario. A ello también contribuyeron los testimonios de los historiadores Tácito y Suetonio, poco generosos en sus juicios con un emperador al que presentaron como un gobernante dominado por sus mujeres y sus libertos.

Pero la antipatía hacia Claudio que se desprende de sus textos no ha borrado la honradez de su relato, lo que permitió a Graves rehabilitar la figura de Claudio, transmitiéndonos una nueva imagen de éste: un hombre inteligente que tuvo que hacerse el tonto, primero para pasar desapercibido y después para burlar las asechanzas de sus enemigos.

Este planteamiento surge de un pasaje de Suetonio en el que se nos cuenta que Claudio aseguró haber fingido su necedad bajo el gobierno de Calígula, porque de otro modo no habría evitado la muerte, “y, sin embargo –continúa el biógrafo-, no convenció a nadie, ya que poco tiempo después salió a la luz un libro, con el título “La rebelión de los necios”, en el que se argumentaba que nadie es capaz de disimular la locura”.

Aunque Suetonio se empeñe en presentarnos a un Claudio estúpido, al que todos tomaban como tal,
la misma biografía que compuso nos muestra que Claudio era un hombre de gran talento y que fueron las circunstancias las que le forzaron a disimular su verdadera capacidad intelectual. En la adopción de tal comportamiento Claudio contaba con un ilustre antecesor: Marco Junio Bruto, el fundador de la República romana, quien, según Livio, “se dedicó a parecer tonto cuando supo que los ciudadanos principales, y entre ellos su hermano, habían sido muertos por el rey Tarquinio”.

Es cierto, sin embargo, que Claudio tenía algunas discapacidades que le ayudaron en su inteligente disimulo. Suetonio nos ha dejado un retrato en el que subraya las deformidades que deterioraban su apariencia: “sus rodillas, poco consistentes, le fallaban cuando caminaba, y lo afeaban otros muchos defectos cuando hablaba en broma o en serio: una risa indecorosa, una ira más vergonzosa todavía porque le espumaba la boca y le destilaba la nariz, y, para colmo, su tartamudeo al hablar y un temblor continuo de cabeza. “

Tales defectos eran, al parecer, secuelas de sus enfermedades infantiles, y por su causa se le consideró durante mucho tiempo incapacitado para la vida política. De nada sirvieron los ensayos que publicó en su juventud, preludio de una consistente obra como historiador y anticuario, que desgraciadamente no se ha conservado. Parece que sus familiares llegaron pronto a la convicción de que la enfermedad que había disminuido su cuerpo necesariamente había afectado también a su espíritu. Antonia, su madre, cuando quería subrayar la necedad de alguien, decía que era más tonto que su hijo Claudio, y el resto de su familia no dudó en manifestarle su desprecio; sólo Augusto parecía albergar algunas dudas, sorprendido de que un tartamudo declamase tan bien. Tiberio le encomendó funciones de escasa relevancia y sólo gracias a Calígula llegó a ser cónsul. Nunca sabremos si tal nombramiento fue una excentricidad más de este emperador o si es que el “loco” Calígula se había percatado de la excepcional inteligencia de su tío.

Un joven que publicaba ensayos, frecuentaba a los más ilustres intelectuales de la época, como Tito
Livio o Asinio Polión, escribía en griego y en latín y que se interesaba no sólo por la historia de Roma sino también por la de etruscos y cartagineses, era despreciado y postergado por su familia, convencida de que su enfermedad le había convertido en un necio. Desde nuestra perspectiva, parece más bien que, si tal enfermedad influyó en la capacidad intelectual de Claudio, fue para bien, aunque sólo fuera por el tiempo que le permitió dedicar al estudio. Un reciente estudio ha identificado el conjunto de síntomas de Claudio con la enfermedad de Little, una encefalopatía infantil que no afecta a las facultades intelectuales. También es posible que se tratara de una meningitis.

Claudio demostraría sus aptitudes no solo en los estudios liberales, sino también en su obra de gobierno o en su inteligencia para sobrevivir en tiempos de Calígula. Sin embargo, su propia lucidez tuvo que provocarle grandes sufrimientos, al darse cuenta del desprecio y los peligros que le acechaban.

Según los historiadores de la época, uno de los rasgos más marcados de la personalidad de Claudio era el miedo. Suetonio nos cuenta algunos ejemplos elocuentes, principalmente del inicio de su gobierno: “no se atrevía a acudir a los banquetes, a menos que le escoltaran guardianes provistos de lanzas y que los soldados hicieran de camareros, ni visitaba a ningún enfermo sin haber explorado antes el dormitorio y haber registrado y sacudido los colchones y cobertores. En el resto de su reinado apostó siempre escrutadores rigurosísimos a todos sus visitantes. Y sólo más adelante y a regañadientes consintió que no se registrara a las mujeres y que no se quitaran a los secretarios los estuches de plumas y los punzones”. El biógrafo prosigue detallando más ejemplos del pavor y la desconfianza de Claudio, y asegura que estuvo a punto de renunciar al trono ante rumores infundados de conspiraciones.

Sin duda, uno de los momentos más difíciles de su reinado fue cuando se vio obligado a ordenar la
ejecución de su esposa Mesalina, que había decidido contraer nupcias públicamente con su amante Silio. Para Claudio, semejante acto sólo tenía sentido dentro de una conjura contra él mismo, pues de otro modo el desenlace sólo podía ser, como de hecho ocurrió, la muerte de los amantes. Dejando a un lado la razones para tal comportamiento –la supuesta conjura no prosperó y quizá se trató, como lo interpretan algunos estudiosos, de un episodio de locura de amor por parte de Mesalina-, lo cierto es que, al tener conocimiento de ella, Claudio corrió despavorido junto a sus pretorianos preguntando, según afirma Tácito, si aún era dueño del imperio.

Ese pánico de Claudio podría explicarse sin duda, con razones objetivas, pues el imperio de terror impuesto por Tiberio y Calígula y la conspiración senatorial que terminó con la vida de este último eran razones suficientes para mantenerse en guardia permanentemente, pero la insistencia de los historiadores en describir su miedo nos hace pensar en razones subjetivas. En realidad, Claudio era un superviviente. Si la enfermedad que provocó sus deformidades físicas se hubiera producido cuando tenía pocos meses de vida, lo normal en la Roma de la época habría sido el abandono; no hubo leyes
en contra de la muerte de niños deformes hasta finales del siglo IV d.C. Si el mal le hubiera afectado cuando ya tenía algunos años, no habría sido extraño que la familia se desprendiese de él discretamente, mediante una adopción bien sufragada.

Por ello, lo lógico es pensar que la enfermedad o las secuelas que dejó no se manifestaron en Claudio hasta una edad próxima a la adolescencia. De otro modo, no se habría mantenido en la familia imperial, pues no contaba, desde luego, con el afecto de su madre Antonia ni de su abuela Livia, que claramente se avergonzaban de su existencia, y su padre, Druso, había muerto pocos meses después de su nacimiento. Su único valedor fue su hermano Germánico, seis años mayor que él y a quien, según todos los testimonios, Claudio profesaba una enorme admiración. El apoyo de éste y su precoz talento, capaz de provoar las dudas de Augusto y la simpatía de prominentes ciudadanos, fueron decisivos para mantenerlo en la corte.

Tal vez disfrutó de algunos años de tranquilidad en los últimos momentos del principado de Augusto y en los primeros del de Tiberio, pero la muerte de Germánico en el año 19 d.C., instigada, según Tácito, por su tío el emperador, debió de ser para el temeroso Claudio un golpe muy difícil de encajar. Tiberio, celoso del carismático Germánico –un hombre culto como su hermano, excelente general como su padre y con un inquietante don de gentes-, había decidido eliminarlo, preocupado por su ascendiente sobre el ejército, el pueblo y el Senado. Para Claudio la muerte de su hermano representó no sólo una enorme pérdida afectiva, sino también la vuelta al desasosiego. Ya no tenía protector y, además, si Germánico había muerto, él podía ser el siguiente.

A partir de entonces y hasta su nombramiento como emperador tuvo que superar con habilidad de
superviviente los duros años de tiranía del despótico Silano, prefecto del pretorio en quien Tiberio delegó sus poderes, y la etapa de arbitrariedad y locura que se enmarca entre los años de demencia senil de Tiberio y el fin del paranoico Calígula. En época de este emperador, incluso siendo cónsul, Claudio seguía soportando estoicamente los ultrajes de cortesanos y bufones: “siempre que se dormía después de la comida, como le ocurría de ordinario, era atacado con huesos de aceitunas o de dátiles y los bufones de vez en cuando bromeaban con él y le despertaban con la palmeta o el látigo. Solían ponerle también unas pantuflas de mujer entre las manos mientras roncaba y le despertaban de repente para que se frotara la cara con ellas”.

El miedo siguió acompañando a Claudio incluso al convertirse en dueño del Imperio. Cuando
Calígula fue asesinado y los soldados pretorianos entraron visiblemente enojados en palacio, encontraron a Claudio temblando detrás de una cortina, convencido quizá de que consumía sus últimos momentos de vida. Sin embargo, los pretorianos decidieron proclamarlo emperador, pues no estaban dispuestos a aceptar el cambio de régimen que parecía pretender la conjura contra Calígula. En efecto, el Senado había intentado la vuelta a la República, que suponía el aumento de sus poderes y de los privilegios de sus miembros, pero los soldados no querían renunciar a los beneficios que comportaba para ellos el régimen militar instaurado por Augusto y sus sucesores.

Los soldados eligieron a Claudio porque era miembro de la familia imperial, por ser muy querido por
el pueblo y, sobre todo porque se avino a comprar su fidelidad; Suetonio lo refiere con claridad: “Como el Senado se mostraba demasiado remiso en ejecutar sus tentativas y la multitud que se hallaba en torno reclamaba un solo jefe, proponiendo incluso su nombre, Claudio permitió que los soldados armados le juraran obediencia en una asamblea y prometió quince mil sestercios a cada uno, siendo así el primero de los Césares que compró la fidelidad de los soldados incluso con dinero”.

Evidentemente, el tímido Claudio no quería ser emperador. También es probable que sintiera simpatías por la ideología republicana. En todo caso, cuando comprendió la gravedad de su situación actuó guiado por el miedo y el instinto de supervivencia. Eso sí, su proceder con la tropa dejó en evidencia el carácter militar del régimen y sentó un grave precedente para el futuro. La soldadesca fue consciente de su poder, y los futuros emperadores tuvieron siempre en cuenta la necesidad de ser generosos con ella si querían mantenerse en el trono.

Comprada la fidelidad del ejército, era necesario buscar colaboradores leales en la tarea de gobernar, y Claudio recurrió a sus libertos, compañeros de juegos y antiguos confidentes, que le habían otorgado mucho más respeto que sus familiares. Posides, Félix, Hárpocras, Polibio forman parte de una lista encabezada por Narciso y Palante, “a quienes Claudio permitió que ganaran y robaran tanto que, al quejarse en cierta ocasión de la penuria del fisco, se le dijo, no sin razón, que nadaría en dinero si era admitido como socio por sus dos libertos”.

Poco podía esperar del Senado, al que había traicionado -más por necesidad que por voluntad propia-, así que pronto empezó a marcar distancias y a arrebatarle algunas parcelas de poder que pasaron a ser ejercidas por él o por el ordo equester u orden de los caballeros, estamento social claramente promocionado durante su gobierno.

Además de sus libertos, Claudio se confió a sus esposas. Enamorado de Mesalina, nada quiso saber de sus infidelidades y francachelas hasta que ella le reclamó públicamente el divorcio. Cuando esto ocurrió, sus consejeros le impidieron entrevistarse con ella, sabedores de que acabaría convenciéndole de lo que quisiera. El lugar de Mesalina lo ocuparía en breve su sobrina Agripina, hija de Germánico, con la que contrajo unas nupcias casi incestuosas que la oposición del Senado no consiguió evitar.

Hay en los textos de la época –desde luego, prosenatoriales y, por tanto, hostiles a Claudio- una insistencia llamativa en presentarlo como un pelele en manos de sus íntimos. Dice Suetonio: “Abandonándose en manos de sus libertos y de sus esposas, se comportó no como un príncipe, sino como un vasallo”. Tácito abunda en lo mismo: “Nada parecía cuesta arriba en el ánimo de un príncipe en el que no había ni juicio favorable ni odio que no fuera inspirado y ordenado”. Son sólo dos ejemplos, pero hay otros muchos en los que se subraya la pasividad de Claudio frente a las intrigas, corrupciones y crímenes de sus allegados, sugiriendo que, de hecho, el poder lo detentaban éstos y no el emperador.

Pese a que estas críticas tienen gran parte de verdad, también está claro que la dirección política e
ideológica de su reinado fue responsabilidad suya y, en general, los historiadores están de acuerdo en que los aciertos fueron más numerosos que los errores. Entre sus logros se cuenta una gran reorganización administrativa, que conllevó el aumento de funcionarios y la creación de departamentos (finanzas, cultura, etc) que suplieran la ineficacia de las comisiones senatoriales. Claudio destacó también por su labor legislativa, que le llevó a regular infinidad de materias de interés social: trato de los esclavos, usura, moralidad pública….

También es cierto que su gusto por promulgar edictos acabó por convertirse en una verdadera manía: llegó a promulgar veinte en un solo día, sobre cuestiones tan menores como qué antídoto era el más apropiado para la picadura de víbora.

Claudio impulsó asimismo numerosas construcciones, como el puerto de Ostia, dos grandes
acueductos para Roma o la desecación del lago Fucino. En fin, abrió el Senado a los no italianos y extendió con generosidad el derecho de ciudadanía, rompiendo así con el nacionalismo de la aristocracia senatorial. En política exterior Claudio destacó por su pacifismo y su preferencia por las soluciones diplomáticas, pese a que aprobó una intervención militar en Britania.

La conquista de Britania fue una excepción en la política escasamente expansionista de Claudio. El propio emperador se puso al frente del ejército en una difícil expedición que le permitió conquistar en dos campañas (años 43 y 44) la mitad sur de la isla, aunque no quedó pacificada hasta el 51. El pretexto para la intervención fue la solicitud de ayuda de un príncipe aliado, pero la ofensiva tenía el objetivo de acabar con las tribus belicosas que no aceptaban la presencia romana en Britania y hacían incluso frecuentes incursiones en las costas de la Galia.

La razón de la conquista, según Suetonio, fue únicamente el ansia de gloria de Claudio, pero hay sin duda otras razones. Ya Julio César, el primero en llevar las insignias romanas a suelo británico, consideró el dominio de la isla como el corolario imprescindible de la conquista de las Galias; era pues, una tarea inconclusa que por diferentes motivos los predecesores de Claudio prefirieron diferir. Bajo Calígula las incursiones de los británicos en suelo galo aumentaron, de modo que Claudio planteó la intervención como un modo de apaciguar a los militaristas, que denunciaban el continuo descrédito del poder de Roma. Además, había razones económicas, como la explotación de los grandes recursos metalíferos de la isla y el uso de los prisioneros de guerra como mano de obra esclava en las grandes construcciones emprendidas por el emperador.

La conquista reportó a Claudio una enorme gloria, pues en el imaginario popular la campaña victoriosa no suponía tan sólo la incorporación de una nueva provincia sino la conquista para Roma de todo el Océano.

Claudio siempre contó con el favor del pueblo. Numerosos ejemplos ponen de manifiesto una línea
de comunicación fluida entre gobernante y gobernados e incluso un intercambio de favores en momentos decisivos. Cuando fue nombrado cónsul en tiempos de Calígula, el público le aclamó al grito de “¡Viva el hermano de Germánico!”, “¡Viva el tío del emperador!”. Cuando los soldados pretendían hacerle emperador y el Senado se mostraba renuente, el pueblo intervino aclamándole por su nombre.

En cierta ocasión, al extenderse el rumor de que había sido asesinado, el pueblo, consternado, “no cesó de increpar con terribles maldiciones a los soldados como traidores y a los senadores como parricidas”, hasta que se les aseguró que el emperador se encontraba a salvo. Una vez se produjo un gran incendio en la ciudad y, como los soldados no eran capaces de apagarlo, Claudio llamó en su ayuda a la plebe, que acudió desde todos los barrios.

El emperador correspondió a este afecto ofreciendo al pueblo grandes congiarios (donativos) y
espectáculos magníficos. Gustaba asimismo del diálogo directo con la multitud. Les llamaba “señores”, les hacía corear el número de áureos con que premiaba a los gladiadores e incluso les gastaba bromas. Sólo durante una grave carestía por malas cosechas fue abucheado por la plebe, que le arrojó mendrugos de pan. El emperador respondió cuidándose de facilitar el aprovisionamiento de Roma, para lo que comprometió su propio patrimonio.

Esta notable obra de gobierno permite fácilmente comprender la popularidad de que gozó Claudio desde su entronización. Sin embargo, ello no impidió que al final el inseguro y asustadizo emperador muriera víctima de una de las conspiraciones que tanto había temido, traicionado por una de las personas en las que había depositado su confianza: su esposa Agripina.

Prácticamente todos los historiadores antiguos afirman que Claudio murió envenenado por su última esposa, Agripina. Las circunstancias en las que se produjo su fallecimiento varían según los autores, aunque la opinión más repetida es que se debió a una seta envenenada que Agripina hizo servir a su marido. La muerte fue ocultada al pueblo durante algunos días, mientras se preparaba la sucesión de Nerón, hijo de un matrimonio anterior de Agripina.

Según Suetonio, la conspiración contra Claudio terminó de fraguarse cuando el emperador, arrepentido de haber adoptado a Nerón, se decantó por su hijo Británico como su sucesor y redactó un testamento sellado y firmado por los magistrados, pero que nunca llegaría a leerse. Agripina se
adelantó entonces a darle muerte, aprovechando la ausencia por enfermedad de Narciso, el leal liberto de Claudio.

El propio emperador tenía conciencia de la proximidad de su fin. Esto ha hecho pensar a algunos que Claudio, enfermo y hastiado, se prestó a tal muerte, en una especie de suicidio asistido. El emperador sabía que la decisión de apoyar a Británico podría conducirle a la muerte; aun así, en un gesto de valentía impropio en él, decidió actuar con rectitud devolviendo el trono al hijo nacido de su sangre y de su amada Mesalina. De nada sirvió; Las artimañas de Agripina y sus colaboradores elevaron al trono a Nerón, quien poco tiempo después ordenó la muerte de Británico. Pero quizá Claudio murió con la conciencia tranquila.

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