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sábado, 30 de agosto de 2014

Los primeros griegos




Los orígenes de la civilización griega se sitúan en torno al mar Egeo en la Edad de Bronce (h. 3500 – 1100 a. de C.), periodo durante el cual los distintos territorios fueron imponiendo su hegemonía.

Gracias a la generalización del uso del cobre y del bronce que se produjo en las tierras del Egeo a comienzos del tercer milenio, lo que facilitó la fabricación de herramientas y armas, su comercio se extendió por todo el Mediterráneo oriental. Así se pusieron en contacto las tierras europeas de Grecia e Italia con las asiáticas de Anatolia, Siria y Palestina y con las africanas de Egipto y Libia. Las islas del Egeo y otras, como Creta, Rodas o Chipre, se usaron como puentes en una navegación que se hacía empleando barcos de remos primero y de remos y velas después. Así, hasta el año 2200 a.C. el dominio de esta zona perteneció a las islas Cícladas, donde se desarrolló la principal cultura de la primera etapa de la Edad de Bronce. Los barcos cicládicos se movían por todo el Egeo llevando productos de un lado a otro, y la flota formó lo que se denomina la primera talasocracia (potencia marítima) de Europa.

Durante el Bronce Medio (2000 al 1500 a. C.), la civilización minoica o cretense ejercía el control de todo el Mediterráneo oriental mediante una gran flota. Su organización social mostraba una fuerte cohesión y armonía, como se puede deducir por el hecho de que en sus inmensos palacios no existen muros que defiendan o separen unas casas de otras. Tampoco hay restos de fortificaciones. El final de la cultura minoica está ligado a un fenómeno natural: la explosión de la isla de Thera hacia el 1500 a.C. Esta isla, que se encuentra a unos 120 km al norte de Cnossos constituye el actual archipiélago de Santorini. La gran bahía central es una caldera originada por la erupción mencionada. En una primera fase, los efectos de la erupción probablemente se limitaron a Thera, donde piedras y bombas volcánicas podrían haber cubierto la mitad oriental de la isla. Parece que los habitantes tuvieron tiempo de abandonarla. Luego, el volcán entró en una fase relativamente pacífica hasta que la erupción se reanudó.

Análogamente a lo que ocurrió siglos después con la erupción del Krakatoa en el Pacífico, se ha supuesto que, cuando la pared exterior del volcán de Thera se agrietó, el mar entró en el interior y debió de generar inmensas fuerzas que hicieron explotar la isla, formando una ola que se habría propagado por todo el Egeo. La teoría es que si las naves cretenses estaban en la costa habrían sido destruidas inmediatamente. La explosión expulsó 60 km3 de materiales y las cenizas pudieron alcanzar un espesor de 40 metros. Por otra parte, las colinas y valles de la Creta oriental se habrían visto cubiertos de una gruesa capa de cenizas. Se ha calculado que un depósito de cenizas puede dejar estériles los campos durante varios años, de manera que la agricultura y el comercio cretenses habrían sufrido sendos golpes mortales. La situación permitió la llegada de los griegos micénicos a Creta y la conquista y control de la isla por parte de los nuevos señores.

Hacia el 2000 a. C., los aqueos, pueblo del norte, tomaron la Península Balcánica, se instalaron en sus
costas, mezclándose con otras tribus, y configuraron una población genéricamente eólica. Estos aqueos se hacían llamar a sí mismos helenos –habitantes de la Hélade-. Esta sociedad era esencialmente guerrera y estaba encabezada por un príncipe que cumplía con el triple papel de rey, jefe militar y sacerdote. Acabó dominando el Egeo durante el Bronce reciente (1600-1200 a.C.) y ampliando aún más las rutas comerciales. Así, en Micenas aparecieron objetos hechos con ámbar del Báltico, piedras de Oriente Medio, loza egipcia, marfil africano, cerámicas de Asia y metales de todas partes, desde los Balcanes hasta Sicilia y Chipre. Otros pueblos, como los argivos, constituían las tribus jónicas que habitaban el Peloponeso. Ambos grupos se asimilaron a la cultura cretense y heredaron sus costumbres y conocimientos, conformando lo que se ha dado en llamar civilización micénica.

La civilización micénica era una de las más brillantes del Mediterráneo. El comercio era uno de los motivos de su esplendor y la sociedad estaba bien organizada. Añádase a ello los perfeccionados conocimientos técnicos que permitían edificar puentes, ciudadelas, tumbas de forma circular… y realizar trabajos de drenaje y de irrigación.

Aunque podríamos detenernos en abundantes detalles sobre los micénicos, cabe destacar que algunas de las innovaciones tecnológicas más importantes tuvieron lugar en el campo de la metalurgia del bronce, sobre todo en la fabricación de las armas. Entre ellas destaca la aparición de las espadas tipo Naue II, que presentaban una empuñadura con rebordes y acanaladuras a lo largo de la hoja. Las espadas micénicas anteriores eran armas más estrechas, apuntadas, dotadas de una moldura central y apropiadas para clavar y atravesar. A finales del siglo XIII a. C., se adoptó el nuevo tipo de espadas más largas y robustas de procedencia centroeuropea. Gracias a la forma de su hoja, estas espadas podían utilizarse de forma más versátil, con la doble función de clavar y cortar. Las espadas Naue II eran ya conocidas en Europa y su penetración en Grecia se produjo alrededor del año 1200 a. C. Siguieron siendo el tipo predominante en la siguiente fase histórica, la Edad del Hierro, cuando se fabricaban de ese metal. En el mismo periodo se documenta un nuevo tipo de lanzas, también de origen europeo.

Las formidables murallas que ceñían los palacios micénicos no bastaron para evitar la ruina de
aquellas fortalezas, las mayores que jamás se habían levantando en Grecia. Entre los siglos XIII y XII a. C., las ciudadelas de Tirinto, Pilos y la propia Micenas, desde las que apenas cien años antes sus señores desafiaban orgullosamente a sus rivales, fueron devastadas y nunca más volvieron a recuperar su antiguo esplendor. Los imponentes recintos quedaron destruidos uno tras otro, y con ellos desaparecieron las manifestaciones de cultura elevada, desde la escritura silábica hasta la arquitectura monumental de piedra: los muros ciclópeos, las vastas residencias reales y las majestuosas tumbas de cúpula donde recibían sepultura los soberanos.

La población disminuyó de forma dramática: cerca de un 70% entre 1250 y 1100 a. C. y las comunicaciones con otras zonas del Mediterráneo –como Creta, Chipre, Egipto y Asia Menor- quedaron interrumpidas durante más de un siglo. Todo un período cultural y político, el del poderoso mundo micénico, llegaba a su fin, y comenzaba lo que los historiadores modernos han llamado la “Edad Oscura” de Grecia.

Pero los griegos de esta última época nunca olvidaron el brillo del mundo que había desaparecido con la gran destrucción. Rememoraban la época micénica como un pasado glorioso, un tiempo de empresas extraordinarias y semidioses magnánimos; el símbolo de ese esplendor era el bronce, el metal de las armas que blandían los campeones micénicos. Así se refleja en el mito de las edades, que refiere Hesíodo en “Trabajos y Días”, obra compuesta a finales del siglo VIII a. C. Según Hesíodo, a continuación de las primordiales edades de Oro y de Plata vino la de Bronce y luego la de los Héroes, que vivieron antes de la penosa Edad de Hierro en la que lamenta vivir el poeta. Pues, en efecto, el hierro fue el metal con el que las gentes de la Edad Oscura fabricaron sus armas, sus herramientas e incluso sus joyas.

¿Cómo interpretar la gran crisis que terminó con una civilización tan refinada y vigorosa como la micénica? En la actualidad muchos historiadores consideran que la causa principal del hundimiento fue interna: el lento y fatal declive de las ciudades, a pesar de sus fuertes muros, una época de hambrunas y tal vez alguna epidemia de peste. Es indudable, en efecto, que plagas, sequía y guerras marcaron la agonía de la sociedad micénica. En todo caso, como los palacios habían controlado gran parte de la economía y centralizaban la distribución de mercancías y productos, su completa ruina trajo consigo un desastre ingente.

Los relatos míticos sobre la guerra de Troya y los Siete contra Tebas, que relata el ataque de Argos
contra esta última ciudad, atestiguan y recogen ecos de esos tiempos revueltos, en los que caudillos micénicos se enrolaban en empresas de conquista o marchaban con el heterogéneo conjunto de “pueblos del mar” a saquear las costas de Egipto o a abatirse sobre la próspera ciudad de Ugarit, en las costas de Siria. Por la misma época, otros pueblos venidos del norte acabaron con el Imperio hitita y arrasaron su capital, Hattusa; y también Italia sufrió la invasión de gentes diversas. El héroe “saqueador de ciudades” de los relatos épicos pertenece a esa última etapa del mundo micénico. Aquiles y Agamenón no son tanto recuerdos de los príncipes micénicos que vivían en sus palacios rodeados de comodidades y seguridad, como de sus descendientes más próximos, hombres desheredados cuyos regresos al hogar resultaron trágicos o se retrasaron indefinidamente.

En este contexto de crisis, marcado por repetidas contiendas guerreras, hubo también invasiones y migraciones que tuvieron un gran impacto en el territorio dominado por los micénicos.

De hecho, historiadores griegos de la época clásica, como Heródoto y Tucídides atribuyeron la destrucción del mundo micénico a una invasión violenta, la de los dorios. Según esta versión tradicional, los dorios eran un conjunto de belicosas tribus procedentes de zonas nórdicas y hablantes de un dialecto griego, que en el siglo XII a. C. conquistaron las ciudades fortificadas de los aqueos o micénicos. Fueron ellos quienes arrasaron Pilos, Micenas, Tirinto, Tebas, Esparta y también Cnosos en Creta, y acaso Enkomi en Chipre. Según la versión mítica, también se lanzaron contra la antigua Atenas, pero ésta resistió heroicamente bajo su rey Codro, aunque la arqueología moderna no ha hallado indicios de ese ataque. Solamente el Ática –la región de Atenas- y la montañosa Arcadia se salvaron de la invasión; el resto de la Hélade y en particular el Peloponeso, quedaron bajo el dominio de los invasores.

El eco de esta migración se encuentra en el relato mítico de los Heraclidas. La historia cuenta cómo, tras la muerte del semidios Heracles (el Hércules latino), sus descendientes se refugiaron en Atenas, donde participaron en la defensa de la ciudad contra el asedio de Euristeo, rey de Tirinto, que había sido el gran enemigo de Heracles. Tras derrotarlo volvieron por fin al Peloponeso.

Debemos notar, sin embargo, que muchos historiadores modernos han puesto en duda la tesis de una
conquista de Grecia por los dorios. Existen, en efecto, escasos testimonios de una invasión. Los datos de tipo lingüístico indican el asentamiento de comunidades de hablantes griegos en las distintas regiones de la península griega, pero este movimiento no tuvo por qué ser fruto de una conquista. Además, la instalación de nuevos pobladores en la Grecia meridional debió de ser un proceso paulatino y no una migración torrencial. Parece muy probable que la clave del éxito de los recién llegados se encontrara no sólo en su poderío militar, sino en el derrumbe previo del poder micénico. Lo que es seguro es que los invasores dorios no tenían grandes reyes, ni construían palacios, ni poseían cortes con funcionarios, impuestos y tributos. Tampoco practicaban el comercio marítimo. Eran gentes rudas que labraron sus tierras, cuidaron sus rebaños y establecieron nuevos núcleos de población.

Frente a la sofisticada civilización micénica, las sociedades de la Edad Oscura son más sencillas y condicionadas a la economía de subsistencia. Además, los nuevos pobladores no sintieron necesidad de dejar ningún testimonio escrito tras de sí. Se inauguró, de esta forma, un periodo de aislamiento y aparente oscuridad que, sin embargo, tuvo una importancia capital en la historia griega, pues en él se
gestó la civilización clásica que cristalizaría a partir del siglo VIII a. C.

En las últimas décadas, los arqueólogos se han ocupado mucho de esta época para disipar en lo posible su oscuridad y precisar el desarrollo de la sociedad y la cultura en esos cuatro siglos, que han dividido en periodos según la decoración de la cerámica y sus motivos geométricos. El rasgo más visible que define a este periodo es el uso habitual del hierro, metal que sustituyó al bronce. Hay que tener en cuenta que el cobre y el estaño, necesarios para la fundición del bronce, tenían que ser importados; no así el hierro, que era más accesible, y, por tanto, más adecuado para las comunidades aisladas y autosuficientes de la Edad Oscura.

También se abandonaron las grandes tumbas de cúpula y los enterramientos colectivos característicos del mundo micénico. Ahora se encuentran tumbas aisladas, individuales, modestos sepulcros de cista (formados por losas hincadas en el suelo, cubiertas por otras losas), a veces excavados en rocas, y las ofrendas fúnebres son mucho más pobres. Se practicaba la inhumación en general, pero también la incineración; ambos métodos variaban según las zonas y el momento.

Una de las transformaciones más visibles que se produjeron a lo largo de esta época fue el modo de poblamiento. La destrucción de los centros de poder micénicos y la quiebra de su sistema económico, basado en la producción ordenada de bienes y mercancías, hicieron que la población se dispersara y se refugiara en regiones diversas, donde formaron pequeñas comunidades que se fortificaron o aprovecharon las ruinas de los anteriores centros habitados. Se crearon, de esta manera, nuevos núcleos urbanos que cabe considerar como semillero de las futuras ciudades-estado griegas, las
poleis.

Durante largo tiempo, estos poblados permanecieron aislados, sin contactos comerciales ni culturales con otros territorios. Sin embargo, a comienzos del siglo X a. C., los griegos realizaron los primeros intentos de colonizar la zona costera de Asia Menor, que pronto se convirtió en una franja de prósperas ciudades helénicas. Sin duda fue la penuria y la sobrepoblación de la península griega la que empujó a muchos de sus habitantes a cruzar el mar hacia Oriente en busca de tierras más prósperas. De esta forma se continuó con renovado empeño la tradición marinera que había florecido ya en la antigua Creta minoica, quinientos años atrás, y además sirviéndose del mismo tipo de naves, tan frágiles y audaces como las cretenses.

Según la tradición mítica, el primer contingente de colonos de estirpe jonia (procedentes del Ática y Eubea) partió de Atenas a la costa asiática, donde fundaron (o en el algún caso refundaron) las ciudades de Mileto, Éfeso y Esmirna, y poblaron islas como Samos o Quíos. Poco después, otros colonos dorios se establecieron más al sur y algunos eolios originarios de Tesalia- lo hicieron más al norte y en la isla de Lesbos. Nuestra información sobre estos primeros tiempos de la colonización deriva de los datos lingüísticos, que muestran la extensión geográfica de los diversos dialectos griegos (jonio, eolio y dorio), aunque hay que tener en cuenta que la población helénica se mezcló pronto con los nativos de cada región, como los lidios y los carios.

Las ciudades griegas que surgieron en esas comarcas ricas y abiertas al comercio y a las influencias de Oriente florecieron como poleis ilustres y prósperas, y se convirtieron en la avanzadilla cultural y artística del mundo helénico. Poco después, los colonos griegos llegaron al sur de Italia y más allá, hasta llegar al siglo VIII a. C., la gran época de la colonización, en competencia con los fenicios.

Aunque en los núcleos surgidos tras el derrumbe de la civilización micénica se conservó la lengua griega que se hablaba en la península desde el III milenio a. C., se perdió, en cambio, el uso de la escritura. La época micénica había conocido varios sistemas de escritura (llamados Lineal A y Lineal B por los investigadores), como atestiguan unas 3.000 tabillas de arcilla aparecidas en las ruinas de los palacios de Cnosos, Pilos y Tebas, y que se han preservado gracias a que, de modo accidental, se cocieron en el incendio de los archivos. Esa escritura se perdió luego. Resulta un hecho muy infrecuente el olvido total de un sistema gráfico, pero en este caso podría explicarse porque se trataba de una escritura sólo manejada por funcionarios y de utilidad restringida, básicamente de uso económico y palaciego.

Siglos después, a finales del IX o comienzos del VIII a. C., los griegos importaron de los fenicios
otro sistema de escritura, un alfabeto en el que cada signo representaba una letra y no una sílaba, como en el caso micénico. Lo mejoraron notablemente inventando signos para la notación de las vocales, imprescindibles para escribir una lengua indoeuropea. Con la creación y difusión de ese alfabeto comenzó una nueva época cultural. Vale la pena destacar que algunas de las primeras inscripciones en vasos griegos nos ofrecen ya líneas escritas en hexámetros, es decir, en versos como los de la Ilíada y la Odisea, las grandes composiciones de Homero.

Resulta paradójico que fuera en esa época de ausencia de escritura –en los siglos que median entre el ocaso del mundo micénico y la invención del nuevo alfabeto- cuando se generara el núcleo de temas que alimentarían la literatura griega clásica. En esos siglos creció y se mantuvo en la memoria popular un fabuloso recuerdo de hazañas de otro tiempo: la guerra de Troya, el regreso de los Heraclidas, el asalto a Tebas, la gesta fabulosa de los Argonautas en pos del vellocino de oro… Estas sagas heroicas muy pronto se entrelazaron con la más vieja mitología religiosa para sugerir argumentos a los cantares épicos, mucho antes de que esa poesía pudiera quedar fijada en la escritura. Se desarrolló, así, una tradición oral que los aedos, los poetas, ya iban difundiendo en palacios y plazas siglos antes de que Homero compusiera sus grandes poemas, en el siglo VIII a. C.

Los cultos locales de los héroes evocados por Hesíodo en “Trabajos y Días” pueden remontarse también a esta época. El relato de la decadencia del mundo humano a través de épocas de nombres metálicos (como las edades de oro, de plata, de bronce y de hierro) es un mito muy antiguo y de procedencia oriental, pero Hesíodo lo modificó para introducir en el esquema a esos héroes, los de la épica griega. Del mismo modo, en los poemas homéricos, los héroes pelean con armas de bronce y el poeta evita mencionar el hierro, excepto en alguna metáfora, como la mención a un “corazón de hierro”.

Ya en el siglo X a.C., la sociedad griega se había forjado un tipo de orden muy distinto de la anarquía
que caracterizó el final del mundo micénico. Las ideas de una comunidad de hombres libres, bajo la dirección de una élite de guerreros con ciertos ideales heroicos, animaban a una civilización que tenía una mentalidad muy distinta de la micénica. Aquí están las raíces de la Grecia arcaica y clásica, su ideología aristocrática y sus tendencias igualitarias. En los combates y ritos funerarios plasmados en la cerámica geométrica se percibe ya el sentido trágico de la vida como una audaz aventura.

En definitiva, en la Edad Oscura se forjó el principio de una comunidad política realizada con éxito en muchas ciudades autónomas y pujantes, abiertas al intercambio y ansiosas de renombre, que fueron cobrando prosperidad en la época arcaica. El brillante y agitado siglo VIII a. C., la época homérica, se afirmó enraizado en esa edad anterior, una época que gracias a arqueólogos e historiadores nos va resultando cada vez menos oscura.

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