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sábado, 13 de septiembre de 2014

El origen de Roma


Durante el siglo II de nuestra era, en el cénit de su poder, el Imperio Romano se extendía por el norte hasta Britania y Germania y por el este hasta el río Éufrates. Entre sus más de cien millones de súbditos se contaban desde los descendientes de civilizaciones antiguas como las fenicias, egipcias y griegas, hasta tribus nómadas y habitantes de los desiertos.

A diferencia de otros imperios tempranos, Roma era mucho más que simples tierras conquistadas de forma temporal por algún emperador. El Imperio Romano perduró durante siglos –la parte oriental sobrevivió hasta la caída de Constantinopla en 1453. No obstante, no se conocen datos concretos sobre su origen; pero, con el paso del tiempo, los mismos romanos lograron crear su propia leyenda basándose en misteriosos mitos griegos y romanos.



Los creadores originales de los mitos de Roma fueron los primeros emperadores. Deseosos de consolidar la ciudad como Caput Mundi (capital del mundo), recurrieron a escritores como Virgilio, Ovidio y Livio para crar una historia oficial de roma. Estos autores eran expertos en urdir tramas épicas pero no estaban muy interesados en el rigor de la investigación histórica y solían presentar el mito como una realidad. En “La Eneida”, Virgilio se inspira en las leyendas e historias griegas para contar la vida de Eneas, un príncipe troyano que llega a Italia y establece la dinastía fundadora de Roma. Livio, célebre por su historia monumental de la República de Roma, se nutre de la mitología para llenar las lagunas de su narración histórica. La precisión no se consideraba necesaria y los círculos oficiales romanos adoptaron con entusiasmo sus obras como base de la historia de la ciudad.

Así, según la leyenda, después de haber logrado escapar del saqueo de Troya, uno de sus héroes, Eneas, llegó a tierras “itálicas”, donde se estableció iniciando un nuevo linaje real. Tiempo después, dos descendientes suyos, Rómulo y Remo, nacerían de la virgen vestal Rhea Silvia, después de ser seducida por Marte. Al nacer, fueron inmediatamente sentenciados a muerte por su tío abuelo Amulio, que había usurpado el trono de Alba Longa a su hermano Numitor, el padre de Rhea Silva. Pero la sentencia nunca se llevó a cabo y los gemelos fueron abandonados en una canasta a orillas del Tíber. Tras una inundación, la canasta acabó en el Palatino, donde los bebés fueron salvados por una loba y, más tarde, criados por un pastor, Fáustulo.

Años más tarde y tras numerosas aventuras, los gemelos decidieron fundar una ciudad en el sitio
donde habían sido salvados. Como no sabían dónde estaba aquel lugar, decidieron consultar el vuelo de las aves. Remo vio seis buitres en el Aventino; su hermano, doce en el Palatino. El significado estaba claro, y Rómulo inició la construcción de la ciudad ante la indignación de su hermano. Posteriormente, ambos discutieron y Rómulo mató a Remo.

Rómulo siguió con la construcción y pronto alzó una ciudad. Para poblarla fundó un refugio en los montes Campidoglio, Aventino, Celio y Quirinal, adonde pronto se trasladó una morralla de delincuentes, ex esclavos y prófugos. Sin embargo, la ciudad necesitaba mujeres, por lo que Rómulo invitó a todos los habitantes de los alrededores para celebrar el Festival de Consus (21 de agosto). Mientras los espectadores contemplaban los juegos del festival, Rómulo y sus hombres se abalanzaron sobre las mujeres y las raptaron, un hecho que pasó a la historia como el Rapto de las Sabinas.

Sea como fuere, las colinas situadas alrededor de Roma constituían un lugar ideal para establecer nuevos poblados; aún se conservan restos y ruinas que datan de los siglos X y XI a. de C. Debido a su natural configuración, el terreno resultaba idóneo para el asentamiento humano: fue el primer punto de cruce río arriba situado lo suficientemente tierra adentro como para estar a salvo de los piratas. Existía una buena comunicación hacia el sur para llegar a las llanuras de Campania, mientras que, al norte, los picos de las montañas formaban una defensa natural contra los ataques.

Durante los siglos VII y VI a. de C. Roma cayó bajo el dominio de los reyes de Etruria, el territorio
de los etruscos, al norte de la ciudad. Fueron tiempos favorables. Hacia finales del siglo VII a. de C., Roma se había convertido en una ciudad próspera, con una plaza pública de respetables dimensiones en el centro, flanqueada por templos y santuarios, que después se convertiría en el Foro romano. La ciudad, aunque cuidaba su propia cultura latina, se hallaba abierta y receptiva a otras culturas vecinas: la griega, procedente de las colonias griegas en las costas itálicas, y la etrusca. Fue durante esta época cuando los romanos adoptaron el alfabeto griego, los olivos y el vino, estos dos últimos de uso ya muy extendido entre los etruscos.

También fueron tiempos de expansión para ocupar toda la planicie latina Alrededor del año 500 a. de C., Roma ya se había convertido en la ciudad más poderosa del territorio y se extendía hasta orillas del mar. Se percibía una notable tendencia al culto de la guerra. Los reyes celebraban sus victorias con grandes desfiles triunfales, que atravesaban toda la ciudad, y que siempre terminaban con un sacrificio para los dioses y juegos. Para cada campaña de conquista se lograba reunir un ejército compuesto por seis mil hombres para la infantería y otros seiscientos de caballería, predominantemente de las familias de la nobleza.

En el año 509 a. de C. tal como cuenta la historia, se produjo una revuelta y se desterró al último rey de los etruscos, Tarquino el Soberbio. Más adelante, los romanos consideraron este hecho como el momento crucial en su historia. A partir de ese acontecimiento, Roma había alcanzado su libertad como república independiente, y el poder se hallaba en manos de sólo unos cuantos hombres poderosos pertenecientes a un reducido número de familias influyentes. Aquéllos se congregaban en el Senado, que originalmente había actuado como consejero del rey, pero que ahora, en el nuevo Estado, se convirtió en el centro del poder y de las influencias.

Mientras que el Senado se ocupaba cada vez más de las tareas propias del gobierno, las decisiones
referentes a asuntos cotidianos se delegaron en los magistrados, que se elegían anualmente. Los nuevos gobernadores de Roma determinaron que el poder nunca debería concentrarse en manos de una sola familia o grupo. Los magistrados más poderosos fueron los dos cónsules, dotados de un poder supremo para decidir sobre la forma de dirigir la guerra, o también para tomar medidas relacionadas con las leyes civiles y criminales, de modo que ninguno de los dos pudiese presentarse como dictador, ya que cada uno tenía el poder de interferir en las decisiones del otro. Con el paso del tiempo se fue incrementando el número de magistrados: los cuestores, que más adelante, a partir del año 421 a. de C., fueron cuatro, quienes se ocupaban de los asuntos financieros; los ediles, que se encargaban de la administración de la ciudad; los pretores, dedicados a los asuntos judiciales; y los censores, dedicados a la revisión de los registros civiles.

Aunque las elecciones se celebraban públicamente, y todos los ciudadanos –hombres adultos nacidos en libertad- tenían oportunidad de asistir, los votos de los ricos y acaudalados tenían mayor influencia. Pero, debido a que las magistraturas eran cargos no remunerados, sólo los hombres adinerados podían permitirse el lujo de ocuparlas y, consecuentemente, los poderes del gobierno quedaban en manos de unas cuantas familias aristócratas. Las más influyentes y de mayor abolengo fueron las patricias, que hacían todo lo posible para mantener el monopolio del poder. No obstante, la gran masa de la ciudadanía, es decir, los plebeyos, se resistía, y fue precisamente el enfrentamiento entre los patricios y la plebe lo que ocasionó la primera gran lucha política en la República.

La plebe se componía tanto de hombres ricos como de pobres: los acaudalados que luchaban por
conseguir un lugar en el gobierno, y los campesinos y pequeños terratenientes que se asfixiaban bajo el peso de sus deudas. Con objeto de organizar su lucha, se agruparon para formar el Concilium Plebis, o Asamblea Popular, eligiendo sus propios delegados, los tribunos de la plebe, que actuaban como sus defensores frente a los patricios. Los tribunos de la plebe eran considerados sacrosantos, y el asesinato de cualquiera de ellos se castigaba con la pena de muerte.

Los plebeyos tuvieron que luchar más de doscientos años para alcanzar su objetivo: una igualdad absoluta. Hacia el año 440 a. de C. consiguieron una importante victoria, cuando lograron que se hiciesen públicas las Doce Tablas, la antigua legislación de Roma. A partir de entonces, todos los ciudadanos tuvieron acceso al conocimiento de la legislación civil romana, así como de la aplicación de los castigos, que hasta entonces había sido privilegio de la élite patricia. Paulatinamente, también las magistraturas se fueron ocupando por hombres de la plebe y, en el año 36 a. de C., se nombró el primer cónsul plebeyo. La victoria final llegó en el año 287 a. de C., con el reconocimiento de todas las decisiones tomadas por la Asamblea Popular como leyes oficiales, con toda su validez.

Pero, a pesar de su victoria, sólo muy pocos plebeyos tuvieron la oportunidad de ocupar un cargo político individual. Únicamente los miembros más ricos poseían un cierto estatus, influencias y los medios suficientes para optar a la candidatura de una magistratura; así, en el siglo III a. de C., el gobierno de Roma, aunque en menor grado, seguía estando en manos de los aristócratas, y sólo un reducido número de familias competían por alcanzar puestos oficiales. El Senado, compuesto oficialmente por ex magistrados, poseía todo el poder de gobierno de la ciudad-estado en expansión. Sólo unos cuantos tribunos ambiciosos constituían un reto efectivo al poder, proponiendo diversas legislaciones a la Asamblea Popular; no obstante, fueron demasiados aquellos que utilizaron sus cargos como medio para conseguir una magistratura, y que prescindían de desafiar al sistema. El auténtico poder se hallaba en manos del Senado, especialmente en periodos de crisis.

Y hubo numerosas épocas de crisis. Aunque Roma se había aprovechado de su privilegiada ubicación a orillas del Tíber para convertirse en la ciudad líder de toda la planicie latina, seguía siendo vulnerable. Uno de los primeros actos de la República (en el año 493 a. de C.) fue la firma de un tratado con los pueblos latinos vecinos para crear una defensa común y proporcionar ayuda mutua en caso de guerra. La mayor amenaza procedía de las tribus de las montañas, los Ecuos y los Volscos, que repetidamente trataron de invadir la planicie. Pero, poco a poco, después de múltiples y largas batallas menores, se fueron sojuzgando.

En el año 396 a. de C. Roma salió victoriosa de una importante batalla contra la gran ciudad etrusca de Veyes, a unos quince kilómetros al norte de Roma, que se rindió después de un prolongado asedio. Fue un indicio evidente del poder expansionista de Roma. No obstante, tan sólo diez años más tarde, se volvió a perder todo. Los galos, una tribu celta de saqueadores procedente del norte de Italia, y siguiendo la ruta hacia el sur de la península, ocuparon toda Roma, a excepción de la colina capitolina, que logró resistir por su excelente defensa. Sin embargo, fueron pocos los daños causados,
pero el impacto tardó tiempo en superarse, hasta que la ciudad se recuperó para reafirmarse con toda su prominencia entre las demás ciudades latinas. En el año 340 a. de C., la determinación de los romanos de dominar toda la planicie había levantado tal resentimiento que muchos de sus aliados latinos se unieron en un amotinamiento común. De esta guerra, salieron triunfantes los romanos y vencidos los latinos.

Los acuerdos que se tomaron tras esta victoria, en el año 338 a.de C., fueron unos de los más importantes de la historia de Roma. El problema residía en cómo una pequeña ciudad-estado podría controlar a todos los pueblos conquistados sin correr el riesgo de sufrir otra revuelta. La solución se hallaba en una serie de compromisos y acuerdos que aseguraban a Roma que, en caso de necesidad, pudiese disponer de los recursos de las comunidades y poblados dependientes. A todos los habitantes de las ciudades latinas vecinas se les otorgaba la ciudadanía romana, probablemente incluso con el derecho de voto en las asambleas.

Para otros, en gran parte todos aquellos que poseían una cultura y una lengua distintas, se encontró una solución diferente, el municipium, cuyos miembros conservaban su propio gobierno, podían dedicarse al libre comercio y contraer matrimonio con romanos, pero, a diferencia de los ciudadanos plenos, no se les permitía votar en las asambleas de Roma. Ya que los municipia estaban obligados a suministrar tropas a Roma, esto no resultó ser una solución ideal, pero los integrantes de un municipium pudieron aspirar a conseguir la plena ciudadanía romana en poco tiempo.

En varios puntos estratégicamente seleccionados de las tierras conquistadas se establecieron pequeñas colonias romanas de unos trescientos habitantes, directamente controlados desde Roma. También existían los aliados, ciudades o poblados que, en teoría, seguían siendo independientes, pero que en la práctica debían cumplir las órdenes de Roma, sobre todo en lo que refería al aparato militar.

Durante los cincuenta años siguientes, el poder romano se extendió por todo el resto de la península, con muy pocos impedimentos para iniciar más y más guerras de conquista. La guerra suponía la adquisición de nuevas tierras y saqueos, y para los mandos, prestigio y poder político. Durante estos años, los enemigos más difíciles fueron los samnitas, un pueblo que habitaba en las montañas del sur de Italia. La lucha contra ellos duró más de cuarenta años. Al final, los samnitas intentaron crear una coalición con los pueblos amenazados del centro de Italia, incluyendo a los etruscos y los poblados de Umbría, hasta el más lejano norte. Pero incluso este intento resultó infructuoso. Alrededor del año 290 a. de C., los romanos consiguieron dominar toda la Italia central.

En el sur, las ciudades griegas que se habían establecido en las costas itálicas seguían llevando su vida habitual, pero se hicieron más vulnerables a causa del creciente poder de Roma. Debido a la escasa unidad entre ellas y a los constantes ataques de las tribus del interior, muchas de estas ciudades establecieron pactos con los romanos. En el año 326 a.de C., Neapolis (Nápoles), el mayor centro comercial de Italia, firmó una alianza con Roma. Sólo hubo una ciudad que se resistió hasta el final, Tarentum (Tarento), ubicada en el talón de la península, que solicitó ayuda al rey griego Pirro. En las batallas que se libraron después, los romanos combatieron a las tropas griegas y Pirro decidió abandonar la lucha. Roma ocupó Tarentum en el año 272 a. de C., y, con ello, se había terminado la independencia de Italia.

Alrededor del año 280 a. de C, Roma controlaba toda la península itálica, llegando en el norte hasta Pisae (hoy en día Pisa) y Ariminum (actualmente Rímini). Poco a poco, se infiltraba la influencia romana que transformaba las culturas no-latinas de los pueblos dominados. Roma se había hecho rica y poderosa con los botines de guerra; con estas riquezas, inició una nueva etapa de construcción de edificios públicos en toda la ciudad, que ya contaba con casi 150.000 habitantes. Había miles de esclavos al servicio de los romanos y, además, Roma podía contar con los ejércitos de sus aliados para seguir librando mas guerras de conquista. Ahora Roma se encontraba en posición de desafiar a las demás potencias del Mediterráneo.

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