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viernes, 20 de marzo de 2015

Sandro Botticelli


“Ojalá vivas en tiempos interesantes”, dice una maldición china, y la verdad es que los tiempos de Sandro Botticelli lo fueron. Nació en plena edad de oro del Renacimiento florentino, trabajó bajo el mecenazgo de Lorenzo de Medici, “El Magnífico”, sobrevivió a las invasiones y los intentos de golpe de Estado y tembló con los acalorados sermones del renegado fraile Girolamo Savonarola.



Nacido Alessandro di Mariano Filipepi, Sandro, como lo llamaban, fue uno de los cuatro hijos supervivientes que tuvieron sus padres. Se puso el sobrenombre de Botticelli, que tomó del apodo de su hermano, el Botticello (que significa “barrilete”). Hoy día, Botticelli es recordado sobre todo por un cuadro, que te parece más extraño cuanto más sabes de él: “El Nacimiento de Venus”. Los expertos todavía se estrujan los sesos para interpretarlo. ¿Se trata de una sencilla representación de un mito? ¿O es un complicado tratado filosófico del arte? Venus, inescrutable sobre su concha, no nos ofrece respuesta alguna.

La Florencia renacentista era el eje de una gran rueda de comercio que se extendía hasta Escocia por el noroeste, y hasta el Levante por el sureste. La ciudad pretendía ser una república, pero una famosa familia mandaba entre bastidores. Los Medici se hicieron astronómicamente ricos al inventar la banca internacional. Lorenzo el Magnífico sólo tenía diecinueve años cuando, a la muerte de su padre, se hizo con el control tanto del banco como de la ciudad de Florencia. Botticelli pasó a formar parte del atractivo círculo de íntimos amigos de Lorenzo. Mientras paseaba por los espléndidos jardines de su mecenas y cenaba pavo asado, el artista debió de sentir el contraste con la curtiduría de su padre, que apestaba a excrementos de gallina y a orina de caballo.

Botticelli recibió una educación básica e ingresó como aprendiz en el taller de un artista local. En 1470, tenía su propio taller y en 1475 ya había acabado la “Adoración de los
Magos”, el cuadro que lo lanzaría a la fama. Tan significativa como su tierna representación de la Virgen con el Niño fue su homenaje a sus mecenas, los Medici. Ya en la Edad Media, los artistas solían introducir los retratos de sus mecenas en las composiciones religiosas, y en esta obra Botticelli incluye a la mayoría de los familiares de su cliente. Pero además coloca allí otro retrato, el de un joven vestido con una túnica de color amarillo mostaza, que mira directamente, casi de manera amenazadora, al observador: es el propio artista.

Poco después de acabar la “Adoración…”, los Medici pidieron a Botticelli que representara un tema muy horrible: una conmemoración de la conspiración de los Pazzi. Los Pazzi, una importante familia florentina, habían intentado llevar a cabo un “cambio de régimen” en Florencia, junto con el papa Sixto IV, enemigo de los Medici, y el arzobispo de Pisa. Su plan
consistía en asesinar a Lorenzo y a su hermano Giuliano. El 16 de abril de 1478, durante la misa solemne en la catedral de Florencia, los asesinos atacaron salvajemente a los hermanos. Giuliano murió inmediatamente a causa de las cuchilladas que recibió, pero Lorenzo, aunque herido, consiguió escapar y refugiarse en la sacristía de la iglesia. Los conspiradores se encaminaron a la plaza central con la intención de ganarse el favor del populacho, pero en lugar de eso los florentinos los detuvieron y encarcelaron. Los colgaron aquella misma noche. Tan solo para dar a entender que la justicia (o la venganza, como si hubiera alguna diferencia) caería sobre aquellos que se atrevieran a atacar a los Medici, la familia encargó a Botticelli que pintara un fresco de los ocho conspiradores principales colgados hasta morir.

Tras una breve estancia en Roma, donde pintó frescos para la capilla Sixtina (la mayoría de
ellos ignorados por los visitantes que estiran el cuello para ver los techos de Miguel Ángel), Botticelli regresó a Florencia, donde hacía furor el clasicismo. Los florentinos ponían velas a Platón y hablaban fervorosamente sobre el alma; y en esa atmósfera fue donde Botticelli llevó a cabo sus “mitologías”, entre las que destacan “La Primavera” y “El Nacimiento de Venus”.

Su estilo es una mezcla extraña: a pesar de que las figuras representan dioses y diosas griegos, las escenas son una pura invención renacentista, muy influidas por la filosofía neoclásica. En “El Nacimiento de Venus”, la diosa del amor está de pie sobre una concha
marina, recién nacida de la espuma del mar. En una interpretación filosófica, Venus personifica la belleza, y dado que la belleza es la verdad, la obra se convierte en una alegoría de la verdad. O quizá no sea más que una sencilla celebración del amor y un homenaje a la belleza femenina –que cada uno elija lo que prefiera.

La belleza del rostro de Venus es
capaz de desviar nuestra mirada de la desproporción de su cuerpo. A la figura le faltan los omoplatos o el esternón, y su brazo izquierdo cuelga hacia un costado. Sus redondos pechos son demasiado pequeños para su cuerpo, su torso es muy alto y tiene el ombligo colocado demasiado arriba. Apoya tanto el peso en la cadera izquierda que parece estar a punto de caer, y uno se pregunta cómo se las apaña para mantenerse de pie sobre la concha. Aun así, estos defectos no le quitan valor a esta imagen. Botticelli siempre colocó la elegancia por encima de la representación realista de la forma, y aunque el cuello de Venus sea monstruosamente largo, sigue siendo indudablemente hermosa.

Lorenzo de Medici murió en marzo de 1492, a pesar de haber recibido tratamientos con medicinas tales como perlas pulverizadas para combatir una larga enfermedad (ah, la vieja y buena medicina renacentista). Entonces el control de Florencia pasó a su hijo mayor, Piero, al que se recuerda acertadamente como el Desafortunado. Piero provocó su propia caída que llegaría dos años más tarde, al entregar la ciudad al ejército francés. Los florentinos ultrajados arrasaron el palacio de los Medici, y la familia escapó al exilio.

Los mecenas de Botticelli lo abandonaron pero encontró trabajo enseguida haciendo arte sacro. Afortunadamente para él, el fervor religioso estaba en auge en Florencia. Unos cuantos años antes, el fraile Savonarola había llegado a la ciudad echando pestes y había causado bastante revuelo dando sermones en los que denunciaba los pecados de…, bueno, de todo el mundo. Tras la invasión francesa, Savonarola convenció al rey de Francia para que abandonara la ciudad, y un populacho agradecido entregó al entusiasta monje el poder político.

La Florencia en otro tiempo libre se convirtió en una estricta teocracia. Tropas de jóvenes,
llamados “pequeños ángeles”, patrullaban por las calles hostigando a las mujeres que vestían sedas con colores demasiado brillantes o mostraban demasiado pecho. Los ángeles se metían en las casas en busca de objetos frívolos como barajas de cartas, cosméticos y pornografía, que confiscaban y quemaban en la “hoguera de las vanidades”: un incendio de 20 metros de altura en la plaza central. No está claro cómo reaccionó Botticelli a todo aquel barullo. El biógrafo del siglo XVI Giorgio Vasari afirma que el artista apoyó a Savonarola y que quemó sus propios cuadros, pero no existe ningún otro testimonio que relacione a ambos hombres. Sin embargo, se hace evidente un nuevo tono en las obras de Botticelli de la década de 1490, un incremento de la simplicidad, e incluso de la austeridad. El paganismo se quedaba fuera, y entraba en ellas ahora el cristianismo.

Vasari describe a Botticellli como “caprichoso y excéntrico” y afirma que era una persona muy bromista. Según una anécdota, un tejedor compró la casa contigua a la de Botticelli, donde instaló unos telares que hacían tanto ruido que el artista era incapaz de trabajar, por lo que se quejó a su vecino, quien le contestó que podía hacer lo que le apeteciera en su domicilio. Entonces, Botticelli colocó una enorme piedra en el tejado de su propia casa, que parecía estar a punto de caer en cualquier momento sobre el tejado de su vecino. Cuando éste se quejó, Botticelli le respondió que él podía hacer lo que le viniera en gana en su propia vivienda. El vecino no tardó mucho tiempo en quitar los telares.

Savonarola no pudo seguir lanzando el fuego y el azufre del infierno sobre los poderosos
durante mucho tiempo. Se las apañó para ignorar la excomunión en 1497, pero un año más tarde, cuando el papa Alejandro VI lo amenazó con la interdicción, los líderes de la ciudad se dieron cuenta de que seguir apoyando al fraile podría llevarlos a la ruina económica. Arrestaron a Savonarola y a sus socios más próximos, los torturaron y los ejecutaron. Vasari dice falsamente que la caída en desgracia de Savonarola molestó tanto a Botticelli que ya no volvió a pintar jamás, pero en realidad acabó varias obras más, tanto religiosas como mitológicas. Para cuando Botticelli murió por causas desconocidas, en 1510, el arte lo había pasado por alto: sus pálidas vírgenes parecían pasadas de moda comparadas con los retorcidos desnudos de Miguel Ángel.

Botticelli siguió en el olvido durante tres siglos. Sólo a mediados de 1800 fue redescubierta su obra y otra vez volvió a ser apreciado por las masas. Aunque sus cuadros religiosos han pasado casi desapercibidos hasta hoy, sus obras mitológicas se han convertido en iconos, aunque algo curiosos. “El Nacimiento de Venus” se puede encontrar en tazas de café, en salvapantallas y en los episodios de Los Simpson, pero todavía no sabemos bien qué hacer con él. Puede que el problema sea que se ha perdido el sentido completo del cuadro con el paso de los siglos. Más que Leonardo da Vinci, más que Miguel Ángel, Botticelli fue el hombre del Renacimiento florentino.

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