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martes, 5 de mayo de 2015

¿Por qué la carne sabe tan bien?




Nuestra historia de amor con un gran bistec de solomillo se remonta a dos millones de años. Entonces, una jornada entera de merodeo por la relativamente árida sabana africana reportaba muy pocos nutrientes vegetales. Así que el ser humano tuvo que dedicarse a cazar animales ricos en proteínas. No puedes caminar docenas de kilómetros cada día sin tu tripa llena.

Además de ser rica en proteínas, una ayuda para el desarrollo de los músculos, la carne es una buena fuente de sodio, un importante ión para la comunicación celular y la transmisión de señales por el sistema nervioso. También es una buena fuente de grasas, que además de aportar su textura jugosa, son fundamentales para la absorción de ciertas vitaminas, proporciona ácidos grasos esenciales para la fabricación de hormonas, y protege a los órganos más delicados.

Un bistec bien preparado nos resulta tan delicioso porque, con el tiempo, nuestro cuerpo aprendió a asociar el sabor de la grasa, de la proteína y de la sal con sus valores nutricionales implícitos.

Dejando a un lado los aspectos dietéticos, hay elementos gustativos a nivel molecular que convierten unas costillas a la barbacoa en algo irresistible. La carne está llena de moléculas denominadas ribonucleótidos, como el ácido glutámico (abundante también en el queso parmesano y los tomates). Cuando ambos reaccionan, el producto estimula los receptores de la lengua y crea un fuerte sabor denominado umami, descrito generalmente como “carnívoro” o “sabroso” y descubierto hace un siglo por científicos japoneses. Ello explicaría por qué nos relamemos ante un buen cochinillo asado.

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