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domingo, 28 de junio de 2015

La Vejez - El final de la vida


El envejecimiento es un proceso consustancial a la vida, pero también uno de los misterios para la ciencia, pues no se conoce su causa exacta. El conseguir que los individuos envejezcan de forma sana, que vivan una etapa más de la vida y no una acumulación de enfermedades, es uno de los objetivos centrales de la medicina, pues se calcula que en el siglo XXI, el 23% de la población va a tener más de 65 años.



Para unos no es más que un proceso degenerativo que se debiera poder evitar; para otros, si la juventud no es una enfermedad, tampoco lo es la vejez: son fases de la vida, cada una con sus enfermedades asociadas. Tanto en los hombres como en los animales, el desarrollo está vinculado al ciclo reproductivo. Los organismos que sólo se reproducen una vez entran rápidamente en un proceso degenerativo. En las especies que se reproducen varias veces y que cuidan de su descendencia, el envejecimiento se produce de forma mucho más gradual.

Existen otros factores: la esperanza de vida de cada especie está relacionada con el peso del cerebro, el del cuerpo y la actividad metabólica. Un cerebro grande y un cuerpo relativamente pequeño, unidos a una tasa metabólica baja, harán que la vida media de una especie sea mayor. Los primates se sitúan en general entre los animales con una esperanza de vida mayor, junto a los reptiles –en este último caso, debido a su baja tasa metabólica-. Esta tasa es especialmente alta entre los humanos: durante una vida, la producción total de energía por gramo de tejido es, en el ser humano, de 1.200.000 calorías, mientras que en animales como perros y gatos la cifra se sitúa en unas 400.000.

La diferencia entre los seres humanos al envejecer es mayor que entre los de cualquier otra
especie, y mientras para unos es un proceso dramático que acaba impidiéndoles las actividades más sencillas, cada vez son más frecuentes los casos de ancianos activos capaces de disfrutar plenamente de la vejez. El proceso por el que todos pasamos es más o menos parecido. Lo que lo diferencia es su intensidad.

A partir de los 30 años, el cuerpo pierde entre un 5 y un 10% de masa muscular cada década. El corazón sufre el mismo proceso; se debilita y su ritmo máximo desciende: si a los 30 años podía superar los 150 latidos por minuto, a los 80, el máximo se sitúa en 110. Como las paredes de los ventrículos son más débiles, el corazón las expande, de forma que cada latido
empuja más sangre. De todos modos, la capacidad de bombeo en reposo pasa de 3.4 litros por minuto a los 30 años, a 2.7 a los 60. Pero el estado del corazón varía enormemente de una persona a otra dependiendo de sus hábitos alimenticios y del tipo de vida que haya llevado. La práctica regular de algún deporte es una de las mejores garantías de mantener un corazón fuerte.

Con la edad se presenta también la arteriosclerosis –endurecimiento de las arterias-: las paredes de las venas y arterias se vuelven más gruesas, con lo que aumenta la presión sanguínea y, por lo tanto, el corazón se ve obligado a trabajar más.

La transferencia de oxígeno y dióxido de carbono entre la sangre y los pulmones está determinada, en primer lugar, por la cantidad de sangre que pase por éstos, así como por la cantidad de aire que ellos sean capaces de mover. Aunque esta capacidad disminuye, es suficiente en estado de reposo. Es al hacer un esfuerzo cuando se nota que la capacidad ha disminuido, desde los 20 años a los 80, en un 40%. En esta merma, los fumadores le llevan 15 años de ventaja a los no fumadores.

Los sistemas respiratorio y circulatorio tienen una gran importancia para la salud del cerebro,
un voraz consumidor de oxígeno. Al nacer, el hombre posee todas las neuronas –entre cien mil y doscientos mil millones- que utilizará a lo largo de su vida: las neuronas no se regeneran y el cerebro normal habrá perdido entre un 5 y un 10% de su peso al llegar a los 90 años. Sin embargo, no es éste el motivo de la pérdida de facultades, pues lo que hace que un cerebro funcione es su estructura. La común asociación entre vejez y pérdida de capacidad cognitiva no es inevitable. De hecho, la pérdida drástica de facultades mentales se debe a enfermedades que se superponen a la vejez, pero no son el proceso de envejecimiento en sí. El Alzheimer –destrucción masiva de neuronas y conexiones en la corteza cerebral- es la principal causa de pérdida de memoria y raciocinio –demencia senil- junto a los accidentes cerebro vasculares –disminución del riego sanguíneo y, por tanto, muerte de un área del cerebro- y la enfermedad de Parkinson –temblores, rigidez muscular y movimientos torpes e incontrolados debido a la pérdida de neuronas en la región cerebral encargada del control de los movimientos voluntarios-.

La pérdida “sana” de neuronas varía de una región del cerebro a otra: el sistema límbico –base del aprendizaje, la memoria y las emociones- pierde aproximadamente un 5% de sus neuronas cada década durante la segunda mitad de la vida; la pérdida en zonas relacionadas con la coordinación de movimientos puede llegar a un 30 o 40%, produciendo los típicos movimientos torpes y poco coordinados de algunos ancianos, pero la intervención de la enfermedad de Parkinson incrementa las pérdidas hasta el 70%.

Las neuronas pierden también la capacidad de crear nuevas conexiones y reducen el ramaje-las dendritas- a través del cual reciben información de otras células. Esto se hace especialmente importante en la corteza cerebral, donde residen el aprendizaje, la memoria a corto plazo y la planificación. Al mismo tiempo, algunos neurotransmisores –sustancias químicas que las neuronas usan para comunicarse- tienden a
disminuir. Pero el cerebro es una estructura sumamente flexible: las neuronas que sobreviven sin atrofiarse multiplican su actividad y, entre los 40 y los 70 años, prolongan sus dendritas y sólo a partir de edades muy avanzadas pierden definitivamente esta capacidad de prolongación. La necesidad básica del cerebro y del cuerpo es la estimulación: un individuo que aprenda nuevas cosas, adquiera nuevas habilidades y utilice habitualmente la memoria mantendrá una red neuronal mucho más compleja y flexible que alguien mentalmente poco activo.

La agudeza visual declina lentamente entre los 20 y los 50 años; después este proceso se acelera: disminuye la capacidad de la pupila para controlar la cantidad de luz –los ancianos necesitan una luz más intensa para ver bien y pierden visión nocturna- y se reduce la facilidad de pasar de enfocar objetos cercanos a enfocar otros lejanos, pues el cristalino se vuelve más rígido. Con la edad, aumenta también el riesgo de sufrir enfermedades como el glaucoma –incremento de la presión intraocular- y las cataratas –cristalino opaco-.

Una persona joven sana es capaz de percibir los tonos que alcancen los 15.000 Hz. A partir de
los 30 años, comienzan a endurecerse el tímpano y los huesos del oído medio. En la cincuentena, ha disminuido la percepción de tonos agudos -12.000 Hz- y a los 70 es casi seguro que no se percibirán frecuencias superiores a los 6.000 Hz, lo que dificulta la capacidad para reconocer a las personas por el sonido de su voz o de distinguir las diferentes voces de un grupo.

A partir de los 70 años, se reduce la sensibilidad del tacto –especialmente en la lengua- y, según algunas investigaciones, también disminuye la sensibilidad al dolor. En cuanto a la capacidad olfativa y gustativa también disminuyen, aunque no se ha determinado con precisión en qué grado.

Las hormonas desempeñan un papel fundamental en el envejecimiento, pero el mecanismo exacto sigue siendo poco comprendido. La glándula pituitaria es algo así como la directora de la orquesta hormonal, y estudios recientes han demostrado que las hormonas que produce se
encuentran en cantidades similares en ancianos y jóvenes. La capacidad de casi todas las demás glándulas parece mantenerse intacta: son las células quienes no aprovechan sus estímulos. Por ejemplo, la glándula tiroides segrega tiroxina, que regula el nivel de actividad de todas las células del cuerpo; su menor presencia induce una reducción de los procesos metabólicos –es decir, las reacciones químicas que tienen lugar dentro de las células durante el proceso de desarrollo y restauración de tejidos y en la producción de energía necesaria para los procesos corporales-. Sin embargo, hay estudios que muestran que la capacidad de los ancianos de producir esta hormona está intacta, pero que los tejidos la utilizan menos.

El páncreas segrega insulina –hormona que regula la utilización del azúcar y otros nutrientes en el cuerpo; cuando deja de producir la cantidad necesaria de insulina, aparece la diabetes. Con la edad eliminamos menos azúcar de la sangre, y los médicos no saben aún distinguir con
seguridad los episodios iniciales de la diabetes de los cambios normales debidos a la edad. Pero, al contrario que los diabéticos, los ancianos sanos pueden producir la misma cantidad de insulina que una persona joven si reciben la estimulación necesaria. A partir de los 50, disminuye en la sangre la cantidad de hormonas segregadas por la glándula suprarrenal que regulan la reacción del organismo ante situaciones de estrés, pero, al igual que en los casos anteriores, cuando es estimulada –mediante la administración de otra hormona-, la glándula suprarrenal demuestra estar en perfecta forma en personas ancianas.

En ambos sexos, la secreción de hormonas sexuales disminuye con la edad. En las mujeres, la secreción de estrógenos baja tras la menopausia, y en el hombre, la secreción de andrógenos desciende a partir de los 50. A los 35 años, comienza un proceso común a ambos sexos: disminuye la producción de masa ósea, pero en las mujeres, a partir de la menopausia, este proceso se acelera y el entramado del tejido óseo pierde densidad: se fractura más fácilmente y se recupera con más lentitud. La movilidad de las articulaciones también disminuye.

Las causas exactas del envejecimiento están aún muy poco claras. Hay varias hipótesis: para algunos investigadores, las células y los organismos tienen un reloj genético; para otros, la muerte de las células es resultado de errores en el proceso de copia que supone su autorreproducción: cuando una célula se divide, las dos cadenas que forman la molécula de
ADN se separan; cada una de estas semicadenas tendrá que recomponer una cadena entera. Valga la analogía del ferrocarril: para crear una nueva vía, ambos raíles se separan y, luego, cada uno crea una vía nueva inventándose la mitad que le falta. Donde antes había una célula ahora hay dos. Sin embargo, durante el proceso se pueden introducir errores: las traviesas que unen ambos carriles pueden juntarse con las que no les corresponden –apareamiento anómalo- o, simplemente, una traviesa puede perderse. Según algunas investigaciones, la vejez sería el resultado de la acumulación de estos errores.

Según otra teoría, gran parte de la culpa la tendrían los radicales libres que surgen de las combinaciones químicas que se dan en las mitocondrias de las células para producir energía: al combinarse los nutrientes y el oxígeno surgen estos radicales libres, átomos con un electrón desparejado, que son muy reactivos. Pueden combinarse con otros radicales o con moléculas, quitándoles electrones para completar su estructura, lo que genera nuevos radicales libres. En condiciones normales, la mayoría de los radicales libres son neutralizados por los antioxidantes, pero otros dañarán el ADN, las proteínas o las membranas protectoras de las células.

Al contrario que en las sociedades agrarias, en las que su gran experiencia los convierte en una importante fuente de información, en las sociedades industrializadas, los conocimientos de los ancianos son dados de lado cuando llega la jubilación, un tránsito traumático para una gran
cantidad de personas que, de pronto, se sienten inútiles y sin el incentivo central de su vida, aquel para el que han sido educados y preparados. Este apartamiento causa con frecuencia depresiones que, prolongadas, disminuyen la actividad física y aceleran el proceso de envejecimiento. Desde luego, no siempre es así, y existen muchos casos de personas que se adaptan al nuevo estado. Además, en el futuro, la transición del estado activo al inactivo no será tan traumática.

Los cambios en la estructura familiar también afectan a los más ancianos: mientras que en las
sociedades no industrializadas las generaciones mayores conviven con las recién llegadas, en las sociedades industriales esta relación tiende a reducirse a unos padres jóvenes y sus hijos, quedando los ancianos aislados. También el mundo moderno cambia mucho más rápidamente de lo que lo ha hecho nunca. No son sólo cambios tecnológicos, sino de las costumbres, las posibilidades, las necesidades, las formas de comunicación y la moral: lo que durante la adolescencia y madurez del hoy anciano era inadmisible, hoy es, en muchos casos, una conducta normal. Y una de las cosas que caracteriza al envejecimiento es, precisamente, la resistencia al cambio.

Como problema sanitario global, la medicina se ocupa de paliar en lo posible los procesos de degradación física. Pero hay otro aspecto no menos importante e íntimamente relacionado con el anterior: muchos de los pacientes a quienes se diagnostican enfermedades mentales tienen alguna enfermedad física oculta, y muchas de las enfermedades físicas crónicas derivan en
problemas psicológicos, como la depresión, el delirio y la demencia.

En la depresión, el paciente sufre perturbaciones del sueño, pérdida de interés, sentimiento de culpa, merma de la energía vital y de la capacidad de concentración, perturbaciones del apetito, cambios psicomotrices e ideas de suicidio. En muchos casos, el proceso da lugar a delirios: el paciente tiene dificultades para concentrarse en una tarea, se siente confuso o desorientado y puede sufrir perturbaciones lingüísticas o perceptivas. La demencia comienza con pérdida de la memoria a corto plazo, confusión e irritabilidad, y avanza con alteraciones de la personalidad, dificultades en el habla y los movimientos, pérdida de reflejos y una seria incapacidad para realizar tareas que requieran planificación. Un 10% de las personas mayores de 65 años sufre en algún grado esta enfermedad, la mitad debido a la enfermedad de Alzheimer. También son frecuentes los trastornos de ansiedad, que pueden manifestarse generalizadamente o focalizarse en la creencia
de estar desarrollando algún tumor, tener problemas cardiovasculares….Estos problemas encubren temores referentes a la integridad del individuo: miedo a la pérdida del control físico y la autonomía, a la separación de los seres queridos y a la muerte.

Los cálculos indican que hacia el 2050, la esperanza de vida en los países industrializados se situará entre los 83 y los 95 años. Pero algunos científicos son mucho más optimistas: 120, 150 o incluso 200 son los años que, según ellos, es capaz de vivir el cuerpo humano.

En tiempos de los romanos era poco probable alcanzar los 30 años. En 1900, la esperanza de
vida era de unos 60 años. En la actualidad esta cifra varía mucho, pero en cualquier caso su indudable incremento no está acompañado de una mejor calidad de vida, en gran parte por algunos hábitos: evidentemente, fumar, beber o comer mal y en exceso garantizan una cierta cantidad de problemas añadidos, sobre todo si se unen al sedentarismo creciente propio de las sociedades desarrolladas. Pero los científicos van más allá en sus investigaciones: como el metabolismo alto es uno de los factores en la ecuación del envejecimiento –debido a la producción de radicales libres-, han experimentado en animales dietas hipocalóricas –con reducciones del orden del 60%- y, por tanto, con poco desgaste. Con dietas de este tipo han conseguido que algunos ratones no sólo vivan un 50% más, sino que lleguen al final de sus vidas mucho más sanos.

Otros investigadores han aislado el llamado gen edad-1 en el nematodo, un pequeño parásito que vive en plantas y animales, y, mutándolo, han conseguido duplicar la duración de su vida. La pregunta es qué pasaría si el gen edad-1 se mutase en los humanos. Hay una influencia genética en la duración de la vida del ser humano: viendo la duración de la vida de cuatro generaciones por ascensión directa se puede deducir aproximadamente la duración de la vida de determinada persona.

Con las mutaciones genéticas tal vez comience, en un futuro aún lejano, una forma de vivir completamente nueva para la humanidad. Mientras tanto, la clave del buen y prolongado envejecimiento está sin duda en la frase “No más años para nuestra vida, sino más vida para nuestros años”.

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